Valentina
Caminé por el campus de la universidad con una sonrisa que no podía quitarme del rostro.
Palermo, una ciudad nueva, llena de posibilidades y, lo más importante, lejos de los ojos vigilantes de mi padre. Me sentía ligera, como si me hubieran quitado un peso de encima.
Finalmente, estaba sola, en control de mi vida, sin que nadie metiera las narices en mis asuntos.
Había algo casi poético en empezar de cero, en una ciudad que apenas conocía.
Mientras caminaba, observaba todo a mi alrededor con curiosidad. Los edificios antiguos, los árboles que se alineaban a lo largo del camino principal, y los grupos de estudiantes que charlaban y reían.
Era una escena que parecía sacada de una película, todo tan normal, tan cotidiano, que me hizo sentir como si al final estuviera donde se suponía que debía estar.
No podía evitar imaginar todas las cosas que me esperaban aquí. Esta era mi oportunidad de ser solo Valentina, sin secretos, sin mentiras, sin presiones.
Pero entonces, al girar en una esquina cerca de la biblioteca, oí algo que me hizo fruncir el ceño.
Escuché las voces de unas chicas, cargadas de burla, y una risa desagradable que me hizo detenerme.
No quería meterme en líos, no ahora, no aquí y mucho menos, no otra vez.
Me repetí varias veces que debía seguir caminando, seguir con mi vida, pero los comentarios se volvieron más claros y venenosos, y cada palabra que decían era como una aguja clavándose en mi piel.
—Mira, si comes una galleta más, podrías rodar en lugar de caminar —se burló una de las chicas, su voz teñida de malicia.
El comentario me golpeó de lleno.
Mi respiración se ralentizó hasta que comencé a respirar más pausado. Mis músculos se tensaron, y sentí una oleada de calor en mi pecho.
La chica a la que le estaban haciendo burlas se quedó de pie, con la cabeza gacha, abrazando sus libros contra su pecho como si eso pudiera protegerla de las palabras que le decían.
—Tal vez deberías probar una dieta —dijo otra, con una sonrisa cruel que vi de reojo.
Sentí mi corazón latir con fuerza, una mezcla de rabia y disgusto que me era imposible ignorar.
Intenté obligarme a seguir adelante, a no meterme en problemas desde el primer día, pero algo dentro de mí se rebeló.
No podía, no quería quedarme callada y permitir que eso sucediera.
—Oigan, ¿se sienten mejor ahora? —dije, girando sobre mis talones para encarar a las chicas. Mi voz salió más fuerte y fría de lo que esperaba, que detuvo sus risas de inmediato.
Las tres se volvieron a mirar dónde estaba yo, sorprendidas, como si no pudieran creer que alguien se atreviera a interrumpir su pequeña diversión.
La chica a la que se dirigían sus burlas levantó la mirada por un segundo, sus ojos grandes y asustados, antes de volver a bajarla, como si quisiera desaparecer.
—¿Qué dijiste? —respondió la primera, levantando una ceja, desafiándome a que volviera a repetir mis palabras.
—Que si se sienten mejor ahora, —repetí, dando un paso hacia ellas. Había visto mucho en mi vida, y este tipo de crueldad me resultaba más repugnante que la propia muerte. —Porque parece que necesitan molestar a alguien para sentirse un poco menos patéticas.
Una de las chicas hizo un sonido de desdén, intentando avanzar un paso, pero otra la detuvo con una mano en el brazo, lanzándome una mirada odiosa, frunciendo el labio.
—Es solo una broma, no es gran cosa, —dijo la tercera chica, su tono era un poco menos seguro ahora. Estaba claro que no esperaban que alguien interviniera.
—¿Ah, sí? —pregunté, cruzando los brazos sobre mi pecho. —Entonces, ¿por qué no me dejan decirles una broma sobre cómo necesitan humillar a los demás para sentirse importantes? Parecen niñas de secundaria...
El silencio que siguió fue gratificante. Las chicas se miraron entre ellas, como si no supieran qué decir, hasta que una de ellas soltó un resoplido.
—Chicas, vámonos —dijo al final la que supongo era la líder del grupo, con un movimiento de cabeza hacia sus amigas.
Me lanzó una última mirada de desdén, pero se dio cuenta de que no iba a ganar esta vez. Se dieron la vuelta y se alejaron, murmurando entre ellas, pero ya no con la misma confianza de antes.
Suspiré, soltando la tensión de mis hombros, y volví mi atención a la chica que había sufrido con las "bromas". Estaba allí, todavía con la cabeza baja, sus manos apretando los libros como si fueran su única protección.
—Oye, —dije, suavizando mi tono, —¿estás bien?
Ella levantó la vista un poco, y por primera vez vi que sus ojos estaban llenos de lágrimas que intentaba aguantar. Asintió débilmente, pero no dijo nada.
—No deberías dejar que te traten así, —le dije, con una sonrisa suave, intentando ofrecerle algo de confianza. —No tienen derecho a hablarte de esa manera.
—Gracias, —murmuró, encontrando su voz. Era un susurro, casi inaudible, pero sincero.
—No tienes que agradecerme —le respondí. —Nadie merece ser tratado de esa manera. ¿Cómo te llamas?
—Bianca, —respondió, su voz, temblando un poco menos ahora.
—Es un placer conocerte, Bianca, —dije, extendiendo una mano hacia ella. —Soy Valentina. Y créeme, esas chicas no valen ni un segundo de tu tiempo.
Esbozó una pequeña sonrisa y asintió, tomando mi mano en un gesto que parecía darle algo de seguridad.
Mientras caminábamos juntas hacia el interior de la universidad, sentí una extraña sensación de satisfacción.
No había venido a Palermo para buscar problemas, pero si iba a empezar de cero, al menos lo haría siguiendo lo que creía correcto.
Bianca, con la cabeza ligeramente inclinada, miraba hacia adelante, perdida en sus propios pensamientos.
Yo tampoco decía mucho, estaba concentrada en observar el entorno, cada detalle de la universidad que apenas estaba comenzando a conocer.
Había una mezcla de emoción y ansiedad en mi estómago, esa sensación que se tiene cuando empiezas algo nuevo y no sabes exactamente qué esperar.
Aunque la acababa de conocer, sentía que había algo más detrás de su aparente timidez, algo que me intrigaba. Pero no la presioné, no era mi estilo. Si quería hablar, lo haría cuando estuviera lista.
Llegamos a la puerta de su salón. Se detuvo, y por un momento, pensé que solo se despediría sin decir nada, pero me giré hacia ella y decidí romper el silencio.
—Bianca, ¿te parece si nos juntamos en el almuerzo? —le pregunté con una sonrisa. —Soy nueva aquí, y no conozco a nadie.
Sus ojos se encontraron con los míos por un segundo, y vi la duda reflejada en ellos.
Apretó los libros en su pecho con nerviosismo, como si buscara algo de seguridad en ese simple movimiento.
—No sé si… te conviene juntarte conmigo, —murmuró después de unos segundos, con la voz tan baja que casi no la escuché.
Fruncí el ceño, pero luego sonreí, intentando disipar la tensión entre nosotras. Su respuesta solo había aumentado mi curiosidad. ¿Qué podía ser tan malo en ella que pensara que no me convenía su compañía?
—Bueno, si cambias de opinión, estaré por ahí, —dije con un tono ligero, dándole espacio para decidir por sí misma. —Solo búscame.
Vi una pequeña chispa de sorpresa en sus ojos, no esperaba esa respuesta de mi parte, pero no dijo nada más. Asintió con una leve sonrisa, y eso me bastó. Me despedí con un gesto de la mano y la dejé entrar a su salón, mientras yo seguía caminando hacia el mío.
Encontré el aula de Relaciones Internacionales sin problemas y, al entrar, me tomé un segundo para respirar profundo. Sentí un ligero estremecimiento de adrenalina al pensar que este era el primer paso hacia algo grande, hacia lo que podría ser el resto de mi nueva vida.
Después de la clase, mi estómago rugía desesperado, había pasado demasiado tiempo desde mi desayuno. Recogí mis cosas y me dirigí a la cafetería donde conseguí una mesa junto a la ventana, feliz de que podía ver todo el campus desde ahí.
Empecé a comer, disfrutando del sabor de mi comida, cuando sentí una sombra a mi lado. Levanté la mirada y ahí estaba ella con una bandeja en las manos y una expresión un tanto nerviosa en su rostro.
—¿Puedo sentarme? —preguntó, su voz suave, casi como si no estuviera segura de si debía estar allí.
Sonreí, apartando mi bandeja un poco para hacerle espacio.
—Claro, siéntate —respondí con una sonrisa, intentando que mi tono fuera lo más acogedor posible.
Bianca se sentó con un movimiento cauteloso, como si aún dudara de su decisión. La observé mientras dejaba su bandeja sobre la mesa.
Tenía una ensalada y una botella de agua, algo ligero, y me di cuenta de que todavía estaba evitando mi mirada.
A pesar de todo eso, sabía que este era el comienzo de una gran amistad.