Valentina
Estaba en mi apartamento, rodeada por el caos que siempre me acompañaba cuando estaba empacando para un viaje.
Mi cama estaba cubierta de ropa, zapatos y un par de libros que no había decidido si llevar o no. Me mordí el labio mientras metía un par de jeans y una blusa en mi bolso, asegurándome de no olvidar nada.
Bianca estaba en el otro lado de la habitación, sentada en el borde de la cama, mirando su teléfono con una expresión distraída pero se la notaba más feliz.
Llevábamos ya un semestre siendo las mejores amigas.
Sin embargo, aunque habíamos llegado a conocernos bastante bien, aún no había tenido la oportunidad de conocer a su familia.
Sabía que había algo detrás de eso, pero nunca había querido presionarla.
Ahora, eso estaba a punto de cambiar.
Bianca me había invitado a pasar el fin de semana en su casa, algo que había esperado durante meses, y que no admitiría en voz alta. Su cumpleaños era mañana, y había planeado una fiesta por la noche.
—¿Estás lista? —me preguntó, levantando la mirada de su teléfono con una sonrisa en su rostro.
Asentí mientras terminaba de cerrar mi bolso, asegurándome de que el pequeño paquete envuelto en papel brillante estuviera seguro en el bolsillo. Había encontrado el regalo perfecto para ella, algo que sabía que le encantaría, pero quería esperar hasta mañana para dárselo.
—Casi, —respondí, devolviéndole la sonrisa. —Necesito asegurarme de que no me olvido de nada. No quiero llegar a tu casa y darme cuenta de que me dejé algo.
Soltó una risita, levantándose de la cama y acercándose para mirar mi bolso.
—Parece que lo tienes todo bajo control, —comentó con diversión. —Aunque de todas formas, si olvidas algo, siempre puedes tomar prestado algo mío. Mi casa es tu casa, ¿recuerdas?
Habíamos llegado a ese punto en nuestra amistad donde nos sentíamos cómodas compartiendo prácticamente todo. Era algo que no había experimentado nunca, y siempre lo había querido.
—Lo sé, —le respondí, echando un último vistazo a la habitación para asegurarme de que no me dejaba nada. —Pero, no quiero ser la amiga que siempre olvida todo.
—Imposible, —dijo, con una sonrisa más grande. —Eres la amiga que siempre está ahí cuando la necesito. Nada más importa.
—Bueno, eso no cambiará, pase lo que pase.
Asintió, pero por un segundo, vi algo en sus ojos, un destello de duda o preocupación, que desapareció tan rápido como había aparecido.
—Me alegra que vengas este fin de semana, —dijo al final, mientras caminábamos hacia la puerta. —Mi familia… bueno, supongo que ya era hora de que los conocieras.
Salimos del edificio caminando juntas mientras nos dirigíamos hacia su auto, subí, cerré la puerta y me acomodé en el asiento, ajustando el cinturón de seguridad.
Nos adentramos en las calles de Palermo, dejando atrás la universidad, y sentí que la ciudad pasaba lentamente a segundo plano mientras los edificios se volvían menos densos y el tráfico disminuía.
—Entonces… —dije, intentando mantener un tono casual, —¿cómo es tu familia?
—Bueno, —comenzó, con un tono pensativo, como si estuviera eligiendo sus palabras cuidadosamente, —mi mamá murió cuando nací, así que no la recuerdo en absoluto. Desde que tengo uso de razón, ha sido solo mi papá, mi hermano y yo.
Sentí un pequeño nudo formarse en mi pecho al escuchar eso. Perder a su madre antes de poder conocerla…
—Mi papá casi nunca está en casa —continuó, con un tono que intentaba sonar despreocupado, aunque una pequeña nota de tristeza se filtraba en su voz. —Es… bueno, ya lo verás. Es una persona muy ocupada, siempre viajando, siempre con asuntos que resolver.
—¿Y tu hermano? —pregunté girándome para mirarla, sintiendo que había algo más en esa historia.
Vi cómo apretaba los labios por un instante, una pequeña sombra cruzó su rostro antes de que suspirara, resignada a contarme algo que probablemente no compartía con nadie.
—Nicola… —dijo, con la voz algo más baja, —bueno, él tuvo un incidente hace algunos años. Desde ese día, no ha salido de su habitación.
Me quedé en silencio por un momento. Mis alertas se dispararon, pero sabía que tenía que ser delicada.
—¿Qué pasó? —pregunté sin poder aguantar la curiosidad.
—No lo sé, —respondió, su voz teñida de frustración o tal vez preocupación. —De un día para otro, simplemente dejó de salir. No me ha contado lo que sucedió, y mi papá… bueno, mi papá nunca lo presionó para hablar del tema. Así que, ahí está, en su habitación, aislado de todo y todos...
Después de un silencio pesado entre nosotras, la conversación cambió de rumbo, y pronto nos encontramos hablando de cosas más ligeras: la universidad, las clases, los profesores que nos hacían la vida imposible.
Su sonrisa se fue volviendo más sincera a medida que hablábamos, y sentí que el ambiente volvía a ser tan cómodo como siempre.
Fue agradable ver cómo la tensión en sus hombros desaparecía poco a poco, sustituida por esa chispa alegre que tanto me gustaba en ella.
El paisaje comenzó a cambiar, y noté que nos alejábamos del centro de la ciudad, adentrándonos en una zona más tranquila y exclusiva. Las casas se eran cada vez más grandes, con jardines bien cuidados y portones altos. Algo en mi estómago comenzó a revolverse.
Finalmente, Bianca giró en una entrada privada, y mis ojos se abrieron de par en par.
Delante de nosotras, se alzaba una mansión enorme, blanca como la nieve, con columnas muy altas. Era majestuosa, con una belleza que casi intimidaba. Los jardines alrededor estaban perfectamente cuidados, y una fuente en el centro del patio nos esperaba mientras entrábamos.
—Wow… —exhalé, sin poder evitar que mi boca se abriera de sorpresa mientras miraba la mansión. —Esto es… increíble.
—Sí, supongo que lo es, —dijo con una pequeña sonrisa. —Bienvenida a mi hogar.
Aparcó el auto frente a la entrada de la casa y nos quedamos un momento en silencio, antes de que dos hombres se nos acercaran.
Eran altos, con trajes negros perfectamente planchados y rostros inmutables que no dejaban adivinar emoción alguna. Uno se colocó al lado de mi puerta, mientras el otro se paraba junto a la de Bianca. Abrieron nuestras puertas en un movimiento sincronizado y, al hacerlo, se inclinaron levemente hacia nosotras
—Contessa, —dijeron al unísono, inclinando la cabeza en una reverencia que me pareció anticuada y formal, casi como si estuviera en medio de una escena de una novela de otro tiempo.
Vale, esto es extraño... pensé.
Me giré hacia ella, viendo cómo su sonrisa se mantenía en su rostro, pero algo en su expresión había cambiado. Parecía más tranquila ahora, más natural, como si al estar aquí, dejara caer una parte de la fachada que a veces llevaba consigo en la universidad.
—No me imaginaba que vivieras en un lugar así, —admití, intentando mantener un tono ligero, aunque la sorpresa aún se reflejaba en mis palabras.
—Sí, bueno, hay muchas cosas que no te he contado... aún, —respondió, con un tono que mezclaba sinceridad y una pizca de vergüenza. Tomó mi mano y me guió hacia la entrada.
Los dos hombres que nos habían recibido seguían detrás de nosotras en silencio, como sombras perfectamente entrenadas para no ser notadas.
Los observé de reojo mientras subían nuestras bolsas por una escalera de caracol hacia el segundo piso. Sus movimientos eran casi inhumanos, y me hizo sentir un poco fuera de lugar, como si fuera una intrusa en un mundo que no estaba hecho para gente como yo.
—Llevarán nuestras cosas a las habitaciones, —dijo Bianca con tranquilidad, como si fuera lo más normal del mundo tener sirvientes silenciosos que se encargaran de todo.
Caminé con ella por un pasillo, hasta que mis ojos fueron capturados por un enorme ventanal que daba una vista perfecta a una piscina gigante en el patio trasero.
Le hice un gesto con la cabeza a Bianca, y ella me respondió con una sonrisa. Sin decir nada, ambas salimos corriendo hacia su habitación, nuestras risas resonaban en los pasillos vacíos y grandiosos de la mansión.
Una vez en su habitación, nos cambiamos rápidamente. Me puse un bikini dorado que brillaba con la misma intensidad que los reflejos en la piscina, y encima, un vestido de playa entretejido que se pegaba ligeramente a mi piel.
—¿Siempre estás rodeada de hombres tan guapos? —le pregunté, mientras jugueteaba con el agua, moviendo mis pies de un lado a otro.
Bianca soltó un suspiro suave y desvió la mirada hacia atrás de nosotras. Le seguí la vista y vi a uno de los hombres que nos habíamos cruzado antes de salir aquí.
Llevaba un traje perfectamente ajustado, que destacaba su físico robusto. Se veía como si hubiera salido de una revista de moda, todo pulcro y profesional. Pero había algo en su postura, en la forma en que su mirada seguía a Bianca desde la distancia, que me hizo levantar una ceja.
—Sí, —respondió ella, con una mezcla de resignación y tristeza en su voz, —pero no tienen permitido hablar conmigo más que lo profesional…
Y ví que sus ojos se humedecieron con lágrimas. No era solo la tristeza de no poder tener una relación más íntima con esos hombres, era algo más profundo.
—Bueno, —susurré, inclinándome hacia adelante, —ese de ahí no te ha quitado los ojos de encima.
Ella giró los ojos y sonrió, pero era una sonrisa que no llegó del todo a sus ojos, una sonrisa que conocía demasiado bien.
Era la sonrisa de alguien que ya había aceptado la realidad tal como era, sin intentar cambiarla.
—Es su trabajo, Valen, no te ilusiones… —respondió, tratando de sonar despreocupada.
—No, amiga, —dije, sacudiendo la cabeza con una sonrisa cómplice, —sé cuándo un hombre mira con esos ojos de amor a una mujer, y ese hombre, —añadí, señalándolo discretamente con el dedo por encima de mi hombro, —está loquito por ti.