La pantera
Estar entre ellos se había vuelto parte de mi vida cotidiana.
Caminaba, observaba sus gestos confiados, las miradas de superioridad que intercambiaban, como si fueran invencibles.
Se creían intocables, rodeados de su poder y sus armas, incapaces de concebir que una amenaza como yo pudiera infiltrarse en sus vidas.
Y mucho menos delante de sus narices.
Eso era lo más irónico de todo: que ellos, tan orgullosos de su posición, no podían ver que el verdadero peligro no venía de afuera, sino de alguien que estaba justo entre ellos.
Los malditos Moretti tenían una deuda con mi familia, una deuda que había nacido en sangre y que solo podía ser pagada de la misma manera.
Desde el día que perdí a mis padres, mi vida dejó de ser mía. Mi tutor, el hombre que me había salvado de morir junto a ellos, se encargó de hacerme una mujer fuerte, letal, una sombra que acechaba en la oscuridad, esperando el momento adecuado para cobrar venganza.
Tenía solo cinco años cuando mataron a sangre fría a mi padre frente a mí. La imagen de su cuerpo desplomándose en el suelo, de la sangre que se esparcía bajo su cuerpo como una mancha imborrable, se quedó grabada en mi mente como una cicatriz que nunca sanaría.
Nunca olvidaré el sonido de su último aliento, el eco de su caída resonando en mi cabeza cada noche. Y aunque el miedo me paralizó en ese momento, hubo algo en mí que se rompió, algo que me endureció desde ese instante.
Mi inocencia murió junto con mi padres.
Ese día, tomé la mano del hombre que me salvó de terminar como el cuerpo sin vida en el suelo de mi habitación, un hombre al que nunca llegué a conocer del todo, pero que se convirtió en mi tutor, en mi carcelero, en mi moldeador.
Me llevó lejos de la escena del crimen, lejos del cadáver de mi padre, y de la vida que alguna vez conocí.
Terminé en otra casa, una fortaleza en medio de la nada, donde mi vida tomó un rumbo que nunca habría imaginado.
Allí, mi entrenamiento comenzó.
La verdad, sus métodos eran cuestionables. Pero así se movían ellos, los hombres que vivían en las sombras, manipulando el dolor y el miedo como herramientas para forjar a alguien como yo.
Me dejaron pasar hambre y frío, me sometieron al dolor como si fuera algo cotidiano, algo que debía aceptar como parte de mí.
Aprendí que el sufrimiento no era algo a evitar, sino algo que debía abrazar, algo que me haría más fuerte, más implacable.
Al principio, me resistí. Era una niña, después de todo, y el instinto de sobrevivir me hacía querer escapar de ese infierno. Pero cada intento de huida se encontraba con castigos más crueles, y cada vez más despiadados.
Me ataban a la intemperie, me dejaban bajo la lluvia durante horas, hasta que mi cuerpo temblaba sin control. Aprendí que no había escapatoria, que solo había un camino: el camino del acero, del fuego que purga la debilidad.
Me hicieron luchar contra otros, peleas brutales donde la única regla era la supervivencia. No había compasión ni había misericordia.
Cada vez que caía, me levantaban a la fuerza y me empujaban de nuevo al combate. Mis manos, que alguna vez habían sostenido muñecas, ahora se endurecían con los golpes, se llenaban de sangre y tierra.
Al principio, lloraba en silencio, mis sollozos ahogados en la oscuridad. Pero con el tiempo, las lágrimas desaparecieron. El dolor se volvió parte de mí, un compañero constante que acepté como algo natural.
—No hay lugar para la debilidad, —me repetía una y otra vez mi tutor mientras me miraba con esos ojos fríos, desapasionados, como si yo no fuera más que una herramienta a pulir. —La fuerza lo es todo. Debes volverte como una pantera, mortal y silenciosa.
Pantera.
Así me llamaba. Una criatura salvaje, una depredadora solitaria que cazaba en silencio, con paciencia infinita, acechando a su presa hasta el momento justo para atacar. Y eso era lo que me estaban convirtiendo, lo que me obligaban a ser.
Recuerdo la primera vez que me pusieron un cuchillo en las manos. Mis dedos pequeños se cerraron alrededor del mango, sintiendo el frío.
Me dijeron que debía usarlo, que debía aprender a dominarlo como una extensión de mi propio cuerpo.
Mis primeros asesinatos fueron con animales. Un conejo, un gallo, incluso un perro en una ocasión.
Me hacían cazarlos o los hacían pelear entre sí, y cuando uno caía, me daban el cuchillo y me obligaban a terminar lo que ellos habían comenzado.
Al principio, vomité después de cada sesión, el asco y la culpa retorciéndose en mi estómago como serpientes. Pero con el tiempo, esos sentimientos también desaparecieron.
Mi estómago se endureció, mi mente se volvió fría, calculadora. Empecé a ver el cuchillo como un arma, una herramienta que usaba para cumplir mi propósito.
Luego, cuando crecí un poco más, me enfrentaron a humanos.
Eran prisioneros, hombres que habían cruzado a las personas equivocadas y que, como castigo, fueron entregados a mi tutor.
Me hacían practicar con ellos, me enseñaban dónde cortar, dónde golpear para causar el máximo dolor con el mínimo esfuerzo.
Aprendí a leer el miedo en sus ojos, a anticipar sus movimientos antes de que siquiera levantaran una mano.
Y aprendí a disfrutarlo.
No del dolor en sí, sino del control.
Del poder que sentía al estar sobre ellos, al tener sus vidas en mis manos.
Me convertí en lo que ellos querían que fuera: una máquina de matar que nunca fallaba una misión, una pantera que cazaba en silencio y desaparecía en las sombras antes de que alguien siquiera notara su presencia.
Lo vi entre la multitud, parado ahí, aparentemente despreocupado, como si todo lo que sucedía a su alrededor fuera irrelevante.
Nicola Moretti.
Mi mente se llenó de recuerdos que intentaba enterrar, pero que volvían a la superficie con una fuerza arrolladora. La única vez que dejé a un objetivo con vida.
No sabía por qué lo había hecho. No sabía por qué en aquel momento, cuando lo tenía a mi merced, no había apretado el gatillo o hundido la hoja en su pecho como debía.
Algo en él había hecho que mis hormonas se revolvieran de una manera que no podía explicar, una chispa que se encendió en mi interior, y que me hizo tomar la decisión más estúpida de mi vida. Lo besé.
En lugar de matarlo, lo besé.
Un beso robado, peligroso, cargado de la misma intensidad que él proyectaba. Fue un impulso incontrolable, como si algo dentro de mí quisiera marcarlo de una manera diferente a la muerte.
No era amor, no era deseo en el sentido convencional, pero era algo.
La forma en que había reaccionado al beso, con sorpresa primero, luego con un deseo que casi lo consumía. Había visto su lucha interna, su necesidad de dominar la situación.
Pero lo que más disfruté fue lo que sucedió después: Nicola se escondió. Después de nuestro encuentro, se encerró en su habitación, apartado del mundo, lamiéndose las heridas que no eran solo físicas, sino emocionales. Algo en él se había roto, y había disfrutado de ver su caída desde la distancia.
Pero ahora, estaba aquí de nuevo. Y yo también, para terminar lo que había empezado. No habría más besos, no habría más concesiones. El castigo que había recibido por no matarlo la primera vez me aseguró de ello.
Recuerdo la fría voz de mi tutor mientras me arrastraban a la habitación, sus ojos llenos de decepción y rabia. Los gritos, los golpes, el dolor que me atravesó como cuchillos ardiendo. Nunca me habían castigado así antes.
—Nunca más, —me dijo después de que todo terminó, mientras yacía en el suelo, temblando y rota, el frío del suelo concreto impregnándose en mis huesos —Nunca dejaré que vuelvas a cometer un error como ese.
Y no lo haría.
Volver a repetir ese error no era una opción.
Él era un Moretti.
Y todos los Moretti morirían al final.
Empezando por la pequeña princesita.