Nicola
—Nicola... —Su voz suave, tan dulce y despreocupada, me hizo sentir un alivio instantáneo.
No estaba en peligro, al menos no físicamente.
—¿Estás bien? ¿Pasó algo?
—Me siento sola... —dijo ella, sin ninguna conciencia del infierno que estaba pasando de este lado de la línea.
—Amore mio, este no es un buen momento... —murmuré, manteniendo mi tono suave, aunque mi mente estaba completamente dividida entre ella y el peligro a mi alrededor.
Los disparos comenzaron a rebotar en las cajas y contenedores, y mis hombres devolvían el fuego. Saqué mi arma, apuntando hacia las sombras donde sabía que los enemigos se escondían.
—¿No es un buen momento? —Ella se rio, su voz dulce y calmada. —Dijiste que te llamara si necesitaba algo.
Sonreí a pesar de la situación, porque sí, a pesar de todo, siempre me haría tiempo para ella. Aunque estuviera jugándome el pellejo en este momento.
—Si, lo dije, principessa, —respondí, justo antes de disparar hacia una figura que apareció al otro lado del contenedor.
—Quería pedirte algo, —su voz sonaba juguetona.
—Lo que quieras. —Apreté el gatillo, haciendo caer a otro de los hombres que nos disparaba desde las sombras. Mi corazón latía rápido, pero aún así, mi atención estaba en ella.
—Trae pizza cuando vuelvas, —dijo de repente, y casi me reí en voz alta.
—Pizza, ¿eh? —respondí, una bala pasó rozando mi hombro.
Todo el mundo estaba disparando, el caos a mi alrededor crecía, pero yo solo podía pensar en ella y en cómo lo pedía tan inocentemente.
—Sí, y que esté bien caliente. —Su tono se volvió sensual, y tuve que contener un gemido de frustración.
¿Cómo podía ella tentarme así en medio de todo esto?
—Lo que tú pidas, —dije suavemente, devolviendo el fuego hacia los enemigos. —Ahora necesito que cuelgues, amore mio. —Intenté sonar firme, sabía que yo no le terminaría la llamada, no podía hacerlo.
—Ah, y Nicola, —su tono cambió de repente. —Deberías revisar las cámaras.
—¿Qué cámaras? —pregunté, frunciendo el ceño. Pero antes de que pudiera decir algo más, colgó.
Me quedé quieto un segundo, con el teléfono aún en la mano, mientras mis hombres continuaban disparando.
Mierda. Algo no estaba bien.
—Jefe, necesitamos... —Lorenzo comenzó a hablar, pero lo silencié con un gesto.
Abrí la aplicación que controlaba las cámaras de seguridad en su apartamento, sintiendo cómo una tensión oscura se instalaba en mi pecho.
Mis dedos se movieron rápidamente sobre la pantalla, buscando la imagen de su habitación. Y allí estaba ella, en su cama.
Mi respiración se detuvo por un segundo. Mis ojos no podían apartarse de la imagen que me mostraba la pantalla.
Estaba acostada sobre las sábanas, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. Sus manos se movían sobre su cuerpo desnudo, sus dedos acariciando su piel con una sensualidad que me paralizó.
No podía activar el sonido, lo sabía, pero no necesitaba hacerlo. Sus labios, entreabiertos, decían un solo nombre. Mi nombre.
Mi mandíbula se tensó, y mi respiración se volvió errática. Estaba en medio de un tiroteo y tenía hombres que contaban conmigo. Pero en ese instante, mi mente se desconectó del caos.
Sus dedos bajaban lentamente por su cuerpo, y yo podía ver cómo se estremecía, cómo sus labios seguían formando mi nombre en silencio. Cada movimiento que hacía me estaba poniendo a mil.
Podía ver cada centímetro de su piel, y aunque no podía tocarla, sentía el calor que emanaba de ella, como si estuviera justo frente a mí. Mis manos apretaron el teléfono con más fuerza.
—Me vas a matar... —murmuré para mí mismo, mi pecho ardiendo de deseo y frustración.
Las balas seguían silbando a mi alrededor, pero lo que quería hacer en este momento era dejarlo todo y correr hacia ella.
Me reí de mi mismo. Nicola Moretti, un hombre de control, pero con ella, todo ese control se desvanecía.
Mis ojos estaban fijos en la pantalla del teléfono, mirando cada movimiento que hacía Valentina. Era casi imposible apartar la vista de su cuerpo, la forma en que lamía sus labios, el ritmo de sus manos deslizándose por su intimidad...
Ella era mi obsesión, mi debilidad. Lo sabía, y no podía negarlo.
Otra ráfaga de disparos resonó a unos metros de mí, pero mi cuerpo estaba congelado en ese momento. Solo existía ella, cada movimiento, cada susurro silencioso de su boca llamándome.
—¡Nicola! ¡Concéntrate, maldición! —La voz de Lorenzo me sacudió como un balde de agua fría.
Levanté la cabeza, apartando con pesar mis ojos de la pantalla, guardando el teléfono en el bolsillo de mi chaqueta con un movimiento brusco.
El tiroteo a mi alrededor volvió a entrar en foco, como si una cortina se levantara, devolviéndome al presente. Mis músculos se tensaron, los sonidos de las balas y los gritos de los hombres golpearon mi mente de nuevo.
—¡Mierda! —murmuré entre dientes, sintiendo la furia recorriendo mi pecho. Valentina me había distraído, y no podía permitirme ese lujo. No ahora.
Me agaché detrás de una caja, con el arma lista, mientras Lorenzo se lanzaba hacia un lado cubriéndose detrás de un contenedor.
Los disparos resonaban por todas partes, pero ahora mi mente estaba enfocada en lo que tenía que hacer.
—Nos están rodeando por la izquierda —gritó uno de mis hombres, y apunté rápidamente hacia la dirección que señaló.
Dos disparos. Rápidos y certeros. Los cuerpos de los dos imbéciles cayeron al suelo con un golpe sordo.
Lorenzo apareció a mi lado, disparando sin detenerse mientras los enemigos avanzaban.
—Están tratando de cerrar el círculo —dijo, con la mandíbula apretada.
Sus ojos me lanzaban dagas, como si supiera exactamente por qué me había desconectado hace un rato.
Asentí, controlando la furia en mi interior, y me moví rápidamente hacia el flanco derecho, tomando posición.
Los cuerpos caían a nuestro alrededor, pero no iba a detenerme hasta acabar con todos y cada uno de estos malnacidos que osaron cruzar nuestro territorio.
En ese momento, uno de mis hombres, que se encontraba en una posición elevada, gritó:
—¡Los tenemos! Dos de ellos están acorralados en la esquina, aún con vida!
El fuego se detuvo, no había más enemigos a la vista. Caminé lentamente hacia donde mis hombres tenían a los prisioneros. La adrenalina seguía bombeando en mis venas, y la satisfacción se dibujaba en mi rostro.
Allí estaban, dos hombres de la Camorra, con las manos levantadas, respirando entrecortadamente, sudando, sus cuerpos ensangrentados y débiles. Los tenía justo donde quería.
—Dos ratas inútiles que no van a demorar en cantar, —les advertí con la voz baja, controlada, mientras uno de mis hombres les apuntaba con su arma.
Aunque intentaban esconder el miedo, podía verlo en sus ojos, y la satisfacción en mi pecho crecía. No había mayor placer que ver a tus enemigos derrotados, suplicantes.
Los rodeé lentamente, mirando cómo uno de ellos temblaba, sus labios moviéndose como si estuviera rezando. Patético.
—¿Quién los envió? —pregunté, con una frialdad que cortaba el aire. No tenía tiempo para juegos, y ellos lo sabían.
Uno de ellos levantó la cabeza, con sangre goteando por su frente. Su mirada desafiante me hizo apretar los dientes.
—No diremos nada, bastardo, —espetó, con el orgullo herido, pero su miedo era evidente.
—Me lo imaginé, —dije acercándome un poco más, lento y calculado. —No dirás nada. Porque ya sé quién te envió. Y créeme, desearás haber muerto en el tiroteo.
Giré la cabeza hacia Lorenzo, que se mantenía a una distancia prudente, observando en silencio.
—Llévenselos al almacén. Quiero que estén vivos para cuando regrese.
Dos de mis hombres tomaron a los prisioneros. Pero en mi mente ya sabía que esto no había terminado. Esto no acababa aquí, ni de lejos. Este ataque era una provocación, una declaración de guerra.
La Camorra había decidido jugar con fuego. Y yo me aseguraría de que ardieran.
—¿A dónde vas? —me preguntó Lorenzo mientras volvía a la salida del muelle.
—A comprar pizza.