Nicola
La sostuve así, sin decir nada, solo acariciando su cabello, esperando a que su dolor saliera del todo.
Sus lágrimas empaparon mi camisa, pero no me importaba. El mundo entero podía caerse, y no me movería hasta que ella estuviera mejor.
Después de horas, sus sollozos se hicieron más suaves, más entrecortados. Pero no me moví. Seguía acariciando su cabello, dándole el espacio que necesitaba.
—Nicola... —su voz salió apenas como un susurro, y supe que estaba lista para hablar.
—Dime qué está pasando, —susurré, sin mostrar ni una pizca de lo que ya sabía.
No debía saber que la había estado escuchando.
Ella respiró hondo, su cuerpo aún temblando, y comenzó a contarme.
—Mi papà... él siempre... siempre ha sido así, —comenzó, su voz rota por la tristeza. —Todo lo controla. No le importa lo que yo quiero... no le importa cómo me siento. —Su mano se apretó contra mi camisa. —Y, él... él me ha comprometido con Antonio Donati.
Cada músculo en mi cuerpo se tensó.
Antonio. Ese maldito nombre. El hombre que intentaría quitarla de mi lado. La ira creció en mi pecho, pero mantuve mi tono suave.
—¿Antonio Donati? —pregunté, aunque ya la había escuchado.
Ella asintió, sus ojos llenos de angustia.
—Mi padre... lo hizo sin consultarme, —dijo, su voz quebrándose. —Lo decidió todo por mí. Antonio es... horrible. Me dijo que si quería ir a la universidad, tenía que... —hizo una pausa, tragando con dificultad, —tenía que darle mi... mi virginidad.
Sentí que me hervía la sangre. Antonio la había manipulado, había jugado con su necesidad de tener algo de libertad. La furia oscureció mi visión, pero no dejé que ella lo viera. No ahora. Tenía que seguir calmado.
—¿Y tú quieres casarte con él? —pregunté, inclinando la cabeza para mirarla directamente a los ojos.
Valentina levantó la vista rápidamente, el miedo y la desesperación reflejándose en su mirada.
—¡No! —gritó nerviosa. —No quiero casarme con él, Nicola, no quiero...
No, claro que no quería. Sabía que no. Pero escucharla decirlo, con esa desesperación, solo me hizo querer arrancarle el corazón a ese maldito.
Incliné mi frente hacia la suya, respirando su desesperación, compartiéndola en ese momento.
—No te casarás con él, —dije con suavidad, mi voz más baja de lo normal, pero firme. —Nunca. No mientras yo esté aquí.
Sus ojos me miraron con un destello de esperanza, pero también de duda. Sabía que tenía que ser cuidadoso, pero una cosa era segura: Antonio no viviría lo suficiente para ponerle un anillo en el dedo.
—Confía en mí, —susurré, besando suavemente su frente. —Yo me encargaré de todo.
—Hay más, —murmuró, su voz apenas un susurro, —mi familia y Antonio... ellos vendrán a la fiesta. —Hizo una pausa, su respiración entrecortada. —Se supone que tengo que ir con él.
Lo vi en sus ojos. El miedo. No el miedo que sentía hacia mí, sino el miedo que le tenía a esos dos hombres. Ese miedo profundo que solo alguien que ha sido controlado toda su vida puede entender. Y ese miedo me enfurecía, me volvía loco.
No, maldita sea. Eso no iba a pasar. No lo permitiría.
El fuego explotó en mi pecho, quemando cada resquicio de control que me quedaba.
Ese maldito hombre ni siquiera merecía decir su nombre en la misma oración que el de Valentina. No había forma, ninguna maldita manera, de que ella fuera con otro hombre. No mientras yo estuviera vivo.
—Eso no va a pasar, —gruñí entre dientes, mi voz baja, cada palabra impregnada de la promesa de que nadie, absolutamente nadie, iba a tocar lo que era mío. —Tú estás conmigo, Valentina. Nadie más.
Acaricié su mejilla con el pulgar, limpiando las lágrimas que seguían cayendo. Mi toque era suave, casi tierno, pero mi mente seguía ardiendo con la furia de un volcán. Estaba atrapado entre la necesidad de destruir todo y la necesidad de protegerla.
Ella cerró los ojos, descansando su frente contra mi pecho. Pude sentir cómo su cuerpo comenzaba a rendirse al cansancio, al peso de todo lo que había estado cargando. Pero sabía que aún estaba asustada. Sabía que todavía no podía ver una salida.
Pero yo lo veía.
Y haría todo lo que fuera necesario para asegurarme de que nadie, absolutamente nadie, se interpusiera entre nosotros.
Su respiración finalmente se había calmado. La sentía en mi pecho, rítmica y suave, después de todo el caos y el dolor, Valentina se había quedado dormida en mis brazos.
Con cuidado, la recosté en la cama, asegurándome de no despertarla. El brillo de las lágrimas secas aún estaba en sus mejillas, y me incliné sobre ella para dejar un beso suave en sus labios antes de levantarme.
Al llegar a la cocina, abrí uno de los armarios y saqué una tetera. Encendí el fuego y puse a calentar agua, mis movimientos mecánicos mientras mis pensamientos volaban en mil direcciones. Había mucho que resolver. Y rápido.
Saqué mi teléfono y marqué el número de Lorenzo.
—¿Jefe? —su voz llegó a través del altavoz con un tono cauteloso.
Siempre sabía cuando algo no estaba bien conmigo. Sabía cuándo mantener las formalidades.
—Escucha, —dije sin preámbulos, con la misma frialdad que usaba en los negocios, —necesito que busques toda la información que puedas sobre los padres de Valentina... y sobre Antonio Donati.
Hubo un breve silencio. Sabía que Lorenzo estaba comenzando a buscar la información. Era raro que me involucrara personalmente en algo como esto.
—¿Qué está pasando, jefe? —preguntó, con una ligera sospecha en la voz.
No respondí.
Escuché cómo Lorenzo suspiraba al otro lado de la línea. Sabía que no insistiría, pero también sabía que no le gustaba quedarse en la oscuridad.
—¿Vas a volver a la reunión?
—No, —respondí sin dudarlo y corté la llamada.
Mi atención volvió a la tetera, el vapor empezaba a levantarse lentamente mientras el agua se calentaba. Pero aún no había terminado. Había otra llamada que debía hacer.
—Nicola.
—Me voy a casar, —hablé, seguro de la decisión que estaba tomando. —Lo anunciaré en la fiesta.
Hubo un breve silencio. Pude imaginar la sonrisa satisfecha de mi padre. Era exactamente lo que quería escuchar.
—Muy bien, figlio, —dijo, y pude escuchar el orgullo en su voz. —Era hora de que lo hicieras. Después de eso, podremos hablar sobre tu lugar en nuestra familia.
No dije nada más. Simplemente corté la llamada. No necesitaba discutirlo. Ya había tomado una decisión.
La tetera comenzó a silbar suavemente, el vapor escapando por la boquilla, interrumpiendo el silencio de la cocina. Puse el agua caliente en una taza y coloqué la bolsita de té dentro, viendo cómo el líquido se oscurecía lentamente.
Justo cuando terminaba de preparar el té, sentí algo cálido rodear mi cintura.
Su abrazo me tomó por sorpresa, pero no me moví. Pude sentir el calor de su cuerpo contra mi espalda, su respiración aún un poco entrecortada.
—No te vayas, —susurró, su voz suave y algo vulnerable. Apoyó su frente en mi espalda, y por un momento, el peso de todo lo que estaba por venir se desvaneció.
Estaba aquí, en este momento, con ella. Y eso era todo lo que importaba.
—No me voy a ningún lado, principessa, —dije mientras me giraba lentamente hacia ella.
Me miró, con sus ojos aún algo enrojecidos por las lágrimas, el brillo en ellos me hizo querer destruir a cualquiera que le hubiera causado ese dolor.
Coloqué mis manos en su cintura, tirando de ella hacia mí, dejando que descansara su cabeza en mi pecho.
—Te preparé un té, —murmuré, inclinando la cabeza para rozar su cabello con mis labios. —Lo necesitas.
Valentina suspiró, y aunque no respondió con palabras, su cuerpo relajado en mis brazos me dijo todo lo que necesitaba saber.
Ella confiaba en mí, y esa verdad me llenó el pecho de felicidad. Sabía que podía protegerla. Sabía que no permitiría que nada le pasara.
Lo que ella no sabía era hasta dónde estaba dispuesto a llegar para mantenerla a mi lado.