Capítulo 36

1386 Words
Nicola El sonido de las voces en la sala era distante. Frente a mí, los proveedores seguían hablando de cifras, de cargamentos y entregas. Mi mente debería estar al cien por ciento enfocada en la conversación, en las rutas que tomaríamos y en los detalles de las transacciones. Pero no estaba ahí. Mis pensamientos volvían una y otra vez a ella, como lo había estado haciendo durante toda la maldita mañana. Me obligué a mirar los papeles que estaban sobre la mesa. Podía ver los números y gráficos de las entregas de los próximos meses, pero mi atención no estaba en los negocios. No podía. No cuando cada parte de mí seguía pensando en la manera en que Valentina había gemido mi nombre, cómo había sido completamente mía. —Nicola, —la voz de Lorenzo me sacó de mis pensamientos, devolviéndome a la reunión. —¿Qué te parece la propuesta? Mis ojos fríos se encontraron con los de él, pero antes de que pudiera contestar, una notificación llegó a mi teléfono. Un aviso discreto, pero uno que reconocí de inmediato. Alguien estaba llamando a Valentina. Mi mandíbula se tensó. Sabía que tenía que concentrarme en la reunión, que no debía dejar que nada interfiriera. Pero no podía ignorarlo. Había duplicado su teléfono, hackeando cada llamada, cada mensaje que recibiera. Tenía que tener el control, saber que estaría a salvo de cualquier peligro. —Disculpen, —dije, mi voz fría y autoritaria mientras me levantaba de la mesa. Los hombres se miraron entre sí, sorprendidos, pero ninguno se atrevió a cuestionar. Sabían que no debían meterse en mis asuntos. Me aparté de la mesa y salí al pasillo, apretando el teléfono en mi mano mientras aceptaba la llamada para escucharla en tiempo real. El sonido de la voz de Valentina me hizo fruncir el ceño al instante. —Papà... —su voz era débil, temerosa, y esa sola palabra me hizo ponerme en alerta. ¿Por qué está hablando así? —¿¡Me puedes explicar por qué mierda nos llega una invitación a la fiesta benéfica de los Moretti!? —la voz del padre de Valentina explotó al otro lado de la línea. ¿Quién mierda se cree para hablarle así? Me apoyé contra la pared del pasillo, cerrando los ojos. La furia que normalmente mantenía bajo control comenzó a desbordarse en mi pecho, como un fuego que crecía con cada palabra que ese imbécil le decía. —Mi amiga... Bianca... Ella es una Moretti... —Valentina intentaba explicarse, pero su voz era tan pequeña, tan... rota. Eso me jodió más de lo que esperaba. Yo era un hombre que no sentía compasión, que no mostraba debilidad. Pero al escuchar el miedo en su voz, al oír cómo trataba de justificarse, sentí una presión en mi pecho que no me gustaba. No debía sentirme así. No podía permitírmelo. Pero aún así, no pude apartar el teléfono de mi oído. —Eres tan idiota que no entiendes lo que significa, ¿verdad? —gruñó su padre, y algo dentro de mí se rompió. Ese hombre... Le rompería el cuello. Quería escuchar cómo se apagaba su respiración, cómo se rendía ante mí. Nadie, absolutamente nadie, podía hablarle así a mi mujer. —Papà, por favor... —Su voz se quebró, y fue como si una daga se clavara en mi pecho. Valentina... La chica que había visto tan desafiante, tan llena de fuego, ahora sonaba como una niña asustada. Intenté controlar mi respiración, tomando bocanadas de aire lentamente, pero la ira seguía creciendo. —Cállate. —La palabra de su padre llegó como una orden que la hizo callar de inmediato. Me moví de nuevo, incapaz de quedarme quieto. Quería destruir algo. Romperlo todo. Pero tenía que mantener la calma, tenía que escuchar. Porque si había algo que ese bastardo le decía que me importara, yo lo sabría, y actuaría. No me detendría. —No es tu decisión, Valentina, —continuó, con una frialdad que reconocí al instante. Era el mismo tono de voz que usaba yo para tratar con mis enemigos. Pero ahora, dirigida hacia ella, me quemaba. —Harás lo que te diga. Mierda. Le arrancaría la lengua solo por decir eso. —Iremos a la fiesta, y llevaremos a tu prometido. El mundo se detuvo. Sentí que el aire se volvía imposible de respirar. Las palabras de su padre resonaron en mi mente, mientras un silencio mortal se asentaba sobre mis pensamientos. Prometido. Un jodido prometido. El teléfono tembló en mi mano. Mi cuerpo entero se tensó. Sentí que la rabia me subía por la garganta como un veneno, y mis dedos se apretaron alrededor del dispositivo hasta que casi lo rompí. ¿Quién carajo era ese hombre? ¿Por qué creía tener algún derecho sobre mi mujer? —Papà, —Valentina sonaba completamente rota, su voz ahogada por la desesperación, —no es necesario... —¿Cómo que no es necesario? —gruñó su padre. —Lo es. No te atrevas a arruinar esto, Valentina. No tienes opción. Él va contigo, y harás lo que se te diga. ¿Entendido? El teléfono casi se resbaló de mis manos por la furia. Sentí mi corazón latir tan fuerte que apenas podía escuchar. Todo se volvió rojo, mi visión nublada por una ira que no había sentido en mucho tiempo. Ella no sería de nadie más. Jamás. Ese hombre no tenía idea de lo que había despertado en mí. No tenía idea de lo que era capaz de hacer por ella. La llamada se terminó abruptamente. Mis pensamientos eran una tormenta, y mi cuerpo ya se estaba moviendo, dirigiéndose hacia la salida. —Nicola, ¿dónde vas? —la voz de Lorenzo me detuvo, pero no me giré. —A destruir a alguien, —gruñí, mi voz apenas controlada. Sentía cómo mi mandíbula se tensaba cada vez más, el eco de la conversación resonando en mi mente mientras el coche avanzaba por las calles de Palermo. Saqué el teléfono de mi bolsillo y abrí la aplicación que me daba acceso a las cámaras de seguridad en su apartamento. Pasé las imágenes de las cámaras rápidamente, escaneando las habitaciones una por una. La cocina estaba vacía. La sala estaba desordenada, pero vacía. Mi corazón dio un vuelco cuando finalmente la vi. Estaba en su cama. Llorando. Mi pecho se apretó con fuerza. No podía soportar verla así. Su cuerpo estaba encogido, los hombros se sacudían por los sollozos. El cabello suelto caía sobre las manos que tenía en su rostro, y aunque no me atreví a escucharla, el dolor en su postura era evidente. —Cambia de dirección, —dije entre dientes, mirando al chófer a través del espejo retrovisor. —¿Señor? —preguntó, devolviéndome la mirada. —Llévame al apartamento de Valentina, —ordené. El coche giró, y mi corazón latía más rápido con cada calle que dejábamos atrás. No era solo ira lo que sentía, aunque había suficiente de eso como para destruir a cualquiera que intentara interponerse. Era más profundo. Verla llorar, rota, vulnerable... me destrozó de una manera que no quería reconocer. Por suerte, no demoramos en llegar a su apartamento. Abrí la puerta del auto antes de que se detuviera, la adrenalina bombeando en mi sangre, haciéndome mover el piloto automático. No esperé. No podía esperar. Caminé hasta la puerta y saqué la llave. Una llave de la que Valentina no tenía ni idea, una copia que había hecho por necesidad, para protegerla, o por lo menos eso me decía a mi mismo. Abrí la puerta de su habitación, pero ella no me escuchó llegar. Estaba hecha un ovillo, sollozando contra la almohada, su cuerpo temblando bajo las sábanas. No dije nada, solo caminé hacia ella en silencio y la envolví en mis brazos, acomodándola en mi regazo. Los sollozos se hicieron más fuertes. Ella se hundió en mi pecho, llorando sin parar, mientras sus manos se aferraban a mi camisa como si fuera su única salvación. Apreté mis brazos a su alrededor, sintiendo su cuerpo sacudirse contra el mío. Nunca había sido bueno consolando a nadie. Pero ahora, con Valentina, todo era diferente. No quería que sintiera dolor. No quería que sufriera. El padre y ese supuesto prometido estaban muertos. Solo que aún no lo sabían.
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