3 | Cuarto de pánico

2252 Words
—¡Corre! —gritó Veronika cuando otro estruendo resonó en la habitación y más bolas de cristal explotaron en el suelo. Catka era temerosa. Era la chica aterrada del mundo, y aunque su familia sufrió varios ataques tiempo atrás, ella nunca estuvo preparada para la batalla, ni para defenderse de un ataque, y a diferencia de ella, Veronika sí sabía lo que debía hacer. Había un cuarto de pánico donde se encerraban cuando sabían que algo malo podía suceder. Veronika tenía la clave en su cabeza, solo debía llegar hasta el piso principal y esconderse, y para ello usarían el ascensor del servicio para bajar los cuatro pisos. —Sujeta mi mano y no la sueltes —le dijo Veronika mirándola a los ojos y apretando su mentón—. Prometo que nada te sucederá. Oslo había entrenado a Veronika para que defendiera el puerto cuando fuese necesario. Le enseñó defensa personal, a disparar y también a robar, cuestión que llevó a los extremos con un poco más de edad. En sus veintinueve años, Veronika era la mejor para robar en un juego de cartas, o cualquier cosa que estuviera al alcance de sus manos. Y fueron esas mismas manos las que condujeron a Catka hasta el pasillo superior. Los escoltas llegaron a ellas y les dijeron que se mantuvieran detrás, que era un ataque. —¡No se separen! —gritó el escolta que su hermano les dejaba cada noche en la punta del pasillo para su protección. —¿Quiénes son? —preguntó Veronika sin soltar la mano de su hermana—. ¿Qué quieren? ¿Qué buscan? ¿Dónde esta Oslo? El escolta colocó el ojo en la mira del rifle que llevaba, y le disparó al que planeaba comenzar a subir la escalera. Una ráfaga de disparos cayó sobre ellos. Veronika atrajo a su hermana a su pecho y ambas impactaron la pared mientras las detonaciones reventaban los muros, los pilares y los cristales de las mesas de flores. Catka se cubrió las orejas y gritó cuando sintió que los disparos eran contra su cuerpo. El escolta continuó disparando, y replegó a sus hombres para que los rodearan. Ellos también estaban entrenados, pero los kryshas del Pakhan de los Volki, eran ejecutadores extremadamente violentos, enviados para proteger el negocio a cualquier medio necesario, o en el caso de las sirenas de Moscú, ser raptadas sin el menor remordimiento por las muertes de los hombres que se interpondrían. Los kryshas eran un rango más bajo que un mercenario, y con sed de sangre. —¿Qué quieren? —gritó Veronika cuando escuchó a su hermana gritar y sollozar por las detonaciones—. ¡Haz que pare! El único hombre que estaba en ese momento con ellas, le respondió que habían pedido apoyo, pero lo único que recibió por la radio fue la respuesta de que Oslo había muerto, y que ellas estaban en peligro. Solo así el hombre entendió cómo pudo suceder algo como eso. Habían derivado sus dos líneas de defensa, y entraron en la mansión con la llave que Oslo llevaba en el saco. —¡Tenemos que movernos! —gritó el hombre que llevaba cuatro años protegiéndolas—. Bajaremos por el ascensor, pero antes necesito que pueda proteger a su hermana, señorita Leva. El hombre se sacó el arma del chaleco de su chaqueta, y le tendió una beretta. Veronika la tomó sin esperar, y tras quitarle el seguro, metió la bala en la recámara y volvió a tirar de la mano d su hermana. Si algo tenía la sem’ya (familia) Lev, era que se defendían a toda costa, y Veronika no conocía el miedo. El miedo fue algo que perdió cuando vio a sus padres morir en esa explosión, y cuando su hermanita, la que llevaba de la mano hacia el ascensor, casi murió ahogada en un viejo lago detrás de la antigua mansión. El miedo desapareció, y solo quedó la valentía. —¡Pulse el maldito botón! —gritó el escolta mientras disparaba. Veronika le colocó el dedo al ascensor para que se abriera, y empujó a una Catka asustada, llorosa y aterrada al interior. Veronika mantuvo el ascensor abierto mientras veía al escolta protegerlas en una ráfaga de disparos. Veronika le gritó que entrara, pero él miró atrás y les dijo que se fueran, que sabía lo que debía hacer. Catka despegó los labios y las lágrimas rodaron por sus mejillas cuando al hombre mirar de nuevo adelante, no tuvo oportunidad de disparar, y le traspasaron el cuerpo con más de quince detonaciones que iban directo a las mujeres. —¡André! —gritó Catka justo cuando Veronika quitó el pie de la puerta del ascensor y apuntó al primer hombre que iba hacia ellas. La puntería de Veronika fue certera, y de un simple, elegante y limpio disparo, le impactó el medio de la frente justo cuando las puertas se cerraron. Los kryshas maldijeron y gritaron cuando las mujeres se escaparon, pero usando el radio, informaron. —Están bajando por el ascensor —dijo uno—. Recíbelas. El hombre se quitó el pasamontaña oscuro y la información llegó justo cuando el ascensor se detuvo en la zona inferior. —Detrás de mí —ordenó Veronika cuando sostuvo el arma con ambas manos y despegó las piernas como su hermano le enseñó. Veronika estuvo lista cuando dos hombres de pasamontañas apuntaron hacia ella. Veronika les descargó todo el cartucho en el pecho, y Catka se cubrió las orejas por el fuerte sonido de las detonaciones. Los dedos de Veronika temblaban y su mandíbula estaba fuertemente apretada. Era la heroína de esa guerra, cuando dos escoltas más llegaron barriendo el piso y les gritaron que las llevarían hasta el cuarto de pánico. Veronika tiró del codo de su hermana y la llevó entre el polvo, las detonaciones, y los gritos, hasta el pasillo donde estaba el cuarto de pánico. Los escoltas le dijeron que colocaran la retina en el lector para que la habitación se abriera. Veronika le gritó a Catka que lo hiciera primero, que ella era la más importante. Catka estaba temblando de pies a cabeza, y el temor la invadió. Veronika miró que los hombres se estaban acercando, y apretó los hombros de su hermana para que la escuchara, y para que supiera que si no lo hacía morirían. No sabían nada de Oslo, pero ellas debían sobrevivir a como diera lugar. Las lágrimas de Catka goteaban de su mentón, y cuando pestañeó para que el lector la autorizara, fue demasiado tarde porque los otros escoltas murieron justo en la puerta y Veronika recibió dos detonaciones en el brazo y hombro. El dolor le recorrió el cuerpo completo, y la sangre comenzó a empapar su suéter de dormir. Veronika no se rendiría, y cuando la puerta se abrió, empujó a Catka en el interior y se inclinó para tomar otra de las armas en el suelo, sin embargo, fueron más rápidos y violentos que ella y le dispararon en el muslo. El cuerpo de Veronika tenía tres puntos de dolor, y uno más cuando el hombre a un lado de ella le golpeó la cabeza y su vista se nubló. El cuerpo de Veronika cayó de rodillas, y el hombre la empujó por la espalda para que cayera de bruces al suelo. La visión de Veronika se tiñó de gris oscuro cuando escuchó a Catka llamarla por su nombre. El golpe fue tan fuerte, que ella no pudo decir nada para evitar que sujetaran a su hermana por los brazos y la sacaran al pasillo. Catka gritó e intentó golpear, pero la fuerza no era algo suyo, y menos cuando la alzaron para raptarla. —¡Veronika! —gritó pateando el aire repleto de humo. Veronika arrastró sus dedos mientras sus párpados se caían por el peso de su cuerpo. Veronika quería decirle que no temiera, que siempre estaría para ella, y que la protegería, pero las palabras no salieron, no como quería que lo hicieran. El líder de los kryshas alcanzó el teléfono del trabajo, y pulsó el botón para que su Pakhan (jefe) le notificara lo que debía hacer. —Una esta herida, y la otra intacta —dijo el kryshas (ejecutador) a través del auricular cuando la gruesa voz de Roman se escuchó al otro lado—. ¿Las quiere a ambas, o solo a la sana? Roman no hizo un movimiento, y permaneció mirando su ventana. Esa noche había sido entretenida con la sangre, las vísceras y la grotesca pelea de su Monstruo, y solo el manjar de una sirena terminaría de hacer su noche perfecta. Lo que Roman más ansiaba era tener a una de ellas, o a las tres, pero sanas. Necesitaba una esposa, y no sería cualquier mujer. Debía ser una de las que le dijeron no cuando se presentó en su mansión siendo un poderoso importador, y le dijeron que no era suficiente para una Leva. En ese momento no solo era suficiente, sino que tomaría lo que no le fue entregado, pero ganó en una pelea sangrienta. —Trae a la más bella ante mí, pero también la que se encuentre perfecta —dijo Roman cuando tronó sus dedos sin usar la otra mano—. La quiero intacta para nuestra noche de bodas. Roman dejó el teléfono a un lado, y sintió las dos manos deslizarse por sus pectorales desnudos. El aliento de la mujer que lo acompañaba esa noche, era cálido en su cuello, y los delgados dedos de la mujer llegaron a la erección que se formó ante la idea de tener como esposa a una de las mujeres más bellas de Moscú. La mujer quiso inclinar su rostro a un lado para besarlo, y Roman le apretó el cuello con tanta fuerza, que la giró para que se detuviera ante él, y usando esa misma fuerza, la colocó de rodillas. —No quiero tus besos infectados —le dijo apretando su cuello y rozando sus labios con el pulgar—. Esa boca solo sirve para un oral, no para tener el placer de uno de mis malditos besos. Roman hundió el pulgar en la boca de la mujer y ella usó la punta de su lengua para darle un vistazo de lo que podía hacer en su pene duro y grueso, y Roman la soltó para que lo hiciera realidad. Roman alzó el mentón y traqueó los huesos de su cuello mientras la mujer deslizaba su lengua húmeda por ese jugoso trozo de carne, mientras pensaba en su siguiente jugada. No le importaba si no le perdonaban la muerte de Oslo. Cuando Veronika no la pudo salvar, y entre las nebulosas de sus ojos, observó como arrastraban a su hermana lejos, y a ella la dejaban tirada en el suelo desangrándose, supo que no se dejaría vencer. —Iré por ti… Catka… Lo prometo —susurró Veronika antes de perder el conocimiento y que la oscuridad la engullera. Para su buena suerte, no solo eran dos hermanas. Las sirenas de Moscú eran tres mujeres casi idénticas, que solo se diferenciaban porque una era la mayor, una la tatuada, y la menor era la temerosa y amante de sus bolas de cristal. Esa noche y durante los últimos dos años, solo vivían dos en la mansión familiar. La tercera no estaba en los terrenos Lev, y se mudó a Estambul para convertirse en la deshonra familiar por ser una amante del arte corporal. Oslo le dijo que bajo su dominio no sería una tatuadora, y por eso una tarde Kira recogió su chaqueta de cuero y sus botas altas, y se mudó a un lugar donde haría lo que quisiera. Kira era la hermana del medio, la rebelde, la indomable. Ella era la que estaba fuera del poder de Siniestro, pero aun fuera de su poder, la noticia de que su familia había sido abatida, llegó a la puerta de su estudio cuando estaba tatuándole un enorme dragón a uno de sus clientes en toda la espalda. La aguja perforaba la piel, y la tinta se hundía, cuando el hombre que Veronika pidió que la cuidara, se acercó a ella justo cuando estaba pintando los bordes de la cola. El cliente estaba boca abajo, semi desnudo, y ella alzó una ceja cuando miró por el rabillo del ojo al hombre. —¿Qué quieres, Abraham? —preguntó Kira sin mirarlo. Abraham sabía que Kira lo detestaba. Ella odiaba la protección, pero accedió a que se quedara a una distancia prudente de ella, y viese lo que viese, no se interpondría. Abraham lo cumplió hasta esa noche cuando recibió noticias de Rusia. —Tengo malas noticias —dijo el hombre en ruso. Kira no dejó de mirar su obra de arte, pero pensó que el hombre no solía hablarle en ruso. Solía comentarle en inglés, y si estaba usando su lengua oficial, era porque algo iba mal. —Tengo noticias de casa —dijo Abraham seguido de una pausa donde solo escucharon la máquina perforar—. Su familia… Su familia se encuentra… Su hermano Oslo murió esta noche, su hermana Catka fue secuestrada, y Veronika esta mal herida. Kira detuvo la máquina, se quitó los lentes y giró hacia él. —¿Qué dices? —preguntó sin comprenderlo del todo. Abraham tragó saliva y alzó los hombros como el militar que era. —Es tiempo de que vuelva a casa, señorita Leva.
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