Los ojos de Catka fueron cubiertos. Durante todo el viaje lejos de los restos de la mansión, lo único que Catka hizo fue contar. Contó uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, hasta diez, y de regreso. Eso la ayudaba con sus crisis de ansiedad, y ser secuestrada en la noche de su cumpleaños no era una bonita forma de lidiar con el estrés. Catka tenía las manos atadas y la cabeza cubierta con un trozo de tela oscuro. Catka estaba temblando, llorando, y pidiéndole a su Dios que la protegiera del infame que la tendría.
La camioneta donde la llevaban olía a cigarrillo y alcohol. La camioneta iba a exceso de velocidad, y el cuerpo de Catka se removía de un lado al otro. Tenia un fuerte dolor en el cuello, y la cinta en sus manos estaba demasiado ajustada. Catka tuvo miedo de que se aprovecharan violentamente de ella. Ella se apretó lo más que pudo y bajó el pequeño pantaloncillo de dormir. Su mente cambiaba entre que pudieran hacerle daño, y que Veronika estuviera muerta. Su hermana fue herida reiteradas veces, pero el refuerzo de los hombres que trabajaban para Oslo, la llevaron de inmediato con el médico familiar para salvarle la vida.
Catka desconocía todo lo que sucedía, desde que su hermana estaba bien, hasta la muerte de Oslo. ¿Cómo era posible que su vida cambiara tan pronto? En un chasquido de dedos se convirtió en la cosa que llevaban en la parte trasera de una camioneta.
—¿A dónde me llevan? —preguntó Catka.
Los hombres hablaron en otro idioma parecido al croata, y ese lo desconocía Catka. Al final de sus preguntas de por qué lo hacían, de a dónde la llevaban y por qué no la dejaban ir y ella no pondría cargos ni diría nada, le apretaron la boca que no le sellaron con cinta, y le dijeron con aliento de cigarrillo que si no cerraba la puta boca la harían tragarse sus lindos dientes. Catka lloriqueó cuando el hombre le soltó el mentón y dejó su piel ardiendo por la presión.
Poco tiempo después la camioneta se detuvo, y tiraron de su cuerpo para sacarla. Catka gritó, pero ellos volvieron a silenciarla al colocarle la punta de un arma fría en su cabeza. Catka apretó sus labios y se dejó llevar al interior de una casa. Sabía que estaban dentro porque ya no sentía la brisa fría rozar sus piernas y brazos descubiertos, y sus pies sintieron la baldosa tibia. Catka fue arrastrada en contra de su voluntad escaleras arriba hasta una habitación que cerraron cuando la dejaron en el interior.
Ella respiraba agitada, y aunque intentaba aclarar su visión, no podía ver más que lo borroso de la porosidad de la tela. Catka escuchaba el corazón golpeando su pecho y enviando sangre caliente por todo su cuerpo, y en seguida escuchó como cortaban un puro. Conocía el sonido. Su padre solía cortarlo cuando era niña, e incluso ella lo hacía cuando estaba sentada en sus piernas.
Roman había terminado con la mujer, se había dado una ducha, y se había alistado para recibir a su sirena. Sus hombres le dijeron que solo pudieron llevar una, porque una estaba herida y la otra ni estaba. Roman se conformaría con cualquiera de las tres, pero la forma en la que la llevaban era grotesca. Una sirena como ella no debía ser tratada de una forma tan atroz como atarla como un animal. Ellas eran delicadas, preciosas y debía rendirles culto.
—¿Por qué esta atada como un animal? —preguntó Roman al levantarse de su silla y caminar sonoro—. Quítale la maldita cinta.
Uno de los hombres desvainó la navaja y Catka tembló cuando le cortó la cinta, y le quitó la tela por órdenes de Roman. Cuando la tela voló de su cabeza y el cabello cayó entre sus ojos y rozando sus labios, Roman inclinó la cabeza a un lado. Ella no era Veronika, mujer que conocía bien, ni era Kira porque no tenía tatuajes. Solo podía ser la menor, la más tierna de las tres sirenas.
Catka abrió los ojos y respiró acelerada, con el cabello cubriendo parte de sus ojos. A través de los mechones veía a un hombre vestido con un traje blanco, con una corbata azul y un pañuelo azul sobresaliendo del bolsillo de su saco. Su cuerpo expedía aroma a perfume costoso, y sus zapatos estaban lustrados. Era un hombre en toda la extensión de la palabra; un hombre que cuando se acercó a ella, Catka retrocedió y él le quitó el cabello del rostro. El aroma del habano en sus dedos era hipnotizante, y Catka miró sus ojos azules claros, encontrando el nombre de su captor.
Todas las sirenas eran igual de bellas por su larga melena oscura, sus ojos tan azules como dos zafiros, y sus labios gruesos y apetecibles. Tenían una dulzura en la voz, y un encanto innato, que era imposible no caer rendido a sus pies. No eran sirenas porque cantasen como los ángeles. Lo eran porque solo con mirar su belleza, los hombres eran llevados a las profundidades del tártaro. Roman saboreó el dulce sabor de ser enviado al infierno cuando Catka lo miró aterrada, y al mismo tiempo curiosa.
—Discúlpame, Catka. Soy un caballero, y mis hombres parecen carecer de modales —dijo retirando delicadamente el cabello de sus mejillas y entre sus ojos—. Primero, quiero presentarme.
Catka no le dio oportunidad de decir su nombre.
—Sé quién eres —interrumpió sin recato.
Roman le colocó el cabello sobre la espalda y deslizó la punta de su índice desde el borde de su oreja hasta la comisura de sus labios. Su piel era suave como seda, y el temor era un afrodisiaco.
—Es placentero que sepas mi nombre —dijo él mirando sus labios y rozando la hendidura del inferior—. Dilo. Di mi nombre.
Catka tragó y separó sus labios justo cuando Roman continuó descendiendo el dedo caliente por su mentón y su cuello.
—Ro... Roman Rodiv —dijo ella—. Fuiste a la mansión un día.
Escuchar su nombre en la pequeña boca de Catka fue tan excitante, que envió un puntazo directo a su glande casi goteante.
—Podría quedarme toda la noche escuchando mi nombre en tus labios, pero tenemos mucho que hacer —dijo mirando sus labios.
El toque de Roman la incomodaba. No le gustaba que los extraños la tocaran. Nunca tuvo novio, ni una persona que la tocara sin consentimiento. Sus pocos amigos en la universidad mantenían la distancia, pero Roman, el hombre que no esperaba ver, deslizaba tan solo la punta del dedo por su piel y sentía que la quemaba en vida. Roman estaba explorando la suave y tersa piel de la pequeña Catka, justo antes de mirarla a los ojos.
—Supongo que tienes muchas preguntas —dijo Roman al ascender de nuevo el dedo hasta su mentón—. Pregunta, Catka.
Catka volvió a tragar saliva.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó temblorosa.
—Porque eres mía.
Roman pestañeó lento y le dio una calada al habano. Roman contuvo el humo un instante en sus pulmones, y lo arrojó en el rostro de la mujer. Catka inhaló el humo y sus pulmones se quemaron. Roman quería poseerla, porque ella era su posesión.
—Eso no es posible —dijo ella—. No le pertenezco a nadie.
—Me perteneces a mí, Catka Leva —dijo Roman cuando le quitó la mano y la descendió hasta su cintura—. Tu hermano apostó a todas sus hermanas, y por suerte para ti, fuiste la ganadora.
Roman apretó la piel de la cintura de Catka con fuerza y ella soltó un suspiro ante la intromisión. El hombre no esperó para tocar lo que él pensaba era su mercancía, y eso no lo entendía.
—¿Cómo puede ser suerte el que me raptaras de casa?
Roman separó sus dedos, volvió a tomar una calada del habano que encendió su punta, y descendió la mano hasta el pequeño y tonificado trasero de Catka. La chica estaba en su punto.
—Tendrás la suerte de ser mi primera esposa, Catka Leva.
Roman no se había casado con nadie porque siempre esperó por una de ellas. Tener a una sirena a su lado en el trono, era suerte segura, y la envidia del rosto del puto planeta. Catka no comentó nada mientras Roman tocaba sus nalgas y palmeaba la mercancía que le pertenecía. Catka había guardado silencio, rezando y esperando, y al mismo tiempo analizando sus palabras.
—Dijiste que mi hermano nos apostó —comentó al final—. Eso no es posible. Mi hermano nos ama, y es un buen hombre.
Roman le sonrió y volvió a mirar los labios que ansiaba devorar.
—Cuestionaré tu comentario, considerando que era un pederasta. Tu hermano tomaba niñas de doce años y las cogía sin el menor pudor. Hay clubes para eso, y aunque no es lo mío, lo era para el querido Oslo —dijo apretando más duro sus nalgas y atrayéndola a su pecho—. Tu hermano era un puto enfermo.
Catka tembló y su respiración se volvió pesada.
—No puedes hablar de él en pasado —dijo Catka tomando algo de valor—. Quiero verlo. Quiero ver a mi hermano.
Roman alzó los dedos donde llevaba el habano, y negó.
—No puedes hablar con tu hermano porque esta muerto —soltó sin darle oportunidad de procesarlo—. Mis hombres le cortaron la garganta porque se opuso a cumplir con la apuesta.
El corazón de Catka se detuvo una décima y sus labios temblaron. Roman sintió como el cuerpo de Catka se estremeció ante la brutal noticia de que él había sido el ejecutador de Oslo.
—¿Mataste a mi hermano? —preguntó ella.
—En efecto, y por eso ahora eres mía, y tu deber es ser mi esposa —dijo antes de palmear una vez más su trasero y apretar su coxis hacia él—. Mis sirvientas te llevarán a tu habitación para que descanses antes de nuestra boda temprano. Eres demasiado hermosa para llorar, tu hermano no valía la pena. Estás mejor conmigo, aunque no te guste. Ahora sube a la habitación, y duerme un poco para que luzcas radiante en unas horas. Y, Catka, no intentes huir, o Veronika recibirá una visita fulminante en el hospital. Los doctores están esforzándose por salvarle la vida.
Catka recuperó un poco de esperanza al saber que Ronnie no había muerto, pero también descubrió que Roman lo manejaba todo a su antojo, y que ellas serían sus marionetas sin Oslo.
—Puedes convertirme en tu esposa, pero jamás te perdonaré la muerte de mi hermano, ni la destrucción de mi familia —dijo Catka con las lágrimas entrando en su boca—. Te odio, Roman.
Roman le rozó la nariz con la suya y le arrojó humo en la boca. Catka sintió el cálido y humeante aliento del hombre en sus labios separados, y la presión de su mano en su coxis mientras le frotaba su erección contra el pequeño pantaloncillo de algodón. La tenía en sus manos. Catka estaba en las desagradables manos de Roman Rodiv, pero también estaba en su jaula de lujos y comodidades.
—No hables tan pronto, pequeña Catka —dijo Roman rozando sus labios con los suyos y apretando su pecho al suyo—. Antes de que acabe el año, te enamorarás tanto de mí, que te enfrentarás a tus hermanas por mí, y serás capaz de detener una bala por mí.
Catka tembló cuando él jugó con su temor, y sonrió sobre sus labios sin llegar a besarla. Roman deslizó su mano pecaminosa hacia el final de sus nalgas y luego sobre su cintura hasta llevarla a su mentón. Si algo tenía Roman, era seguridad, y sin Oslo siendo el tropiezo en su camino, no solo tendría a una, las tendría a las tres.
—Tus hermanas vendrán por ti cuando sepan que estás conmigo, y llegarán a mi puerta pidiendo tu libertad —dijo cuando rozó su mentón con sus dedos—. Para ese entonces, será tu elección marcharte o quedarte conmigo, y sé cuál será.
Catka alzó un poco la cabeza y lo miró a los ojos.
—Eres un monstruo —escupió en su rostro.
Roman deslizó sus dedos y apretó su cuello. Era un caballero paciente, pero no cuando su princesa no se comportaba.
—Ay, querida Catka —dijo sonriendo—. Aun no conoces el monstruo que puedo llegar a ser, pero lo harás.