Han pasado quince años desde el 9-11, aquel día que cambió la historia de los Estados Unidos de América, para siempre.
Nos crían pensando que ir a defender a nuestro país es uno de los mejores actos de amor y patriotismo que podemos realizar, pues la verdad es que en este momento solo me quiero ir por matar la curiosidad de lo que es estar lejos de casa y no estar rodeado de todos los lujos con los que siempre he vivido.
Creo que cuando mi padre me dijo que, si no iba a la empresa y empezaba a trabajar, me debía ir al ejército, esperaba que le contestara que desde el lunes siguiente sería un ejecutivo más, pero se equivocó por completo. Acá estoy despidiéndome de mi madre que está hecha un mar de lágrimas y mi padre con un orgullo que lo hace ver prepotente, aunque en verdad sé que le duele mi elección… pues lo siento, pero creo que es el momento de alejarme y si en algún momento de mi vida decido hacerme cargo de la empresa, sea por decisión propia y no por imposición.
Me enlisté en las filas del ejército con la única experiencia de supervivencia que adquiere uno en los campamentos vacacionales a los que asistí durante toda mi adolescencia, pero, aunque haya sido muy bueno en eso, no significa que ahora vaya a ser buen soldado y es que las circunstancias y situaciones son completamente diferentes.
Salgo de mi casa directo al batallón donde fui citado hoy, me anuncio y me dan ingreso a una sala grande en la que hay muchos hombres y mujeres jóvenes que al igual que yo están esperando “servir” a la patria.
Cuando nos llaman a formar filas, lo hacen como si ya fuéramos soldados hace años, pero realmente la mayoría somos nuevos y solo unos pocos que se identifican por tener el uniforme ya puesto, son los soldados que estaban de permiso y ahora regresan a combate.
Después de estar todos organizados en filas, perfectamente rectos y firmes esperando órdenes, nos llaman para entregarnos nuestra dotación como soldados, maleta, uniformes, bolsa de dormir y uno que otro implemento adicional. Debemos cambiarnos rápidamente e ir directo a los aviones que nos llevarán a nuestro destino, Iraq.
Tras muchas horas de viaje, llegamos a nuestro destino completamente agotados. Volteo a ver las caras de algunos compañeros y desde ya es notorio que están sufriendo. Yo me mantengo callado y un poco alejado de todos, siento la necesidad de observar todo y no gastar energía porque sé que la voy a necesitar.
Nos dividen en escuadras, se presentan los capitanes y nos asignan las diferentes tiendas de campaña y áreas que nos corresponden dentro del campamento. Debemos ir rápidamente a dejar nuestras pertenencias y todo listo, porque en este mismo instante empieza el entrenamiento que será intensivo durante dos meses y después ya saldremos a combate.
El tiempo pasa y poco a poco empiezo a sobresalir con mis habilidades en campo, así que los coroneles y capitanes van posando sus ojos en mí.
Finalmente llega el último día de entrenamiento y ahora sí nos asignan a los diferentes frentes para salir a combate.
Mi primer día saliendo del campamento fue fuerte, porque no estaba acostumbrado a ver tanta frialdad en el ambiente, por donde caminabas se sentía la muerte rondando y el saber que en cualquier momento la tranquilidad se podía desvanecer se helaba la sangre.
Poco a poco uno se acostumbra a esa sensación, porque realmente no es nada comparado con estar en pleno enfrentamiento, escuchando tiros, cargando balas, mirando como loco a todo lado esperando que el enemigo no te vea antes, observando que todos los de tu escuadra estén bien y si alguno llega a salir herido hay que mirar la forma de ayudarlo, pero sin ponerse a uno mismo en riesgo.
Empiezas a visitar compañeros en la enfermería, algunos con una afección leve, otro con unas que demoran un poco más en curar, otros que fallecen por las heridas y los que a mi parecer son los peores, los que quedan amputados o incapacitados de alguna forma para el resto de sus vidas.
Muchos desean salir de acá, pero nunca de esa forma, es preferible morir, aunque el hecho de pensar en el dolor de los familiares que están al otro lado del mundo tan ajenos a lo que realmente sucede acá, es realmente tormentoso.
Después de un año bajo la zozobra constante, a mi escuadrón le corresponde tener su permiso para volver durante un corto tiempo a casa. Dicen que ese tiempo es bueno porque se recargan energías, pero la verdad es que no tengo ganas de ir a casa… no considero que vaya a recargar energías, sino que más bien les transmitiría un poco de esta oscuridad a mis padres, por eso no acepté el permiso.
Ahora estoy prácticamente solo, sin mis compañeros de escuadra. No estoy saliendo a combate porque precisamente no deberíamos estar acá, así que parezco un soldado errante por todo el campamento y ayudo en cualquier cosa que me requieran.
Hoy llega un nuevo grupo de soldados y me delegan ser parte del entrenamiento, así que estoy pendiente del momento en que el avión aterrice en el aeropuerto y después sean trasladados al campamento.
Cuando llega un grupo de aproximadamente veinte personas, me doy cuenta de que son muy jóvenes todos o al menos la mayoría. Uno de los hombres más jóvenes resalta en el grupo y es porque está sonriente, habla con todos… realmente es muy sociable. La verdad no sé qué pensar al respecto, la verdad espero que esa jovialidad no la pierda, hasta me da un poco de envidia.
Después de entregarles su indumentaria, les digo a qué escuadra fueron asignados y que vayan a dejar sus implementos en la tienda de campaña que les corresponde. Después de eso los espero para empezar inmediatamente el entrenamiento.
Todo es la misma rutina que tuve y a la que me acoplé muy bien, así que se me facilita ayudarle al coronel con el entrenamiento. Después de terminar es hora de ir al comedor para la cena.
Estoy sentado en una mesa solo, cuando de repente aquel joven alegre se sienta y me saluda alegra.
— Hola, mucho gusto. Mi nombre es James Stwart— estira la mano a lo que respondo y me apresuro a pasar la comida que tengo en la boca.
— Hola, es un placer. Yo soy Chase Moore— le respondo y tomo un poco de líquido.
Sin darme cuenta estamos sumidos en una conversación amena y hace más de un año no me sentía tan a gusto con alguien. Nos despedimos y quedamos en vernos mañana para continuar el entrenamiento mañana.
Entro a mi tienda de campaña, me dirijo a mi cama y me sorprendo al ver a mi compañero de camarote… ahí está James, recostado sobre la cama sin destender y con una fotografía de su familia en la mano.
— ¡Hola! — le digo al tiempo que con mi mano se pego en el hombro, llamando su atención.
— Jajaja, hola— me responde risueño.
Desde ese momento empieza una amistad entre nosotros, además que quedamos en la misma escuadra.
Debo admitir que al inicio al verlo tan jovial y divertido no le veía gran futuro en el ejército, pero me tuve que tragar mis pensamientos y palabras al verlo sobresalir a mi lado. Ahora yo soy el primero al mando en la escuadra y él es el segundo al mando.