CAPÍTULO DIECINUEVE Ceres despertó como parecía hacerlo siempre ahora, lanzándole agua, tan fría y sucia que la hacía resollar. Sacaba la lengua de forma automática, intentando recoger algo de agua, pues en las mazmorras del castillo no le daban casi nada. —¡Miradla! —dijo alguien por encima de ella—. ¡Es como un animal! —Una cosa asquerosa —se mofó otro—. ¡Vestida con esos retales! Parecía no importarles que había sido Estefanía la que le había cortado el pelo a hachazos y la que había dejado que sus hombres le rasgaran la ropa a Ceres hasta que quedara en unas simples tiras de tela. Allí los esclavos llevaban más. Ceres miró a su alrededor y, cuando vio donde estaba, se puso a temblar. Estaba de nuevo en la arena de entrenamiento de debajo del castillo, la arena que allí había le ra