Ava llevaba los ojos cerrados cuando Liam le preguntó la dirección. Estaba cerca de su zona residencial, así que le señaló el camino. La lluvia no había cesado, así como tampoco la brisa. Ava titiritaba y no sentía sus dedos cuando Liam aparcó en la entrada de su casa. Ava bajó corriendo y se resguardó en el pórtico. No se despidió ni le agradeció, porque cuando le gritaría un gracias, Liam arrancó la motocicleta. Ava quedó con el agradecimiento atorado en la garganta y con una incógnita en la mente. El frío era demasiado, tendría que sumergir su teléfono en arroz y secar su ropa, así que abrió la puerta y entró directo al baño para calentarse con el agua caliente, para posteriormente hacer un té.
Dove también bebía té en su escritorio cuando le dijeron que el pronóstico del clima no mejoraba. Miró por la ventana de su costado derecho y percibió las enormes gotas que impactaban el cristal. Dove, después de varios trabajos que pensó nunca terminarían, finalmente acabó siendo asistente ejecutiva del alcalde. El hombre no era tan tierno como hacía ver cuando se presentaba ante el público, pero no era narcisista ni petulante como los anteriores, ni intentaba propasarse con ella. Era un buen trabajo, aunque bastante agobiante con los ciudadanos que no hacían más que protestar por la ausencia de ayudas financieras, por negarle una cita con el alcalde o solo porque estaban de mal humor y necesitaban desahogarse con alguien más. A rasgos generales no era un mal trabajo, menos en días de tormenta.
—¿Tengo alguna cita para esta tarde? —preguntó el alcalde por el comunicador cuando irrumpió los pensamientos de Dove.
—No, señor —respondió ella con la mirada en la agenda junto al teléfono—. Todas las personas cancelaron por mal clima.
Para el alcalde era mejor no tener citas el resto de la semana, pero sabía que era imposible. Podía fingir un resfriado, sin embargo, respiró profundo, lanzó los lentes sobre el escritorio, aflojó la corbata y movió el cuello. Era un hombre de cuarenta y cinco años, dos amantes, tres perros y un apartamento estilo pent-house al sur, cercano a la costa. Era un hombre sensual si lo veían fuera de la oficina, pero a Dove le parecía irrelevante en ese aspecto, aunque sí aceptaba que era un hombre agraciado.
—Perfecto. Tendremos la tarde libre —le comunicó al inclinarse sobre el teléfono—. Puedes irte a casa, Dove, si el clima te deja.
Dove le agradeció y terminó su té. Cuando regresó de dejar la taza en su lugar, tenía un mensaje entrante de una de sus amigas. Dove acercó el teléfono y leyó: “¿Salida el fin semana?”. El mensaje era de Quiana, una de las amigas de la universidad. Dove tecleó una respuesta y presionó enviar. “Ni se te ocurra. Verte dos veces borracha el último mes es suficiente”. Quiana, quien se pintaba las uñas con una mano y le hablaba al teléfono para transcribir, se sintió insultada por Dove. Quiana le habló de nuevo al teléfono y Dove leyó el mensaje al sujetar su bolso. “Anímate, será divertido. Iremos a ese club de bomberos solteros al final de la carretera”.
Dove, sin darle mayor importancia al clima, sujetó el bolso, guardó el teléfono y corrió hasta la camioneta en el estacionamiento. No se empapó como su hija, pero de su ropa brotó el aroma del perfume. Encendió el motor y salió del estacionamiento. Quiana, quien esperaba una respuesta, la llamó y pulsó el altavoz. Sin necesidad de mirar la pantalla, Dove supo que era ella. Al detenerse en el semáforo, colocó el teléfono sobre al asiento y activó el altavoz. La chillona voz de Quiana llenó el auto, y aunque el impacto de la lluvia era fuerte, su voz lo era más.
—No será divertido —replicó Dove.
—Por supuesto que sí —chilló de regreso—. Una noche de chicas, muchas margaritas, hombres sexys y quizás algo más.
El padre de Ava murió más de diez años atrás, sin embargo, Dove permitió que el trabajo consumiera todo su tiempo. Entre las tareas de la casa, el cuidado de su hija y cada trabajo por el que pasó en esa década, no hicieron más que encasillarla en la caja de la madre soltera que no conocía la diversión. Sus amigas eran solteras igual que ella, sin hijos por decisión propia, con trabajos exitosos y viajes de negocios al exterior. Por un tiempo se consideró la amiga poco importante del trío, pero ellas no la veían así. Era parte importante, además era experta preparando margaritas caseras. Cada una tenía un papel en la amistad, y el de Dove era el de ser la segunda madre de todas, y eso incluía impedirles fugarse con hombres desconocidos cuando salían.
—Tienes que salir con nosotras —agregó Quiana al soplar el esmalte fresco—. No será lo mismo sin ti.
Más allá de ser una frase que se usaba con frecuencia para lograr que las personas hicieran lo que ellos demandaban, era un peso que Dove no quería llevar sobre sus hombros. Desconocía lo que haría el fin de semana, así que le dijo que lo pensaría. Quiana conocía el significado de “lo pensaré”, pero eso no le impidió ser positiva, diciéndole que era suficiente por ahora. Y como la conversación solo sería sobre la salida del fin de semana, Dove colgó al aparcar en el garaje de su casa. De nuevo volvió a mojarse al correr a la puerta. Se sacudió el saco, colgó el abrigo y se quitó los zapatos sobre la alfombra. La casa estaba cálida y encontró a Dove sentada frente al televisor con un bol de palomitas. Dove caminó, y al cruzar por la cocina, vio el teléfono de Ava en arroz. Sin pensar algo que quizá no fuese la verdad, eligió preguntar
—Hola, preciosa —saludó a Ava—. ¿Qué sucedió?
Ava masticó las palomitas y pausó la película.
—Llamé una grúa para que remolcara mi auto.
Al quitarse el saco y los zapatos, Dove se sentó a su lado en el sofá para conocer los detalles. Ava le contó que el auto quedó a varios kilómetros de casa y que tuvo que llamar a Jacob, el muchacho que siempre arreglaba su auto, para que fuera por él. Aun bajo la lluvia, el muchacho fue por el auto. Era el doble del costo cuando los autos quedaban varados por mal tiempo, pero Ava no dejaría el jeep en medio de la carretera pudiendo pagar. Además, la simple idea de tomar el autobús era inimaginable.
—Tu teléfono esta en arroz. —Señaló la cocina con la izquierda y comió palomitas con la derecha—. ¿Cómo regresaste?
Ava pensó cómo le diría a Dove que un extraño la llevó a casa. Dove conocía a todas sus amigas, y ella era la única con un auto, por lo que mentir no ayudaría. Desde que llegó a casa lo pensó, pero el momento fue peor de lo que imaginó cuando le dijo que alguien aparcó una Harley Davidson junto a su jeep.
—¿Cómo que un motorizado te trajo? —indagó Dove.
Ava tragó las palomitas.
—Era un muchacho —respondió Ava—. No sé más.
Dove, teniendo la mano dentro del bol, la sacó de la impresión. Su hija no era una de esas chicas que subía a autos de desconocidos, pero cuando Ava le contó que la llevó en motocicleta, su impresión fue el triple. No solo se trataba de irse con un extraño, sino que fue en uno de esos transportes mortales.
—Ava Price —dijo su nombre con énfasis, levemente enojada por lo que hizo—. ¿Qué hemos hablado sobre los extraños?
—Que pueden sacarme los órganos, pero tranquila, mamá, los tengo en su lugar —replicó Ava—. Fue amable. Es todo.
Dove le subió la barbilla con el índice, haciéndola mirarla.
—De buenas intenciones esta repleto el camino al infierno —susurró enfatizando que, lo que hizo, no era algo bueno. Pudo terminar mal—. Prométeme que no volverás a hacerlo.
Ava no necesitaba prometerlo. No era una niña que engatusaban con dulces para subir a una camioneta, ni tan tonta como para subir con cualquiera a su auto. Fue algo que no planeaba que sucediera, y que terminó siendo su única salvación. Ava desconocía lo que sucedería con ella si se quedaba allí. No tenía cómo comunicarse y nadie la salvaría. En parte estaba agradecida con el chico al que no le vio el rostro, pero lo que más le intimidaba era que él no le habló, no se quedó ni le dio su nombre. Ava elevó el rostro y le dijo a su mamá que estaría bien.
—Fue una emergencia —pronunció—. No estoy loca, mamá.
Dove, al sentir que perdía la confianza de su hija, le abrió una fisura para la duda, donde le preguntó qué sabía del muchacho. Ava no tenía nada qué decir. No le diría que fue alguien que apenas conoció en la escuela, que no le vio el rostro y que después de ese momento conocía donde vivía. Menos aún le contaría los rumores que había de él, ni que era una mala persona ante los demás. Mientras menos le contara, mejor quedaría el extraño.
—Que no se repita, Ava —ordenó Dove al colocarse de pie—. Eres importante para mí, y me dolería muchísimo perderte.
Dove no se sentía decepcionada. El sentimiento que experimentaba era de una madre preocupada que no hizo más que aumentar cuando el día siguiente pasaron por Arizona a casa. La chica, quien estaba acostumbrada a ver el jeep rojo de Ava aparcar al otro lado de la acera, frunció el ceño a medida que caminaba a la camioneta de Dove. Ava no quería que su madre la llevara, no era una niña, pero sin auto y sin deseos de ir en autobús, tendría que hacer lo que su madre demandara.
—¿Y tu auto, nena? —le preguntó a Ava—. ¿Dónde esta?
—En el mecánico —respondió Ava—. Sube, se hace tarde.
Arizona saludó a Dove y ella le preguntó por su madre. La madre de Arizona era una de las mujeres más proactivas de la comunidad al recaudar fondos para causas benéficas, así que en ese momento se encontraba de viaje a Haití por ayuda humanitaria. Arizona pasaba la mayor parte del tiempo sola, lo que para Dove era peligroso, pero la chica sabía cuidarse.
—Tienes que contármelo todo —articuló Arizona al colocarse en medio de los asientos—. Te estuve llamando. No respondiste.
Ava giró el cuello para hacerle una seña con los ojos.
—Mi teléfono sigue en arroz —le comentó lento.
Arizona, al intuir que había algo que Ava le contaría después, no le prestó mayor atención y se recostó en el asiento con su teléfono en la mano. Todo el trayecto estuvo en silencio, hasta que Dove aparcó en la entrada de la escuela. Arizona le agradeció el viaje y Ava le sonrió. No estaba enojada de que se preocupara por ella, sino que no le daba el beneficio de la duda de que tomaba buenas decisiones. En sus diecisiete años, era la primera vez que subía con un extraño y no resultó mal. ¿Que fue peligroso? Por supuesto, pero era algo que literalmente la salvó de morir en la carretera.
—Ten un buen día. —Dove le besó la mejilla—. Te amo.
Ava le respondió que también la amaba, antes de arrojar la puerta y caminar lado a lado de Arizona, mientras veían a los estudiantes arribar al interior. Arizona no tardó en preguntarle lo que sucedía, pero cuando la campana sonó, se despidieron para ir a clase. La primera clase era de matemáticas. Ava estaba sentada en la segunda fila con el lápiz rayando el borde de su hoja, cuando percibió a una persona vestida de n***o caminar a un lado del salón. Lo vio de reojo, pero volvió a visualizar el cuervo. Y subiendo la mano para ir al baño, sin siquiera pensarlo, Ava salió al pasillo para hablar con él. Fue un jodido impulso que tal vez le costaría un castigo, pero que era necesario después de ese día.
Trotó sobre el pasillo principal hasta la puerta que daba al jardín trasero. Los rayos del sol golpearon sus ojos. Y tras pestañear varias veces, logró ver que alguien cruzaba hacia el campo. Ava corrió, esa vez con mayor velocidad. No le importó ganarse un castigo o que llamaran a su madre. Era imperativo conocer al joven. Liam caminaba hacia el campo de futbol para fumar, cuando sintió que alguien se acercaba. Vivir tanto tiempo en un barrio, le daba cierta ventaja en una pelea, por lo que apretó un puño, listo si alguien lo empujaba o intentaba algo más.
—¡Oye! —gritó Ava—. ¡Chico del cuervo!
Liam, quien al escuchar que era la voz de una chica, y no de cualquier chica, detuvo sus pasos y relajó la mano. No esperaba encontrarse con la dueña el jeep dañado, ni la que llevó a casa.
—Qué original —replicó Liam aun de espaldas.
Ava respiró profundo. El cardio de correr la dejó agitada, ahogada, casi al borde de pedir agua. Estaba acostumbrada a rutinas de porrista, pero llevaba un año sin pertenecer a ellas. Ava, mirando el mismo cuervo en su espalda, observó el cabello ondulado y azabache, al igual que la altura promedio del chico.
—No sé tu nombre —farfulló Ava entrecortada.
—Ni yo el tuyo —dijo Liam al girar.
Ava tragó cuando vio los ojos grises del muchacho, la mandíbula cuadrada, una escasa barba y una camisa azul claro. Sus rasgos faciales eran duros, completamente diferentes a los de ella, quien compartía los ojos verdes de su madre, su cabello era castaño claro, similar al color de la miel, labios gruesos y pómulos alzados. Era hermosa, pero impetuosa como las otras. Liam la escaneó, incluyendo la chaqueta de porristas que llevaba.
—Te veías mejor mojada —replicó el muchacho.
Ava, sin darle importancia, se acercó dos pasos más a él. Ella fue capitana de las porristas dos años atrás y era una de las chicas más deseadas de la escuela. Que no ostentara el mismo trofeo de ser porrista, no significaba que no tuviera el poder de antes.
—Solo quería agradecerte por llevarme a casa —articuló Ava al colocar el cabello detrás de sus orejas—. Fue un lindo gesto.
Liam sonrió ladeado, sus dientes apenas perceptibles.
—No hago lindos gestos —replicó al acercarse la misma cantidad de pasos que Ava—. Fue un favor que me pagarás pronto.
El aroma del perfume almizclado de Ava se confundía con el aroma a nicotina de Liam. Ella supo que él fumaba por el anillo de fumador que llevaba en su índice. Era un dragón plateado. Y aunque la porrista sería una buena conquista, Liam no planeaba acostarse con ninguna chica en mucho tiempo. Solo quería irse de casa de su madre y vivir la vida que deseó. Lo demás era irrelevante, y no lo cambiaría por una chica con ojos gatunos.
—Adiós, gatita —dijo al retroceder y continuar su camino.
Ava no quedó impresionada con él. El novio de Arizona era más fornido y sexy, pero había algo en la mirada de Liam que le agradó, aunque sus modales eran neandertales. Ava lo observó marcharse y perderse de vista, por lo que regresó a clase. El resto de la mañana no hizo más pensar en eso, y cuando se reunió con Arizona en el almuerzo, le contó bajo para que el resto no escuchara. Arizona estaba sorprendida de la Ava que subía con extraños y se escapaba de clase para perseguirlo. Si le colocaban un filtro de película de terror, sería una versión actualizada de cualquier película donde perseguían fantasmas asesinos.
—Evolet estará enojada —comentó Arizona al final.
Evolet hablaba con Novalee sobre un par de apuntes.
—Ese es el menor de mis problemas —susurró Ava.
El verdadero problema era que por más peligroso que todo el mundo pensaba que era, ella no lo veía como un peligro. El muchacho no era una mala persona, o de lo contrario habría abusado de ella cuando la llevó a casa. Era evidente que en la escuela hablarían mal de todos los que pudieran, y el chico nuevo era como un jugoso bistec puesto a la parrilla para devorarlo. Ava no dudaba que pudiera hacer cosas malas, en primera instancia no entraba a clases, pero que fuese un criminal era poco creíble.
Cuando les entregaron la comida, Arizona se inclinó sobre la oreja de Ava para preguntarle el nombre del chico misterioso. Ava supuso que él se lo diría, pero al parecer los nombres no era algo importante para él, aunque para ella fuese clave para descubrirlo. Con un nombre podría saber si era verdad todo lo que decían de él, así como buscarlo en f*******: o alguna red social.
—No conozco su nombre —respondió Ava al girar el cuello para mirarla y así enfatizar que ella era más fuerte—, pero lo sabré.
Encontrar un nombre podría ser una ardua tarea, pero no para una persona que ganó debates estudiantiles, que peleaba con su papá a los seis años por los juguetes y que no dejó que su madre le impusiera más normas de las existentes. Conocer el nombre del muchacho que la llevó a casa no sería difícil, siempre que él no se resistiera. El problema era que Liam no era lo que ella imaginaba, y aunque Ava tenía fe, Liam no solo era un criminal; era una persona que no deseaba dejar esa vida, ni siquiera por su familia.