Lena
Los gritos de los hombres, furiosos y amenazantes, se mezclaban con los sonidos nocturnos de la ciudad, creando una cacofonía que pulsaba con la urgencia de mi huida.
Corría por las calles de la ciudad, mi respiración entrecortada resonaba en mis oídos tan fuerte como los latidos de mi corazón.
La multitud, ajena a la persecución que se desarrollaba a su alrededor, se convertía en un obstáculo más que debía esquivar, cada persona era un potencial impedimento para mi escape.
—¡No la dejen escapar! —escuché a uno de ellos gritar, su voz cortando el aire como una hoja afilada. El sonido de sus pasos indicaba que estaban cerca de mí.
Giré en una esquina, mis botas golpeando el pavimento, y me lancé por un estrecho pasillo entre edificios, esperando que la estrechez del espacio me diera ventaja. Mis manos rozaban las paredes frías y húmedas mientras me apresuraba, tratando de poner tanta distancia como fuera posible entre mis perseguidores y yo.
La magia que siempre había sentido correr por mis venas se agitaba ahora, pidiendo ser utilizada. Sin embargo, sabía que cualquier muestra en público podría traer consecuencias aún peores que ser capturada por estos hombres.
A pesar del peligro, mi mente comenzó a trabajar frenéticamente en busca de una solución que no revelara mi verdadera naturaleza.
Entonces, casi sin pensarlo, alcé mi mano hacia un montón de cajas y basura al final del pasillo y murmuré unas palabras suaves, concentrándome en el movimiento más que en la magia misma.
Las cajas se tambalearon y cayeron, creando una barricada improvisada. No detendría a mis perseguidores por mucho tiempo, pero cada segundo contaba.
Salí del pasillo a otra calle menos concurrida, y continué corriendo, buscando cualquier indicio de refugio o escondite. Las luces de neón parpadeaban por encima, distorsionadas por las lágrimas que amenazaban con escapar debido al viento frío que azotaba mi rostro.
No podía volver al convento, no tenía a dónde ir, pero no podía permitirme pensar en eso ahora. Todo lo que importaba era el momento presente, la necesidad de escapar, de sobrevivir.
La adrenalina corría por mis venas mientras avanzaba hacia el muro que marcaba el límite del parque.
No tenía tiempo de dudar; mi libertad, tal vez incluso mi vida, dependía de lo que hiciera en los próximos segundos. Tomé distancia, mi mente calculando instintivamente cuánto impulso necesitaría.
Luego, con toda la fuerza que pude reunir, corrí hacia adelante y salté.
El esfuerzo para subirme al muro fue titánico. Mis manos buscaron desesperadamente algo a lo que aferrarse, encontrando finalmente una aspereza en la piedra que me permitió tirar de mí misma hacia arriba.
Por un momento, temí no lograrlo, que mis perseguidores me alcanzarían antes de que pudiera superar este obstáculo. Pero entonces, con un último empujón, logré pasar al otro lado.
Caí entre unos arbustos de flores, el impacto amortiguado por su densidad.
Por un instante, el mundo se detuvo, y todo lo que pude hacer fue jadear, tratando de recuperar el aliento.
Las flores, extrañamente perfectas y bien cuidadas, me rodeaban, sus aromas mezclándose con el polvo y el sudor de la huida. Me quedé inmóvil, temiendo que el menor movimiento pudiera delatarme, aunque no escuchaba más que el latir de mi propio corazón.
Finalmente, cuando me sentí lo suficientemente recuperada, me levanté con cuidado, sacudiendo los pétalos y las hojas de mi ropa.
Miré a mi alrededor, tratando de orientarme.
Estaba en el parque, un oasis de calma que contrastaba drásticamente con el caos de las calles de la ciudad de donde venía.
No era un simple parque; algo en el aire, una cierta vibración, me decía que había cruzado a un lugar que iba más allá de lo ordinario.
Me giré para ver el muro que acababa de escalar, imponente y claramente diseñado para mantener fuera a los no deseados. O, en mi caso, para mantenerme adentro.
Por un momento me pregunté si debería intentar volver, escondiéndome de lo que me esperaba al otro lado, recuperar mis cosas y marcharme lejos. Pero algo dentro de mí, una curiosidad insaciable mezclada con la desesperación de mi situación, me impulsó a adentrarme más en el parque.
El silencio del lugar se rompió con el sollozo ahogado de alguien que estaba cerca, una melodía triste que parecía desgarrar el velo de la noche.
Avancé con cautela, cada paso amortiguado por el musgo que cubría el suelo, hasta que la vi: una chica diminuta, su figura encogida casi se perdía entre las sombras, agazapada contra el tronco de un árbol viejo, llorando con una desesperación que resonaba en lo más profundo de mi alma.
Aparentemente, era de mi edad, pero había una energía en su aura que contradecía su juventud.
—Oye, ¿estás bien? —Le pregunté, mi voz tiñéndose de una suave preocupación mientras extendía una mano temblorosa hacia ella, intentando atravesar la barrera invisible de su dolor.
—¡Suéltame! —gritó con un estallido de energía, lanzándose hacia mí en un intento frenético de ataque.
Sus manos agarraron mis hombros con fuerza, y tuve que retroceder unos pasos para mantener el equilibrio. Me sorprendió su reacción agresiva y desesperada.
—¡Tranquila! No quiero hacerte daño, solo quiero ayudarte —protesté, tratando de contenerla sin lastimarla.
Ella luchaba como un animal acorralado, sus ojos destellaban con una mezcla de miedo y rabia. Pude sentir su corazón latiendo violentamente contra el mío mientras forcejeábamos en el claro oscuro del bosque.
—¡Déjame sola! —gritó de nuevo, empujándome con todas sus fuerzas.
Con un movimiento brusco, logré apartarme lo suficiente para esquivar su embestida. Mis manos se elevaron en un gesto de rendición, tratando de calmarla con palabras tranquilizadoras.
—Está bien, no te haré nada. Solo necesito que me expliques qué sucede, ¿vale?
Pero en el momento en que nuestros ojos se encontraron, algo parecido al reconocimiento cruzó por los suyos, transformando su miedo en confusión.
—No eres uno de ellos, —susurró con una voz tan baja que se perdía entre el susurro de las hojas, cargada de un miedo apenas contenido.
—¿Qué...? —Intenté formular una pregunta, pero antes de que pudiera encontrar las palabras, ella me tomó por los hombros, su rostro una máscara de horror y urgencia.
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo...? —Sus preguntas se sucedían sin pausa, un torrente de palabras que no esperaban respuesta. —Quiero salir, no quiero seguir aquí, —confesó con un hilo de voz, sus ojos buscando los míos, implorando una escapatoria que yo no sabía si podía ofrecer.