Charlas, dudas y más (2da. Parte)

2229 Words
Dos días después Tarfaya, Marruecos Mehmet Los expertos aseguran que desde el primer aliento ya estamos enviando señales al mundo: un llanto que pide calor, una mirada que busca consuelo, un gesto que intenta comprender. Para muchos, hablar no es más que un acto instintivo, casi automático, como si no tuviera mayor dificultad. Basta con abrir la boca y emitir palabras para conectar con quienes nos rodean. Pero ese hecho no es del todo verdad, porque lo que realmente resulta difícil es expresar lo que sentimos, lo que está dentro de nuestro corazón. Lo cierto es que vivimos a medias tintas, murmurando las palabras, no significa que seamos incapaces de expresar nuestras emociones más profundas, pero nos asustar desnudar nuestra alma, poner en palabras lo que tenemos guardado en el corazón. Soy el vivo ejemplo de esta contradicción. A pesar de ser un hombre versátil y exitoso en los negocios, de pasar mis días rodeado de reuniones y negociaciones, siempre enfrentando desafíos y tomando decisiones, hay un área de mi vida donde me siento vulnerable, expuesto, incapaz de encontrar las palabras adecuadas para sincerarme, sobre todo con las mujeres. Es cierto que tuve algunas aventuras, pero se limitaban a lo físico, no dejé que nadie se acerque demasiado, no le veía sentido. Sin embargo, me casé, encontré una mujer que sujeta mi mano, con quien debí haberme sacado la armadura que traía puesta. Fatma es mi esposa, una desconocida que conoce todo de mí, y supongo que por ese motivo estaba nervioso. Con ella no servían mis técnicas de seductor, mi manía por coquetear, con ella estaba caminando a la ciega esperando que sus ojos puedan darme un indicio para saber que no estaba metiendo la pata con la propuesta del viaje. Sobre todo, había una necesidad por conocerla, por crear un vínculo, no era obligación, tampoco la excusa de recuperar la memoria, más bien era curiosidad y algo más que sigo dándole nombre. Sí, lo reconozco, ella me gusta mucho, muchísimo, es normal porque es muy hermosa, su mirada me desarma de una manera irracional y me tiene el corazón bombeado a toda máquina con su proximidad. A todo esto, no sé si hablé de más o si fue un reflejo de lo que realmente me está sucediendo con ella. Sin darme cuenta, en un intento desesperado por aliviar la tensión que se ha instalado entre nosotros, señalé que tendríamos una cita especial, dejando entrever que quería sexo. Pero esa no era mi intención. Lo que de verdad deseaba era conocernos mejor, crear un vínculo genuino, incluso volver a enamorarme de ella. Sin embargo, la situación se me escapó de las manos y terminé poniéndome nervioso, sin saber cómo comportarme. Para empeorar las cosas, Fatma utilizó mi salud como pretexto para no viajar a Tarfaya, como si quisiera escapar de mí, como si prefería mantenerse a distancia. Quizás estoy equivocado y su respuesta fue simplemente una muestra de preocupación después del accidente que sufrí, pero algo en su mirada me desconcierta. Esos ojos, que aún no logro descifrar, me dejan lleno de dudas. Y para colmo, las conversaciones con mi madre solo han añadido más confusión. Ayer, por ejemplo, cuando por fin me dieron el alta en el hospital, noté que mamá estaba extraña. Mientras recogía mis pocas pertenencias, no dejaba de mirar la puerta cada dos segundos, como si estuviera esperando a alguien o temiendo que alguien entrara. Yo, por otro lado, intentaba prestar atención a las indicaciones del doctor sobre los cuidados que debía seguir, aunque me estaba volviendo loco con cada gesto de ella. Cuando finalmente estuvimos solos, no pude evitar preguntarle directamente. –Mamá, ¿te preocupa algo? ¿Por qué tienes esa cara? –pregunté, lleno de curiosidad, levantando una ceja al ver su expresión de aparente inocencia. –¿Qué? No tengo nada, son ideas tuyas. Mejor déjame terminar de guardar tus cosas– respondió, fingiendo que todo estaba bien. Pero yo no le creí. Entrecerré los ojos y torcí la boca, decidido a no dejar el tema. –No son ideas mías, estás preocupada. Pero no debes estarlo, voy a estar bien bajo los cuidados de Fatma– dije con un tono firme, que se fue suavizando a medida que hablaba de mi esposa. –Ella parece muy centrada, prudente… una mujer especial y muy hermosa. Mucho– continué, suspirando como un adolescente enamorado. Sentí su mirada fija en mí, y luego, finalmente, esbozó una sonrisa genuina. –Creo que ese viaje será magia para ustedes, les hará bien la convivencia. De hecho, te veo muy entusiasmado, pero recuerda que es tu esposa, no una conquista más. Ojito, no te apresures con Fatma– me aconsejó con una voz que no ocultaba su inquietud. Al escucharla, arrugué el ceño, sintiendo que algo no cuadraba. ¿Qué quiso decir realmente? ¿Por qué esa advertencia? Fatma no es como las otras mujeres que he conocido, y lo sé bien. Pero hay algo en las palabras de mi madre que me dejó intranquilo, como si hubiera una verdad escondida entre líneas, algo que aún no alcanzo a comprender. En definitiva, vuelvo a mirar por la ventanilla del auto, esperando que el paisaje despierte algún recuerdo de mi vida con Fatma, algo que me conecte con ella. Pero todo es inútil. Es como si mi mente hubiera borrado cada fragmento de nuestra historia juntos. Las pocas imágenes que aparecen son de mi juventud, de mis padres, recuerdos distantes que no tienen nada que ver con la mujer que ahora está sentada a mi lado. La frustración me consume, y el silencio que nos envuelve se vuelve insoportable. De repente, su voz rompe ese silencio como un cristal haciéndose añicos. –Mehmet, ya estamos por llegar a la casa. ¿Te sientes bien? ¿Recordaste alguna cosa? –Fatma me pregunta con curiosidad, sus palabras cargadas de una mezcla de preocupación y expectativa. Busco en la profundidad de sus ojos alguna señal, algo que me ofrezca consuelo o claridad, y le respondo con una sonrisa que intento hacer sincera, aunque por dentro me siento perdido. –Solo observaba el paisaje, pero no recordé nada. Quizás con los días, con lo que me cuentes de nuestra luna de miel, de lo que hacíamos… a lo mejor reviviendo esa etapa– digo con una voz que pretende ser afable. Veo cómo sus ojos se abren un poco más, y la sonrisa que me ofrece es claramente forzada, una señal inequívoca de que he vuelto a decir algo que no debía. ¡Diablos! Lo hice de nuevo. Volví a meter la pata, y el peso de mi error me aplasta el pecho. ¿Cómo es posible que no pueda encontrar las palabras correctas? Debería haber un manual para interactuar con ella, una guía que me impidiera cometer estos errores tan estúpidos. Porque si sigo así, voy a terminar destruyendo cualquier posibilidad de recuperar nuestro matrimonio. –¡Llegamos! Lo siento, la costumbre. Le diré al chofer que te ayude a bajar del auto– anuncia Fatma, ya con la mano en la puerta, como si necesitara escapar de este momento tan incómodo. Pero no quiero que se vaya todavía. La detengo, sujetando su brazo con delicadeza, intentando que no sienta la desesperación que me consume. –No hace falta, puedo bajar solo, no soy un inválido– replico, pero el malestar en mi tono es evidente. Sus ojos me lanzan una mirada de reproche, y de inmediato me doy cuenta de que he vuelto a equivocarme. Su expresión me hace retroceder, y aunque mi orgullo se resiste, sé que no tengo más opción. –Aceptaré la ayuda del chofer– accedo, mordiéndome la lengua, sintiendo que he perdido otra batalla. Unas horas más tarde… Debió ser el destino ayudándome, porque la idea de tener un enfermero no me agradaba. Aunque su presencia sería temporal, el sujeto tuvo un imprevisto, dejándome libre para aprovechar las ventajas de estar “incapacitado”. No finjo, pero utilizo cada recurso a mi disposición para acercarme a Fatma, buscando cualquier oportunidad para reducir la distancia que siento entre nosotros. Como ahora, cuando, después de cenar, intento levantarme por mis propios medios, a pesar de que mi cuerpo todavía siente las secuelas del accidente. –Mehmet, no deberías hacer ningún esfuerzo. No es prudente– me reprende Fatma, su voz firme y preocupada. Se levanta de un brinco y, en un movimiento rápido y decidido, cierra la poca distancia que queda entre nosotros. Su mano se desliza con naturalidad por mi cintura, un gesto que debería ser rutinario, pero que para mí se siente cargado de intimidad. El toque de sus dedos, ligeros pero seguros, envía una corriente de electricidad por mi espalda, y mi respiración se vuelve más pesada. Su perfume, sutil pero inconfundible, me envuelve, invadiendo mis sentidos. Cada inhalación es una mezcla de tormento y deleite, y siento cómo mi corazón comienza a latir erráticamente, como si intentara sincronizarse con el ritmo apresurado de mi mente. Nuestros ojos se cruzan, y por un instante, el tiempo parece detenerse. La intensidad de su mirada me deja aturdido, vulnerable, como si estuviera expuesto a una fuerza invisible que no puedo resistir. Me siento pequeño, indefenso, como si estuviera a merced de algo que no puedo controlar. No sé qué decir, no sé cómo actuar. Solo sé que su cercanía me afecta de una manera que me deja desarmado. –Vamos a la habitación para que descanses, por hoy hiciste suficiente esfuerzo– dice Fatma con una voz que, aunque afable, no deja lugar a discusión. Asiento con la cabeza, sintiéndome como un buen paciente obedeciendo las órdenes de su cuidador. Al parecer, estar incapacitado tiene sus ventajas; sus cuidados son una de ellas. Sin embargo, también me hace sentir como un adolescente torpe delante de la chica que me gusta, luchando por mantener la compostura. Las cosas deberían ser más fáciles con ella, es mi esposa, después de todo. Pero todo parece ir en la dirección contraria, y las palabras de mi madre resuenan en mi cabeza: “No te apresures con Fatma”. Siento que estoy caminando por un campo minado, donde cada paso en falso podría alejarnos más. Al llegar a la habitación, Fatma se adelanta para abrir la puerta. Su mirada se encuentra brevemente con la mía, y en esos segundos, trato de leer lo que hay detrás de sus ojos, pero es como intentar descifrar un enigma. Me guía hasta la cama, sus movimientos son fluidos, casi como si estuviera siguiendo una coreografía ensayada. Mientras me siento en el borde del colchón, ella se inclina hacia mí, sus manos trabajando con destreza para quitarme los zapatos. Cada toque suyo es un recordatorio de lo ridículo que me siento, como un niño que necesita ser cuidado. –Deberías descansar, Mehmet– exclama Fatma, su voz suave, pero firme, casi como si fuera una orden disfrazada de sugerencia. La forma en que pronuncia mi nombre, con ese tono dulce pero determinado, me desarma aún más. Ella se endereza y se queda de pie frente a mí, observándome con una expresión que no puedo descifrar del todo. Sus ojos, normalmente oscuros y misteriosos, ahora parecen reflejar una preocupación que me desconcierta. ¿Es por mí? ¿Por nosotros? ¿O por algo más que no alcanzo a entender? –Fatma… –comienzo a decir, pero las palabras se atascan en mi garganta. Siento una presión en el pecho, una necesidad urgente de decirle algo, pero no sé qué. ¿Cómo puedo expresar lo que siento sin sonar como un completo idiota? ¿Cómo comportarme con ella cuando todo en mí grita por acercarme, por romper la barrera invisible que nos separa? Ella espera, sus ojos fijos en los míos, como si supiera que estoy luchando por encontrar las palabras adecuadas. Finalmente, opto por la verdad, aunque sea torpe y vacilante. –Gracias por cuidarme. Sé que esto no es fácil para ti… para nosotros– admito, mi voz temblando ligeramente. Me siento vulnerable, expuesto, pero también aliviado de haber dicho algo que no se siente como una mentira. Fatma inclina la cabeza, su expresión suavizándose un poco. Hay un destello de algo en sus ojos, tal vez ternura, o tal vez simple cansancio. Sea lo que sea, me aferro a ello como a un salvavidas. –No tienes que agradecerme, Mehmet. Somos… esposos– responde con un tono que vacila por un segundo, como si ella misma estuviera tratando de convencerse de esa palabra. Hace una pausa, como si estuviera eligiendo las palabras adecuadas. –Ahora lo importante es que vuelvas a ser el mismo de siempre, que recuperes la memoria– añade con una sonrisa afable, que parece una obligación o cortesía. –Fatma, no quiero que esto sea solo una obligación para ti– sentencio, mi voz baja, casi un susurro. –Más bien, quiero que me des una oportunidad para enamorarme de ti, para sentir que soy el dueño de tu corazón. Quiero que tengamos miles de citas, que hablemos hasta el amanecer, que seamos más que solo esposos. Para empezar… ¿no te parece que podríamos ocupar la misma habitación? –hablo con sinceridad prendido en la oscuridad de sus ojos, pero este silencio eterno me confundo y me deja sumergido en un mar de dudas.
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