Las manos de Zayed se resbalaban de la cuerda. Su respiración se entrecortaba y sus brazos punzaban de dolor. ¿Cómo imaginó que subiría la pared de su amada sin saber escalar? Sus manos resbalosas lo deslizaban de una soga tradicional. Sus piernas se entumecieron mientras con sus fuertes brazos buscaba la manera de llegar a la cúspide. Era imperativo que ese hombre se abriera paso entre los guardias, el calor de las máquinas de café y los escritorios envejecidos, para alcanzar a una preciosa mujer de cabello castaño y con los ojos más bellos del planeta. Un empujón más lo acercó a su destino. Las paredes de la oficina principal de la élite de Sudán eran altas, cenizosas, sin ventanas. El calor dentro del edificio sofocaba hasta los tuétanos, y el sudor bajaba por las columnas más rápido