“El carácter es aquello que revela la finalidad moral, pone de manifiesto la clase de cosas que un hombre prefiere o evita.”
Aristóteles.
Habían transcurrido varios días desde la última vez que vio a Salomé, su mente divagó en varias posibilidades, quizá gracias a la condición impuesta por Kinston ella decidió no continuar, tal vez le pasó algo malo. Eso mantenía sumida en un pensamiento constante a Dafne. Siguió revolviendo la carne mechada con una paleta de madera mientras consideraba en medio de una inconsciente sonrisa lo bien que se llevaba con los demás empleados, desde el vigilante, los mesoneros y hasta sus ayudantes de cocina, para ella eran como amigos, una familia excluyendo al viejo energúmeno, dueño del restaurante.
Lo mucho que ella se preocupaba por ellos la hacía sentir satisfecha con sigo misma, era una gran habilidad personal tener empatía hacia los demás y un fuerte sentido de solidaridad.
Mientras ella depositaba condimentos en las debidas preparaciones, la puerta de entrada de mesoneros se abrió con diligencia, razón por la cual Dafne rodó la mirada para vez de quién se trataba.
—Señorita Stocceli —saludó Kinston ataviado con jeans, camisa manga larga bajo un saco y una sonrisa hipócrita dibujada en su rostro—. ¿Está todo bajo control?
La joven mujer miró durante una fracción de segundo el ambiente fuera de la cocina que se divisaba a través del cristal ahumado que hacía de pared divisoria con la sala en la cual ante sus mesas esperaban los clientes del restaurante.
Devolvió la vista a su jefe, girando un poco sobre sus talones para quedar de frente a él.
—Buen día, señor Kinston —fingió respeto también por pura formalidad—. Todo bajo control —afirmó como respuesta—. ¿Se le ofrece algo?
El dueño del establecimiento, a pesar de tener una gerente y una secretaria que se ocuparan de ese tipo de cosas a menudo le gustaba ir a ver por sí mismo que todo estuviera en orden y últimamente algo andaba mal. Exhaló con el mismo gesto fingido y ligeramente forzado.
—No por ahora —contestó, los dos ayudantes de cocina revoloteaban por el lugar más aplicados en sus oficios que la mayoría de los días—. Aunque sí vengo a conversar contigo acerca de algo —agregó.
Al escuchar aquello Dafne lo miró nuevamente.
—¿A sí? —le instó a continuar.
—Aún espero a por tu código —avisó rodando los ojos hacia su despejado brazo izquierdo—. Aunque supongo que no lo tienes —pausó antes de agregar—. Señorita Stocceli, creí haber llegado a un acuerdo con todos ustedes.
La rubia de transparencias naranja en su cabello no tan largo miró a un lado en medio de un ademán de “ah, eso”, pero no específicamente como algo importante que haya olvidado, sino como algo fastidioso a lo que con toda la razón desechaba con empeño.
—Señor Kinston —comenzó a dar su punto de vista acerca de la situación—. Según lo que pienso (y sin intención de alardear) no he fallado la primera vez en mi trabajo, soy buena haciendo lo que hago o eso me han dicho la mayoría incluyéndolo a usted —pausó, los ayudantes de cocina miraban de reojo de vez en cuando mientras fingían estar totalmente concentrados en lo suyo y ella prosiguió—. Se supone que debería valorarse mi servicio por su calidad y no por el partido político que elija seguir, porque, para nadie es un secreto que todo esto se trata de otra manipulación más de parte del gobierno nacional y a decir verdad me considero totalmente opositora a cualquier cosa que tenga que ver con este sistema gubernamental que predomina justo ahora en el país.
—Debe comprender usted que todo esto que puede ver —señaló con un gesto de mano a su alrededor—. Lo tengo gracias al sistema gubernamental actual. Cada cerámica, cada mesa, cada tenedor… todo —declaró—. Y el dueño de este establecimiento soy yo —sonrió en un fallido intento de parecer diplomático—. Es decir que todo debe regirse bajo las normas y reglas que yo crea necesarias.
> pensó Dafne aunque sus expresiones faciales no lo reflejaban. Los dos ayudantes de aquella mujer no disimularon la atención que prestaban a las palabras de su jefe cosa que al instante Kinston notó.
—¡Presten atención a su trabajo! —gruñó con rigidez hacia ellos, los cuales sin responder nada regresaron la vista a la mesa sobre la que uno amasaba con rodillo y otro cortaba lonjas de carne roja sobre una tabla.
Pero ese ladrido no asustó a la rubia. Dafne ladeó la cabeza ligeramente enarcando la ceja en un gesto de “si no hay de otra...”, se quita el delantal y lo coloca sobre el mesón a su lado y luego el gorro de chef.
Hace un ademán de ligera exasperación con ambas manos y las deja caer con naturalidad a los lados.
—Me parece entonces que no iremos demasiado bien de ahora en adelante —admitió ella mirándolo sin temor—. Sepa usted que trabajo por placer y no por necesidad, señor Kinston. No voy a doblegarme ante normas absurdas e innecesarias.
El hombre, todo indignado conteniendo las ganas de insultarla disimuló su disgusto mientras buscaba algo guardado en el bolsillo interno de su saco.
—Imaginé que algo así sucedería —dijo extrayendo un libreto y un bolígrafo. Firmó un cheque después de anotar la cantidad que él consideraba necesaria y posterior a eso le extendió el papel—. Aquí está su p**o hasta el día de hoy, su tiempo, bonos y algo extra —Dafne lo recibió—. Fue un placer haberla tenido como empleada.
Dafne, sin ninguna expresión facial sostuvo el papel con ambas manos mientras miraba la cantidad, asintió entonces como si estuviera siguiéndole la corriente. Giró sobre sus pies avanzando hacia la platera tomando una pieza onda de loza y un cubierto, mientras Kinston la observaba sin saber el motivo de la reacción.
Dafne sirvió de la olla sobre el blanco plato una porción de carne caliente, una porción de arroz blanco y una porción de granos negros. Agregó de un colador de hierro sobre una mesa al lado de la cocina tres tajadas de plátano frito y lo colocó entonces sobre el mesón frente al hombre que mantenía ahora una expresión de ceño fruncido.
Aún el cheque sostenido con la mano flameando en cada movimiento, Dafne colocó un cubierto al lado del plato luego y posterior a eso procedió a desmenuzar con los dedos el cheque mientras miraba fijamente a Kinston, una vez que lo hubo hecho lo esparció sobre la comida como si se tratara de algún condimento adicional. Entonces con un gesto de mano se lo ofreció.
—Aquí tiene —le dijo ella ligeramente desafiante, totalmente decidida—. Creo que usted necesitará más que yo éste mísero y sucio dinero. A juzgar por la escasa cuota semanal que le da a los empleados, por la cantidad de comida que acumula aún cuando hay personas que afuera se mueren por desnutrición (quizá se deba a tu temor de quedar sin algo qué comer), también al desviar los materiales que el sistema gubernamental aprueba para la remodelación de hospitales y otros centro sociales —pausó, encogiéndose de hombros—. Y por mendigar también cualquier migaja que ofrezca el sistema actual creo más apropiado que sea usted quién disponga de mi gesto cortés —dijo con sarcasmo volviendo a señalar el plato, caminando hacia la puerta entonces, pasando a un lado de Kinston a quién justo en el momento de tenerlo a un costado le dijo—. Buon appetito —sin ni siquiera voltear completamente a mirarlo.
Cruzó el umbral hacia la salida trasera, sacudiendo la puerta tras ella con rebeldía. Dafne caminaba a grandes zancadas, alejándose de allí como una bala y considerando a medias, regresarse para propinarle un buen golpe en la cara al cínico ser que había tenido el atrevimiento de echarla de allí por el simple hecho de no participar en las estrategias políticas con las cuales se había encaprichado su ex jefe.
Ya estaba a metros del restaurante avanzando sobre la acerca y sintiendo aire libre introducirse en sus fosas nasales mientras su mandíbula continuaba apretada, cuando la furiosa voz de Kinston se hizo escuchar.
—¡Eres una perra! —le gritó indignado desde la puerta trasera del gran restaurante.
Dafne dio media vuelta y le hizo un grosero gesto con el dedo medio de ambas manos sin dejar de dar pequeños pasos hacia atrás, no pareció muy ofendida con aquellas palabras poco respetuosas, en cambio sonrió con suficiencia.
—¡Exactamente! —respondió igual de fuerte—. ¡Tú sigue chupando las bolas de Ferguson y toda su élite! —abandonó el gesto del dedo medio y a continuación juntó las manos haciendo la forma de un tubo alrededor de su boca para que se escuchara más fuerte lo que iría a decir—. ¡Maldito lame botas!
Kinston echaba humo por las orejas de la rabia, como una siniestra criatura que tirita de malignidad, de ser el mismo diablo hubiera tenido los ojos chispeando candela y los dientes en trasmutación. Apretó las manos en puños decidiendo mejor quedarse callado ante aquello, por más grosero que fuera al pedir la revancha no ganaría nada, Dafne ya había dado media vuelta nuevamente para largarse rumbo a su considerablemente costosa casa heredada de sus padres.
Pero ninguno de los dos se percató de que a una distancia prudente estaba el corto Land Cruiser de color n***o brillante, bajo la claridad del día se veía tan oscuro como las pupilas de un gato, así mismo como el uniforme de quien lo piloteaba. William Zimmer observaba todo el show del lado lateral al restaurante, bufando tras el volante, a mitad de una sonrisa de burla y satisfacción. > pensó con buenas intenciones acerca del carácter de ésta.
A continuación encendió el motor, pisando el acelerador alejándose de aquel lugar.