“El que estudia diez años en la oscuridad será universalmente conocido como quiera.”
Proverbio c***o.
Con rostro bastante masculino de expresión recia caminaba a paso firme y seguro William Zimmer, con tres reclusos voluntarios siguiéndole los pasos y más atrás su mano derecha Tomás Dagger vigilando la zona por precaución.
Era ya casi la media noche y justo al llegar a una extraña entrada entre un par de rocas gigantes tan oscuras como la misma noche, Zimmer sacó su arma reglamentaria y le quitó el seguro, los tres voluntarios se percataron al instante y retrocedieron un par de pasos advirtiendo el peligro, sin embargo Thomas Dagger era propietario y señor de una calma demasiado increíble respecto al lugar, el tiempo y la situación.
El bosque seguía emitiendo el rumor que musitaban los arboles al mecerse con el empuje del viento nocturno.
—Sólo es por seguridad —habló Zimmer tranquilizando el temor de los reclusos—. No les haré daño a menos que consigamos algo que los haga sospechosos de ser parásitos mensajeros del gobierno.
—Puede estar seguro usted que no tenemos la intención de dañarles la función —prometió uno de ellos, aún uniformado de guardia nacional—. Estamos y estaremos por nuestra propia voluntad mientras se nos sea permitido.
Hubo otro silencio y Dagger se encargaba de revisarlos minuciosamente uno a uno para asegurarse que no cargaran grabadoras, micrófonos, armas o explosivos. Para facilitar la actividad utilizaba prismáticos de visión nocturna.
—Nada —dijo al fin—. Todo en orden.
William Zimmer asintió una vez, cosa que los tres en cuestión no vieron pero presintieron.
—Hay una escalera, se trata de un espacio subterráneo —avisó rodando bruscamente la puerta que parecía también hecha de roca, cubierta de una cortina natural de hojas colgantes y musgo—. Síganme.
El líder de aquel escuadrón s*****a compuesto en su mayoría por oficiales del gobierno se sabía perfectamente cada camino en aquel profundo y húmedo bosque a orillas de playa en la ciudad Puerto Libertad.
No necesitaba más que una sutil linterna aunque cargaba siempre con sigo una más grande de esas que utilizan los cazadores profesionales, por si alguna emergencia se presentaba. Thomas Dagger cerró la puertecilla ruda y rústica y los siguió.
Los tres reclusos vestidos con veteado uniforme militar y sin sus armas reglamentarias caminaban cautelosos, mirando la negrura de las paredes a cada lado de las estrechas escaleras también hechas de algún material parecido a la roca. No tenían idea de quién habría construido aquel lugar, pero sea como fuese, existiría desde la época de los cavernícolas, desde la era de las antorchas, mucho antes de la invención del bombillo.
Caminaron en descenso, en espiral y luego avanzaron a lo largo por un pasillo plano e igual de estrecho hasta llegar a una puerta de hierro n***o la cual cruzaron antes de quedar en completa penumbra, nadie dijo nada, se escuchaban únicamente los firmes pasos típicos de un ciego que conoce perfectamente su casa de años. Se escuchó también el rechinar de una puertecilla, el crujir de alguna palanca y luego un tronido antes de que la estancia quedara alumbrada.
Había bombillos largos ubicados horizontalmente pegados al techo, conectadas estratégicamente a un par de baterías por medio de cables que le proporcionaban el acceso a electricidad. Una mesa de hierro en medio, un par de sillas del mismo material y ninguna ventana, las paredes grises totalmente selladas, como frisadas con roca molida.
Thomas Dagger permanecía firme en la puerta, vigilante en todo momento y silencioso la mayoría del tiempo, ya se había quitado los prismáticos y escrutaba con la mirada minuciosamente a los tres jóvenes que se habían ofrecido a colaborar en los planes de un posible revuelo opositor cuya preparación estratégica ya estaba en avanzada marcha.
Los tres oficiales pertenecientes a otro cuerpo militar distinto al cual pertenecían Zimmer y Dagger (cuyo uniforme generalmente n***o denotaba el rango y el permiso de asesinar a los delincuentes de alto peligro y amenaza para la sociedad, mientras los de uniforme veteado se desenvolvía en temas más cercanos a la política y al círculo de seguridad gubernamental), estaban de pie atentos a cada movimiento del líder que físicamente aparentaba unos 27 años, su edad real.
—Sabemos a qué venimos —dijo sin más con voz seca y segura, apoyando ambas manos de la mesa, inclinándose hacia delante ligeramente, con aires de una fiera que escruta a su presa antes de engullirla—. Estaría de más recordarles cuál es mi rango y disposición de eliminar a cualquier persona que quiera estropear mis planes —pausó, alejándose de la mesa y caminando alrededor de los tres uniformados que permanecían en fila, como un tigre de bengala antes de atacar—. Les garantizaré seguridad mientras ustedes me proporcionen lealtad, no tanto a mí, sino al país que pretendemos liberar de una dictadura. Y es por eso que están aquí, supongo —volvió a pausar antes de proseguir—. Con el simple hecho de haberse presentado en éste lugar están tan inmersos en todo esto como yo y como muchos otros, querer renunciar ya no es una opción y filtrar información tampoco. Antes de hacerlo tendrán que asegurarse de eliminarme primero, y creo que sería la mejor opción, porque puedo prometer que la tortura proporcionada por alguno de mis subordinados no será tan grave como mis habilidades al momento de cortar lenguas —los fulminó con una gélida mirada—. Ya no se vale el miedo, eso para mí, equivale a muerte. No quiero señoritas cobardes en mi escuadrón, no quiero damiselas en apuros en mi tropa. ¿Queda claro? —preguntó con voz potente, como un tronido.
—¡Sí. Señor! —respondieron al unísono los tres guardias.
Zimmer asintió una sola vez y caminó hacia otra puerta de hierro n***o al otro extremo contrario a la puerta de entrada.
—Síganme —ordenó con superioridad.
Con Thomas Dagger pisando sus talones, los tres siguieron a quién a partir de ahora sería su líder secreto, a escondidas del gobierno nacional. Atravesaron la puerta y caminaron a través de otro pasillo plano, el trayecto lo tuvieron que caminar a tientas aquellos tres oficiales mientras Zimmerman se ayudaba con la linternilla a paso seguro, las paredes estaban oscuras y vacías y el silencioso techo opaco se situaba a lo alto; después de casi cuarenta pasos los condujo hasta otra puerta más.
Zimmer la abrió con seguridad y les permitió la entrada sin reverencia o formalidades, caminó siempre dos pasos adelante y sin voltear hacia atrás, mientras los tres guardias observaron atónitos todo el acontecimiento, había otras personas allí, un gran porcentaje de ellos eran gente uniformada con trajes de oficiales del gobierno. A metros de la entrada practicaban el tiro al blanco con orejeras puestas, estaban inmersos en su actividad y entrenamiento que poco cuidado le prestaban a los ecos que retumbaban por todo el espacio amplio pero cerrado de techo rocoso a lo alto.
Unos pocos se percataron de la llegada del líder y le saludaron momentáneamente antes de continuar con sus actividades. Cualquier ruido, grito o explosión jamás sería escuchada en la superficie, ya que estaban a varios metros bajo la tierra.
Otro grupo de personas que permanecían allí a esas horas de la noche y seguramente parte del día estudiaban la realización de explosivos construidos con pocos materiales mientras otros visualizaban un plano de la ciudad Puerto Libertad, la ciudad capital de Las Minas Negras, conversando y compartiendo ideas de enfrentamiento en puntos clave, estrategias de ataque y lugares que pudieran servir de trinchera. En una esquina estaban un par de técnicos revisando, analizando y componiendo unos micro-audífonos casi imperceptibles, de última tecnología, los cuales serían utilizados por cada uno de quienes entrarían al campo de batalla contra otros militares que, lamentablemente no quieran abrir los ojos ante la situación actual del país en cuestión; aquellos aparatos mínimos en tamaño estarían situados dentro de los cascos, eso facilitaría la comunicación entre ellos mismos.
Zimmer, de ojos azules y átonos labios rosados dio media vuelta con las manos en la cintura, enfrentando a los nuevos integrantes con una cara inescrutable, rociada de simpatía y un asomo de humor amargo.
—Ahora que estamos aquí, y después de haber conversado lo suficiente —pronunció con más flexibilidad mirando a cada uno, memorizando sus rostros—. Sean bienvenidos.