Capítulo 18

1671 Words
“Las virtudes más grandes son aquellas que más utilidad reportan a las otras personas.” Aristóteles.                 En el interior de aquella inhóspita casita de barro sobre un suelo marrón caían espesos hilos de sangre que posterior al descenso se convertían en coágulos que iba absorbiendo la tierra como si fuera una esponja.             Las muñecas de Edgar Montalvo tenían marcas rojas en carne viva superficialmente seca, atadas atrás de la silla en la que permanecía sentado, in objeto de madera rústica igual que la mesa ante la que estaba. Sus tobillos seguían sangrando y sus pies dentro de formales zapatos de cuero estaban manchados. Habían sido varios días ya, su familia lo reclamaba, en muchas partes del país había carteles que lo solicitaban pero él, víctima de un secuestro, estaba a millas dentro de un desierto campo en una casucha abandonada que tomó la guardia nacional para llegar a cabo la extracción de alguna información de parte de este.             El verdugo, sádico y burlón comenzó a desatar las manos del rehén causando debido a su brusquedad una ráfaga de dolor con cada movida que le daba al alambre que días atrás había comenzado a enterrarse como una semilla bajo la tierra, ahora era carne y más sangre la que llenaba los ojos de aquel guardia que permanecía con mente fría y rostro inanimado mirando cómo el verdugo hacía lo suyo.             Como era de esperar, se escucharon los gemidos de Edgar. —Verás —habló el guardia frente a él después de rodear la mesa, Edgar seguía con la cabeza caída sobre su cuello, sin fuerzas—. Vas a tener que sufrir un poco más si lo que pretendes es guardar por más tiempo aquello que queremos saber.             Edgar no contestó, ya casi ni los ojos podía mantener abiertos por mucho tiempo, era mucho el esfuerzo que debía emplear para enfocar la mirada en algo por la inflamación en sus párpados, pómulos y mentón. Incluyendo los labios rotos.             El verdugo tomó uno de los brazos de Montalvo y lo colocó con brusquedad sobre la mesa, éste calló sobre ella como un animal muerto haciendo que las herramientas de tortura sobre aquella superficie se estremecieran, ya el rehén ni se inmutó. A pesar de emplear métodos de tortura, la blanca franelilla del golpeador permanecía inmaculada, sin embargo su pantalón militar sí estaba bastante salpicado y con algunas manchas de sangre seca.             El antes mencionado hombre de piel oscura procedió a amarrar el brazo izquierdo del secuestrado a su mismo torso, inmovilizándolo y lastimándolo, el alambre de púas no tuvo piedad y comenzó a enterrarse nuevamente. —Mírate —graznó el militar que dirigía aquello—. Ten hacia ti un poco de piedad y respeto —aconsejó—. ¿Tanto vale lo que nos ocultas como para preferir sufrir antes de ganarte la libertad?             El periodista no respondió, se sentía bastante derrotado, pero eso no le quitaba lo fiel a su trabajo y a su misión de vida, (si pudiera llamarse así a lo que tenía en mente).             Su arrugada camisa manga larga de color azul rey tenía manchas de sangre de distintos tamaños y formas, olía mal y el sudor seguía destilando sobre su frente desde su cabellera. —No lastimes más su boca —ordenó el guardia al verdugo con tono determinante y autoritario—. Necesitamos que hable de algún modo.             El guardia de camisa sin mangas asintió colocándose al lado lateral de la cuadrada mesa. —Sin embargo —volvió a hablar pero ésta vez dirigiéndose al rehén—. Siempre podremos lastimarte de muchas otras maneras.             Miró entonces al verdugo y asintió. Posterior a esto el interrogador procedió a colocar dentro de una tenaza la uña del dedo pulgar de la mano que tenía sobre la mesa, entonces apretó, presionando con violencia y en menos de un par de segundos tiró con brusquedad. El aullido de dolor no se dejó esperar, el periodista gruñó en medio de gemidos de dolor abriendo los ojos con esfuerzo insoportable y mirando su uña extraída como un si fuera un diente.             Lógicamente la sangre encima de la mesa mojó las herramientas que sobre ella estaban, la piel roja, la carne viva palpitaba dolorosamente, era un completo infierno, una angustia infinita. Edgar Montalvo respiraba agitadamente, temblando de frío, miedo, dolor. —¿Dónde está la libreta? —preguntó por milésima vez aproximadamente—. Señor periodista —lo llamó nuevamente—. ¿No le ha bastado esto? —inquirió con voz amenazante—. ¿Desea usted que le arranque otra uña? ¿O mejor que pierda los estribos y decida ordenar que se le saque un ojo con todo y raíz?             El verdugo disfrutó al imaginar que aquella supuesta orden pudiera hacerse realidad y Edgar gemía débilmente ahora, pero continuaba en silencio mientras dos de los guardias que vigilaban desde adentro decidieron salir de allí hacia la pequeño espacio que hacía de sala en aquella estrecha casa de barro. —¿Dónde está la libreta? —demandó el insistente militar, colocando las manos en el borde de la mesa con cuidado de no mancharse con sangre y postriormente se inclinó un poco más hacia su víctima—. Necesito la libreta —gruñó por lo bajo con mirada fulminante.             Al ver que no daba alguna señal de querer colaborar el guardia se apartó de allí con una brusca rapidez, caminando a grandes zancadas hacia otro de los guardias que vigilaba alejado de la única puerta de esa habitación, éste sostenía una carpeta desde hacía unas horas, que le había correspondido acompañar a su superior hasta ese lugar. Se la arrebató sin más y regresó a donde estaba la víctima convaleciente. De un tirón de apariencia animal haló del cabello a Edgar Montalvo para hacer que lo mirara. —Préstame atención —exigió sintiendo tanta exasperación así como el sudor sucio del cuero cabelludo de Montalvo adhiriéndose a su robusta y pálida mano. De una sacudida extendió el contenido de la carpeta marrón sobre la mesa, al instante las fotografías quedaron ante sus ojos—. Míralos —le ordenó con voz cada vez más demencial—. ¿Recuerdas aquel coronel del cuál tanto investigabas la desaparición? —inquirió—. Mira cómo lo dejamos por intentar traicionar el sistema gubernamental de éste país —confesó, ante ellos aparecía la evidencia de un militar con sus partes cercenadas—. Nadie nunca sabrá qué pasó con él, porque obviamente al presidente no le conviene eso, algo semejante te pasará si decides no colaborar —sentenció, las fotografías frente a ellos atestiguaban cómo fue el proceso de tortura de aquel coronel que se había levantado en contra de Ferguson y su élite con pruebas en las manos acerca de la corrupción que hervía en La Rosa Blanca—. Observa al otro.             Volvió a sacudirle la cabeza hacia las demás fotografías, el c*****r de un hombre asesinado a balas sobre un montón de escombros, con la cara cenicienta y ataviado con uniforme militar le recordó a aquel líder que dirigió el intento golpista hacía algunos meses y el cual acusaron de algo que no era cierto para quitarle la vida injustamente. —Éste es el otro intento de héroe a quién algún día también hiciste un documental en su honor. El muy hijo de perra piloteó un avión militar con la intención de explotar la casa presidencial —bufó en una burla mostrando sus dientes, una sonrisa torva—. Pero no fue tan listo, las súplicas de la nación, de sus familiares y las de él mismo sirvieron tan poco como las súplicas que harás tú si pierdo la paciencia.             Montalvo ya imaginaba lo que le esperaba, pero ni así daba su brazo a torcer. Había llegado tan lejos como para rendirse, tenía la esperanza de que en algún momento William Zimmer irrumpiría en aquel lugar y lo sacaría de allí, así fuera muerto.             Aunque no solamente Zimmer podría ser de ayuda en cualquier caso hipotético, también había otros infiltrados que muy pronto levantarían su voz y sus armas, su sacrificio no estaba siendo en vano y pensar en eso era como inyectar en sus venas una dosis de valor.             El empuje inesperado de su cabeza contra la mesa le obsequió una macabra explosión de dolor y debido a su nariz rota algo de desorientación. La sangre de inmediato comenzó a derramarse desde sus cartílagos mediante sus fosas hasta ensuciar la mesa, pero Montalvo apenas gimió, ya casi no tenía aliento y aparentemente todo signo de consciencia se había esfumado de allí como el humo.             El guardia que estaba al mando hizo un ademán de limpiarse la mano de su uniforme pero se detuvo al imaginar ensuciarse con la sangre del rehén, entonces buscó con la mirada alguna otra cosa para limpiar el sudor y cualquier otro fluido que parecía causarle asco pero no consiguió nada, así que decidió mantenerla alejada de su vestimenta. —¡Noguera! —rugió en un llamado—. ¡Noguera venga acá ahora mismo! —gritó.             La puerta se abrió e instantáneamente se vio la imagen del lánguido doctor de cabello entrecano. La bata blanca flameó a cada paso que daba hacia el militar de alto rango que aún parecía tenerle asco a su propia mano. —Aquí estoy, oficial —dijo obediente y diligente. —Suministra los primeros auxilios a este saco de mierda —señaló con un gesto de cabeza al hombre inconsciente que mantenía aún la cara pegada a la mesa, al parecer el verdugo no lo había atado bien a la silla.             Rápidamente el doctor colocó trabajosamente su maletín de primeros auxilios sobre la sucia y ocupada superficie de madera, enfundó sus manos entre los guantes de látex a toda velocidad y procedió utilizando primero su estetoscopio para medir los latidos del corazón. —Aplique lo que sea necesario —ordenó el mismo militar sin remordimiento—. Manténgalo vivo y consciente. Quiero que esté en condiciones de hablar. 
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