El quirófano estaba en penumbras, y el único sonido que rompía el silencio era el del calmo pitido de las máquinas conectadas al cuerpo de Amara. Afuera, Owen caminaba de un lado a otro, sus manos enredadas en su cabello mientras luchaba por mantener la compostura. Los minutos se sentían como horas. Cada vez que una puerta se abría, su corazón se detenía por un instante.
Finalmente, el médico salió. Su rostro, marcado por el cansancio, era un presagio claro. Owen se acercó rápidamente, sin dejar espacio para dudas ni ceremonias.
—Doctor —dijo con firmeza—, quite lo que tenga que quitar.
Por un momento, el médico pareció dudar, como si buscara las palabras correctas para no destrozarlo. Sin embargo, sabía que con Owen no servían los rodeos.
—Señor Pierce, ya no hay nada más que quitar —dijo finalmente, su voz cargada de gravedad—. El cáncer ha invadido su cuerpo entero. No podemos hacer más que mantenerla cómoda… y dejarla ir.
Owen quedó inmóvil, su rostro impasible como una máscara. Por dentro, sentía cómo algo se rompía en mil pedazos. Todo su esfuerzo, todas las cirugías, los mejores médicos, las terapias… nada había sido suficiente. Pero no podía derrumbarse, no ahora.
—¿Puedo verla? —preguntó, su voz apenas un susurro.
El médico asintió.
—Tiene cinco minutos antes de que el calmante haga efecto y se quede dormida.
Sin decir más, Owen caminó hacia la habitación. Su respiración era pesada, y sus pasos resonaban en el pasillo vacío, como si cada uno lo acercara un poco más al abismo.
Al entrar, encontró a Amara recostada en la cama. Su piel estaba pálida, sus ojos cansados, pero aún mantenía esa luz que siempre lo había cautivado. Cuando lo vio, sonrió, una sonrisa pequeña pero genuina. Owen no sabía si era por la felicidad de verlo o por los efectos de la morfina, pero en ese momento no importaba.
Se acercó lentamente y tomó su mano. Estaba fría y débil, pero aún sentía el calor de su amor en ese contacto.
—Déjame ir, Owen —murmuró Amara, su voz apenas un hilo—. Mi tiempo ha terminado.
Owen cerró los ojos, apretando sus labios mientras una lágrima silenciosa corría por su mejilla. Solo con Amara se permitía ser vulnerable, mostrar el dolor que ocultaba al mundo.
—No sé cómo hacerlo —confesó, su voz temblando.
Amara lo miró con ternura, reuniendo todas sus fuerzas para decir lo que había guardado desde hacía tiempo.
—Prométeme que tendrás nuestro hijo.
Owen levantó la mirada, sorprendido. Incluso ahora, ella no dejaba de insistir con ese deseo.
—Amara… —comenzó, buscando palabras que no llegaban—. Sabes que no es tan sencillo.
Amara negó con suavidad, como si quisiera disipar sus dudas con un simple gesto.
—Selene Grimm… —dijo con dificultad, su respiración entrecortada—. Ella es la persona adecuada.
Owen frunció el ceño. El nombre le era familiar, pero no entendía por qué su esposa estaba tan convencida de que esta mujer, a la cual conoció por cinco minutos, debía ser la madre de su hijo.
—Selene Grimm y su familia tienen dinero —respondió Owen, tratando de racionalizar la situación—. Las mujeres que aceptan ser madres subrogadas lo hacen por dinero. ¿Por qué ella?
Amara intentó reír ya que sabía que su esposo no perdería el tiempo en investigar sobre ella, pero el sonido se convirtió en un suspiro agotado.
—No… no todo es dinero, Owen. Hay personas… personas que no ven la gestación subrogada como un trabajo, sino como una oportunidad para ayudar.
Owen la miró, intentando descifrar lo que ella sabía y que él desconocía. Amara recordó la primera vez que había conocido a Selene: una joven rubia de ojos azules que, a pesar de su belleza hipnotizante, tenía una calidez que desarmaba.
—Ella tiene su propio dolor —continuó Amara, cada palabra saliendo con mayor esfuerzo—. Pero es fuerte, como tú… como yo. Si tú… le ofreces lo que ella necesita, lo aceptará.
—¿Qué es lo que necesita? —preguntó Owen, todavía escéptico.
Amara cerró los ojos por un momento, respirando con dificultad.
—Ella… necesita….
Su voz se apagó, y Owen supo que el calmante estaba empezando a hacer efecto.
—Te amo, Owen —murmuró Amara, apenas audible.
—Yo también te amo, Amara —respondió, dejando que las lágrimas cayeran libremente.
Se inclinó y besó su frente, sintiendo cómo el peso de la inevitabilidad caía sobre él. Mientras ella se sumía en el sueño, Owen supo que su promesa no era solo un deseo de su esposa, sino su última voluntad. Y él no tenía corazón para negárselo.
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El vuelo a Nueva York había sido la decisión más impulsiva que Selene había tomado en años, pero no tenía otra opción. Los Ángeles se había convertido en un lugar insoportable. Los recuerdos de Pete y Amber la perseguían, y la ciudad entera parecía un recordatorio constante de su fracaso. Nueva York, aunque caótica, ofrecía el refugio que necesitaba. No sabía cuanto iba a durar, pero esperaba que su estado de animo no durara mucho tiempo.
Mientras el avión atravesaba las nubes, Selene cerró los ojos, esperando que el sueño la rescatara. La última vez que había estado en Nueva York, visitando a su hermana Ana, había conocido a una pareja peculiar. Aunque el recuerdo era borroso, los rostros de aquella mujer de sonrisa cálida y su esposo reservado todavía rondaban su memoria.
*Flash Back*
Una siesta corta fue todo lo que pudo conseguir antes de que un sonido fuerte la despertara abruptamente. Se estiró y bostezó, parpadeando mientras trataba de ubicarse. El aire del avión era pesado, y un extraño olor a medicamentos flotaba en el ambiente. Selene frunció el ceño, molesta e intrigada a la vez.
Al mirar a su alrededor, vio una pareja unos asientos delante de ella. Estaban acurrucados, el hombre inclinado sobre la mujer, sosteniendo su mano con ternura mientras hablaban en susurros. ¿Eran ellos? Selene se inclinó ligeramente hacia un lado, intentando confirmar lo que sus ojos veían.
El hombre se enderezó un momento, colocando cuidadosamente la cabeza de la mujer en su regazo. A pesar de la evidente intimidad, Selene sintió una punzada de incomodidad. Su mirada bajó a las máquinas conectadas al cuerpo de la mujer: había varias, cada una con tubos y cables que parecían mantenerla con vida.
El pitido rítmico de los aparatos resonaba en el silencio, y Selene comprendió que era ese el sonido que la había despertado. Sintió una mezcla de lástima y vergüenza por haber observado tan descaradamente. Debe estar enferma, gravemente enferma.
Cuando se dispuso a apartar la mirada, la mujer rubia de cabello delgado y piel pálida giró la cabeza hacia ella. Sus labios se movieron débilmente, murmurando algo que Selene no pudo captar.
—¿Perdón? —preguntó Selene, inclinándose hacia adelante para escucharla mejor.
La mujer sonrió con esfuerzo, sus ojos brillando con una calidez que contrastaba con su frágil estado.
—No te sientas culpable… —susurró.
Selene parpadeó, confusa, pero antes de que pudiera responder, el hombre al lado de la mujer la miró fijamente. Su expresión era intensa, casi fría, y Selene sintió que le atravesaba la piel. ¿Qué hice mal? pensó, desviando la mirada hacia el suelo.
—Está bien —intervino la mujer con un tono apaciguador, extendiendo una mano hacia Selene—. Por favor, ven aquí.
Selene vaciló, pero la ternura en la voz de la mujer fue suficiente para convencerla. Caminó lentamente hacia ellos, sintiendo la mirada del hombre perforándola a cada paso. Finalmente, se sentó en la esquina del asiento que la mujer le indicó, tomando con suavidad su mano extendida.
—Qué belleza —dijo la mujer, sonriendo con debilidad.
Selene no supo qué responder. Solo le devolvió una sonrisa nerviosa, sin soltar la mano de la mujer.
—Estoy segura de que Owen estaría mirándote ahora mismo —añadió la mujer, provocando una reacción instantánea en Selene.
¿Owen? El nombre resonó en su mente. Era familiar, pero no podía ubicarlo del todo. Miró al hombre, quien ahora evitaba su mirada, concentrado en acariciar el cabello de su esposa.
—Oh… así que es Owen —murmuró Selene, apenas consciente de que había hablado en voz alta.
—Ignóralo —dijo la mujer, alzando ligeramente los ojos hacia su esposo—. Ha estado tenso todo el día.
Selene trató de sonreír, aunque su incomodidad iba en aumento. ¿Qué estaba haciendo aquí? Su intuición le decía que algo extraño estaba ocurriendo, pero no tenía tiempo para analizarlo.
De repente, las palabras de la mujer se interrumpieron. Su cuerpo comenzó a sacudirse violentamente. Una convulsión la tomó por completo, sus ojos se voltearon hacia atrás, y las máquinas a su alrededor emitieron un fuerte pitido de alarma.
—¡Amara! —gritó Owen, sujetándola con firmeza mientras trataba de evitar que se lastimara.
Selene retrocedió, paralizada por el horror de la escena. Su mente quería reaccionar, ayudar de alguna forma, pero su cuerpo no le respondía. Los gritos del personal de vuelo y los pitidos ensordecedores de las máquinas llenaron el aire, mientras Owen trataba desesperadamente de calmar a su esposa.
En medio del caos, Selene no pudo evitar sentir una extraña conexión con esa mujer, cuyo nombre ahora resonaba en su cabeza como una campana lejana: Amara Pierce.