La muerte de Amara

1180 Words
—Hola, Zoe —dijo Selene al recibir la llamada de su amiga. Acababa de retirarse a su habitación para pasar la noche. Como la cena había sido un desastre, había conducido sin rumbo fijo por la ciudad hasta finalmente estar lista para regresar a casa. Ana, preocupada, seguía llamando sin cesar. Cuando entró, los gemelos ya dormían, pero su hermana se sentó a esperarla. Al entrar, Ana la abrazó y se fue a su habitación. Selene también hizo lo mismo. Zoe, al no escuchar nada, preguntó: —¿Estás ahí? —Estoy aquí, solo cansada —respondió Selene. —Audrey dijo que pasaste. —Me has estado evitando —acusó Zoe. —Estoy en Nueva York, Zoe. No te estoy evitando. —No contestas mis llamadas. —Eso es porque, cuando respodí, querías que escuchara a Mary. La perra ni siquiera me llamó. ¿Qué tiene que decir de todos modos? —murmuró mientras mordía un bocadillo—. Déjalo, Zoe. —Ella te conoce lo suficiente como para saber que no contestarías —Zoe trató de excusar el comportamiento de su amiga. —Lo que sea que tenga que decir no cambiaría nada. Terminé con Pete. Les deseo a ambos una buena vida —respondió obstinadamente. No tenía sentido. Sabía que Mary no iba a suplicar ni nada. Ella había querido hacer esto y lo había hecho. Era mejor ver cómo se desenredaban las cosas. Por el silencio de Mary, era obvio que no se sentía arrepentida. Desde entonces, Pete había estado llamando y enviando mensajes. —Deberíamos vernos la semana que viene —informó a su amiga. —¿Puedo ir con ella? —No te atrevas. Sea lo que sea lo que tenga que decir, deja que te lo diga. —¿No puedo convencerte de lo contrario? —No —respondió tajante. Zoe suspiró: —No puedo hacer nada para que cambies de opinion, ¿verdad? Que tengas una buena noche entonces. Selene se sentó frente al espejo y se miró fijamente. Cortó un poco de algodón, lo sumergió en limpiador facial y comenzó a limpiarse la cara. Mientras lo hacía, recordó su encuentro anterior con los Pierce. La mujer se veía mal, pero algo sobre ella la llamó la atención. Tal vez su espíritu libre. La mujer había sido tan cálida y hospitalaria, en contraste con su hostil marido, quien la había ignorado por completo en el hospital. Al principio, la había enfadado. Pero cuando estuvo a punto de llorar al ver a la mujer dormir con el rostro pálido y las manos frías, se alegró de que Owen estuviera escribiendo en su teléfono. Sabía que probablemente tendría algo desagradable que decirle de nuevo. Esa misma noche, cuando la mayoría de los residentes de Nueva York ya se habían retirado a descansar, la tos de Amara Pierce empeoró. Las tos llegaban en breves intervalos. Su respiración se reducía a un suspiro corto, y hasta Owen, que había permanecido en la habitación todo el día, sabía que era hora de dejarla ir. Su esposa estaba sufriendo, y otra cirugía solo causaría más dolor. Ella le había suplicado que la dejara ir. Tomando sus manos, se sentó estoicamente a su lado. —Te extrañaré. No sé cómo vivir sin ti —dijo él. —Prométeme que estarás bien. Solo puedo descansar sabiendo que estás bien —respondió ella. —Por favor —suplicó él, sin querer hacer esa promesa. Mientras luchaba por respirar, ella le sonrió y miró el paisaje. —¿No te recuerda esto a algo? —preguntó ella, señalando hacia la persiana abierta. La vista de la ciudad. —Oh... cuando nos conocimos —se rió entre dientes. Había estado enfermo apenas dos semanas después de conocerla y se había quedado confinado en su habitación. Para un tipo que la había perseguido ferozmente durante dos semanas, resultaba extraño que no hubiera llamado durante dos días. Así que había decidido ir a visitarlo. Él no comía nada preparado por el chef, así que ella le hizo sopa. Después, se sentaron mirando el paisaje. En ese momento, le había dicho que la amaba. —Fue lo más cerca que estuve de estar enfermo —murmuró él, con una sonrisa triste. Nunca se había enfermado. Amara se rió y tosió en medio de la risa: —Fuiste un espectáculo bastante doloroso de ver. Nunca había visto a un adulto tan enfermo —bromeó ella. —Siempre exageras, no estaba tan enfermo —dijo él, sonriendo de oreja a oreja. De repente, todo quedó en calma. Demasiado tranquilo. Amara rompió el silencio: —Tienes que conseguir a nuestro hijo, Owen. Ese niño te necesitará, como tú la necesitarás a ella. Ese mismo día, Amara había llamado al médico y luego le había dado el mensaje. Preocupado por lo que iba a hacer el doctor, Owen se quedó en la puerta escuchándola. La solicitud de que el doctor consiguiera que Selene fuera la madre sustituta le apretó el pecho. Su dolor era real. Además, ¿planeaba su partida con tanta facilidad? —Esa sería la manera de salvar a mi marido. Teniendo a nuestro hijo. ¿Por favor? —El médico había prometido ponerse en contacto con la joven, pero Owen no sabía qué pensar al respecto. —¿Nuestro hijo? —le preguntó Owen a su esposa. —Por favor, Owen... —Ella comenzó a toser. —Lo prometo. Lo prometo —dijo Owen, mientras le acariciaba suavemente el pecho. La tos amainó. —Gracias —le dijo ella al Doctor, y luego se dirigió nuevamente a su marido—. Y recuerda siempre que te amo. Dicho esto, comenzó a entrar en un espasmo riguroso. La máquina de soporte vital empezó a emitir un pitido fuerte. El doctor estaba a su lado inmediatamente. Owen se alejó y observó cómo llegaban las enfermeras. Una lágrima cayó de sus ojos mientras su esposa luchaba por mantenerse con vida. Luego, el tono de la máquina cambió. Las enfermeras se miraron tristemente. —No, no, no, no —gritó Owen, y fue a abrazar a su mujer. Sus ojos estaban cerrados por el dolor. Ella se había ido. Una semana después del entierro de Amara Pierce, Selene recibió una extraña llamada. —¿Qué acabas de decir? —Selene se sentó derecho en su silla. Aunque fue un evento privado, la familia Grimm había sido invitada por los familiares de Amara, quienes eran socios de la empresa suiza. Después del rito final, todos hicieron cola para saludar al viudo. Owen, con el rostro impasible, respondía solo con un asentimiento. Cuando llegó el turno de Ana, Selene y su madre, Selene saludó al hombre de manera casual. En lugar de alejarse, le dio un leve toque en el brazo. —Lo siento —dijo, y luego se volvió para irse. Owen logró esbozar una tenue sonrisa. Una sonrisa que tanto su hermana como su madre notaron. —No sabía que conocías al hombre —le preguntó Ana en voz baja mientras salían. La señora Grimm observó a ambas mujeres con frialdad.
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