Capítulo 5

1320 Words
Martina se acercó a mí y me abrazó. ―Tranqui, amiga, ya se fueron. Aunque le dije a ella todo lo que tenía adentro, no puedo negar que bien no me sentí. Mi mamá sufrió mucho por el rechazo de su familia, incluso en más de una ocasión buscó a su mamá, pero mi abuela no quiso saber nada de ella. ―Amiga, mira, tómate este café, te hará bien. ―Me ofreció una taza que otra chica le entregó. Tomé un sorbo y recapacité. ―Hay que darle café a la gente, hace frío y... ―No te preocupes, amiga, mis primos ya se están haciendo cargo. ―Pero no, si eso lo tengo que hacer yo. ―No estás en condiciones, no te preocupes, ellos se ofrecieron a ayudar. ―Muchas gracias. No sabes lo que me alegra que estuvieras aquí. ―Siempre las cosas pasan por algo. Asentí con la cabeza y me tomé el café en silencio. Tenía ganas de gritar, de llorar, de patalear en el suelo, de tirar todo lejos... pero no tenía fuerzas, ya ni siquiera podía llorar. Los vecinos, debo decir, se portaron muy bien conmigo. Se juntaron y me entregaron dinero, el que me venía muy bien para el funeral de mi mamá. Morirse es caro en este país. También llegaron algunas de mis ex compañeras de trabajo. No sé cómo se enteraron, de todos modos llegaron para acompañarme. Unas horas más tarde, entró mi perseguidor; aunque hacía días que no lo veía, de igual forma, lo distinguí. Martina se abrazó llorando a él, que la acogió muy bien en sus brazos. Viéndolos así, en ese momento supe quién era la chica pelirroja que estaba con él aquel día en el negocio. ¿Serían pololos? No lo creía, ella me dijo que no andaba con nadie y no quería tampoco. ―Cris, ¿te acuerdas de mi hermano? ―me preguntó Martina llegando a mi lado de la mano con el recién llegado. ―¿Miguel? ―Quedé sorprendida. ―Así es ―afirmó él con una débil sonrisa. ―Disculpa, no te conocí. ―Es entendible ―respondió algo incómodo. Me levanté de mi silla y lo abracé. De niños éramos casi inseparables. Yo a él lo dejé de ver hacía seis años, mucho antes de que se fueran. ―Siento mucho lo de tu mamá ―me dijo al oído. ―Y yo lo de la tuya, me enteré hace unos días por la Martina. ―Gracias, no es fácil cuando se va la mamá. ―No ―gemí y pude volver a llorar al fin. Necesitaba hacerlo. Miguel no me soltó, al contrario, me abrazó más fuerte. ―Llora, Cristi, eso te hará bien. ―Gracias por estar aquí ―sollocé sincera. La noche estuvimos acompañados de mucha gente; a pesar del frío, llegaron muchos vecinos. Los jóvenes de la capilla en la que ella participaba activamente también se reunieron en mi casa y desde la una de la mañana, cantaron canciones de la iglesia muy bonitas, hasta que aclaró. A las siete, una de las niñas guio el rosario cantado. Me sentí muy acompañada. No podía tener mejores vecinos. A las nueve de la mañana, mi amiga me mandó a dormir un rato, por la noche no había querido ir y ella, con sus primos y Miguel, se turnaron para acompañarme. ―Duerme, nosotros nos quedaremos aquí ―insistió Miguel. ―Pero ustedes no han dormido casi nada tampoco. ―Sí, dormimos por turnos, anda a descansar. ―Yo te acompaño, amiga ―ofreció Martina. Creo que, o tenía sueño, o me dieron algo, porque me dormí enseguida, ni recuerdo cómo. Desperté a la una y media. ―Hola ―saludé a Miguel que estaba al pie de la escalera. ―¿Descansaste? ―me preguntó pasando su brazo sobre mis hombros. ―Sí, gracias. ―Confirmaron la hora del cementerio ―me informó―. Mañana a las diez. ―Queda solo una noche. ―Me volví hacia él y hundí mi cara en su pecho―. No sé si quiero que esto termine luego o no termine nunca. ―Te entiendo. Nos quedamos en silencio un rato. ―¿Y la Martina? ―pregunté. ―Fue a comprar. ―Si quieren irse a su casa... ―No digas tonterías, no te vamos a dejar sola. ―Gracias, no sé qué hubiera hecho sin ustedes. ―Yo me alegro de estar aquí. ―¿Miguel? ―Me aparté un poco para mirarlo. ―Dime. ―¿Te puedo hacer una pregunta? ―Claro, la que quieras. ―Ese día que nos vimos en el café, ¿me conociste? ―A decir verdad, te me hiciste cara conocida, pero no recordaba de dónde, estabas tan enojada que parecías mayor, por lo que no se me ocurrió que fueras alguien de aquí, después de que se te dio vuelta el café, ahí me acordé, pero al parecer tú no me reconociste. Y claro, es lógico, ¿no? ―dijo apuntándose la cara con la mano. ―Ese fue el día que no debí levantarme. ―¿Por qué? ―Quedé sin trabajo porque no cumplí con los requerimientos de mi jefe. ―¿Te acosaba? ―Llevaba un tiempo haciéndolo, sí. ―Hay hombres que no deberían llevar ese nombre. ―Sí, por suerte no todos son iguales. ―Qué bueno que pienses así. ―Mi mamá siempre me lo decía. No debía dejarme llevar por una mala persona para juzgar a todas. ―Sabia tu mamá. ―Sí ―gimoteé, ahora no tendría su sabiduría en mi vida. Miguel no dijo nada. Solo me abrazó. ―Miguel, Martina necesita tu ayuda en la cocina. Anda, yo me quedo con Cristina ―le avisó Daniel. Mi amigo me miró y puso ambas manos en mis hombros. ―Ya vuelvo, ¿sí? ―me dijo con ternura. ―Claro, no te preocupes. Daniel me acompañó a una silla cerca del féretro. No duré ni un segundo, me levanté y me acerqué al cajón, quería comprobar que mi mamá estaba allí, todavía no me lo podía creer. ―Debes comer algo, Cristina, ven a sentarte. Me di la vuelta, pero un mareo casi me hace caer. Daniel me afirmó con presteza y me ayudó a sentarme. ―¿Lo ves? Debes comer. ―Es que no tengo hambre. ―Tienes que hacer un esfuerzo, niña. Yo sé que es difícil, pero tienes que ayudarte. Yo no quería estar bien. Quería morirme. Esa era la verdad. Daniel hizo un gesto extraño y me abrazó con fuerza, no violento, pero sí algo bruto. Y así me mantuvo un rato. Debo confesar que me sentí muy bien allí. Protegida y acompañada. Pasado un rato, Daniel me llevó a sentarme. Él se agachó frente a mí y tomó mis manos. ―No conocí a tu mamá, pero debe haber sido una excelente mujer, a juzgar por la cantidad de gente que ha venido y la ha llorado. ―Sí, era muy querida, ella era generosa con su tiempo, los pocos recursos que tenía y con su corazón. Tenía un corazón gigante para albergar a todos. ―Debe estar al lado de Dios ahora. ―Eso espero. Cerré los ojos, estaba cansada. ―¿Quieres un café, té o bebida? ¿Algo para comer? ―No, gracias, no tengo ganas de nada. ―Pero tienes que comer algo. ―No podría comer. Martina llegó con un café con leche exquisito. ―Toma, amiga, sé que no quieres comer nada, pero toma esta leche al menos, necesitas tener fuerzas. ―Gracias. Daniel recibió la taza por mí. ―No te preocupes, prima, yo me encargo que se la tome. ―Bueno ―aceptó Martina con un tono extraño en su voz y se fue a ayudarle a su prima a servir café a los vecinos.
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