Capítulo 6

1575 Words
Desde ese momento, Daniel casi no se separó de mí. Solo al atardecer se fue a su casa a descansar un rato y a ducharse. Martina ocupó su lugar. ―¿Cómo te sientes? ―me preguntó luego de sentarse a mi lado. ―No sé, creo que ya he llorado tanto que no tengo más llanto, pero quisiera que el llanto no acabara jamás. Aunque, por otro lado, estoy tranquila, sé que ella está mejor, esta vida de miseria ya la tenía cansada, aunque no lo dijera, el abandono de mi papá y de su familia, le dolía mucho. Ya estaba cansada y se le notaba. Yo te lo dije. ―Sí, sí me acuerdo, pero no deja de ser doloroso, por más que uno sepa que están mejor no es fácil, la mamá es la mamá y no es fácil perderla. ―Las mamás deberían ser eternas ―comenté. ―Sí. A Martina todavía le dolía la muerte de su mamá y se puso a llorar. Nos abrazamos y lloramos juntas. En la madrugada me fui a dormir un rato por insistencia de Miguel que me decía que debía estar descansada, que al día siguiente sería lo peor. Y lo fue. Durante el sepelio, Daniel se colocó a mi derecha, Martina y Miguel a mi izquierda. Daniel era un buen tipo, pero no era mi amigo, recién lo estaba conociendo y me trataba como si fuera su amiga de toda la vida. Y eso me confundía un poco. Aunque creo que también podía deberse a lo que estaba viviendo. El frío me hizo estremecer. El día estaba tan n***o como mi corazón, parecía de luto. Daniel me abrazó a su costado. Miré a Miguel, él giró la cara. Entonces me quedé así, abrazada al primo de mis amigos. ―¡Hija! ¡Hija! Mi padre, al que no reconocí en un primer momento, llegó hasta mí y me abrazó muy fuerte. Yo no correspondí a su abrazo, estaba en shock. ¿Cómo era que había aparecido? Se apartó de mí, dejó sus manos en mis hombros y me miró. ―Hija, quería llegar antes, pero el viaje es tan largo. ―¿Qué hace aquí? ―pregunté molesta. ―Mi niña. ―Acarició mi rostro como desesperado―. Mi niña, ¡cuánto has crecido! ―Han pasado casi diecisiete años, ¿qué esperaba? ―contesté con rudeza. ―¿Tanto? ―¿Qué quiere? ―Vine a acompañarte. ―No necesito su compañía, gracias a Dios, mis amigos están aquí conmigo. ―Hija, no es momento para rencores. ―No, caballero, este no es momento para aparecer. ―Soy tu padre. ―Un título que le ha quedado demasiado grande todos estos años. ―Quiero reparar mi error. ―¿Me va a dar la pensión retroactiva? ―No todo es dinero en esta vida. ―Dígaselo a mi mamá que trabajó día y noche para mantenerme cuando usted nos abandonó. ―¿No me vas a perdonar ese desliz? ―¿Desliz? ―Hija... ―No me llame hija. ―No me rechaces, no lo merezco. ―Váyase, ¿quiere? ―Hija ―Ya la escuchó, váyase, ella no lo quiere aquí ―intervino Daniel. ―¿Quién eres tú para meterte? ¿Acaso eres su esposo? ―Su futuro esposo ―respondió―, y mi deber es cuidarla, así que váyase, no haga de este momento un espectáculo y no le cause más dolor a Cristina, más del que tiene. ―Que no se diga que yo no intenté acercarme ―replicó ofendido antes de irse indignado. Miré el féretro y me puse a llorar, ¡cuántas veces mi mamá deseó en silencio que mi papá volviera! Y lo hizo, pero demasiado tarde. Daniel me abrazó a su pecho de modo protector. ―Tranquila, ya pasó ―me susurró al oído. No sabía cómo reaccionar a lo que Daniel hacía, sentía que se tomaba atribuciones que no le correspondían, no era tan cercano, ni siquiera Miguel lo hacía. No dije nada. Suficiente con el escándalo de mi papá, además, ya estaba comenzando el responso y los brazos de Daniel me sostuvieron cuando estuve a punto de caer desmayada ante las palabras de despedida del sacerdote. Cuando pensaba que el dolor o la tristeza no podían ser mayor, la realidad me daba un puñete en plena cara. Volver a la casa vacía, saber que ella ya nunca más me esperaría, que ya no tendríamos aquellas largas conversaciones, que ya no iríamos a la feria juntas... ―¿Quieres que me quede contigo esta noche, amiga? ―me preguntó Martina después de almuerzo, que fue como a las cinco de la tarde. ―No, ya se han tomado demasiadas molestias por mí. Muchas gracias por todo lo que han hecho. ―No tienes nada que agradecer, yo me alegro de haber estado aquí, habrías pasado todo esto sola. ―Yo lo agradezco más, Martina, de no ser por ustedes no creo que hubiera sido capaz de soportar... ―Amiga... Me abrazó. Yo quería llorar, pero ya no podía. No me quedaban lágrimas. ―Voy a ir a buscar mi ropa, mi pijama, y vengo para quedarme contigo ―indicó―. ¿Me acompañas? Yo negué con la cabeza, no quería moverme. ―Yo te acompaño ―dijo Miguel. ―Vayan ustedes, yo me quedo con ella hasta que vuelvan ―ofreció Daniel. Martina se agarró del brazo de su hermano y salieron. Daniel puso una silla frente a mí y tomó mis manos. ―Escucha, Cris, puedes contar conmigo para lo que quieras, con mis primos vamos a estar un tiempo más aquí antes de volver al sur y estaremos para lo que necesites. Yo bajé la cabeza, sabía que ese momento llegaría en algún minuto, pero no quería pensar en ese momento. ―¿Por qué no te vienes con nosotros? ―volvió a hablar―. ¿Qué te vas a quedar haciendo aquí sola? ―Gracias, Daniel, te agradezco tu apoyo, pero yo no conozco el sur, no conozco a tu familia. ―Pero me conoces a mí y a mis hermanos, que es lo mismo. ―¿Y qué haría yo allá? ―No quedarte sola aquí. ―No sé, apenas me conoces... ―Sí, pero mira. Te voy a hablar claro, Cristi, tal vez no es el momento adecuado, a lo mejor me vas a mandar a freír monos al África, pero tengo que decírtelo. Tú me gustas, mucho y te veo muy sola, y no quisiera que te quedaras sola aquí, quiero apoyarte, estar contigo en estos momentos tan difíciles para ti. Quiero ser tu amigo... ―Daniel ―rogué, yo no estaba para eso en aquel momento. ―No tienes nada que decir, no ahora, piénsalo, yo te quiero bien. ¿Quiero? Me conocía hacía dos días, ¿y ya me quería? Fue lo primero que pensé al escucharlo hablar así y no supe qué decir. Se acercó mucho a mí, sentí que me quería besar. ―¿A ver? ¿Qué pasa aquí? ―preguntó Martina el entrar. ―Nada, solo hablábamos ―se apresuró a contestar su primo. ―Ah, ya ―replicó Martina con algo de censura. ―Deberíamos irnos ―habló Miguel―, han sido días largos y hay que descansar. Me largué a llorar sin querer. No quería quedarme sola. Martina se quedaría aquella noche, ¿y las otras? Además, igual las dos solas... ―¿Quieres que me quede a acompañarlas? ―ofreció Daniel. ―Podrían quedarse los dos. Pero duermen en la sala ―aclaró Martina. ―Obvio, si es solo para cuidarlas ―accedió Daniel. ―Es que no tengo más camas, solo la de mi mamá. ―No te preocupes, traemos unos sacos de dormir de la casa. ―Mejor un colchón que es más cómodo ―propuso Miguel no de muy buena gana. ―No tienen que quedarse ―dije para liberarlo de la carga de acompañarme―. Ya han hecho demasiado por mí. Miguel levantó la cara y me miró con una expresión extraña que no pude definir. ―No te preocupes, no te dejaremos sola, sabemos lo que estás sintiendo, aunque es diferente, porque mal que mal, con mi hermana nos teníamos el uno al otro. ―Tú estás sola, amiga ―agregó Martina. ―No sé cómo podré agradecerles todo esto que están haciendo por mí. ―No tienes nada que agradecer―afirmó Miguel―, hemos sido amigos toda la vida. Sonreí y recordé cuando su hermana y yo éramos chicas. ―Bueno, no era que tú nos tuvieras mucha paciencia ―acoté. Los tres nos echamos a reír. A decir verdad, nosotras éramos bien odiosas y siempre lo estábamos molestando. ―Yo les tenía mucha paciencia, pero ustedes me llevaban al límite. Eran odiosas hasta decir basta ―explicó risueño. ―Agradece que crecimos y no te molestamos más ―dijo su hermana. ―Menos mal, porque ahora no les tendría paciencia. ―Sigues teniendo paciencia, sino, no estarías aquí ―expresé con agradecimiento. Me devolvió una dulce sonrisa. ―Esto no es paciencia, Cristi, yo te dije, tú eres nuestra amiga de toda la vida y no te dejaremos sola. Yo correspondí a sus palabras con un abrazo. Miguel siempre representó, para mí, mi hermano mayor, un refugio, un verdadero amigo... Y algo más.
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