Mis peores temores se cumplieron el día siguiente. Ese sábado mi mamá no quiso ir a la feria, se sentía un poco agripada, dijo que le dolía un poco el estómago, se sentía algo afiebrada y ahogada. Fui yo sola, lo más rápido que pude y al volver, la encontré en la cama con un fuerte dolor en el tórax. Desesperada, llamé a la ambulancia, pero no llegaba. Los minutos se me hacían eternos. Volví a llamar, pero me dijeron que la única ambulancia que tenían estaba ocupada en un accidente. Salí a la calle a buscar algún vecino que tuviera auto para que llevara a mi mamá al hospital. En la casa de la Martina había un auto estacionado, así que corrí hasta allá para pedirle ayuda. Me dijo que no había problema, que ya iban a ir a buscar a mi mamá. Yo volví a mi casa, no quería dejar a mi mamá tanto rato sola.
―No llore, hija ―suplicó mi mamá, pero no podía dejar de hacerlo. Tenía mucho miedo.
―Usted tiene que estar tranquila, mamita, la Martina viene para acá para llevarla al hospital.
―No quiero ir al hospital, hija, no quiero que me lleven.
―No hable, mamita.
―No quiero morir en el hospital.
―Pero, mami, si usted no se va a morir.
―Ya no tengo fuerzas, hija, perdóneme por dejarla sola.
―Mami, no.
Lloré con más fuerza. Martina entró corriendo y me abrazó por detrás.
―Tía Zoila, vamos al hospital, mi primo nos va a llevar.
Mi mamá negó con la cabeza.
―Apoyen a la Cristinita ―le suplicó.
―No, mami. ―Lloré con desconsuelo.
―No llore, hija, ya no seré un estorbo en su vida. Sea feliz. Yo siempre la voy a cuidar desde el cielo. Dios y la Virgen le darán consuelo.
―No, mami, no. Vamos al hospital.
―Por favor, hija, no; no me lleven, quiero estar en mi casa, con usted. La amo mucho, mucho.
Apreté mucho su mano, no quería que se me fuera.
―¡Mami, no!
No era capaz de pensar ni analizar nada. Yo no quería que se muriera, pero sabía que no podía evitarlo. Mi corazón lo sabía.
Mi mamá cerró sus ojos en completa paz. Yo no lo estaba. Creo que mi grito de desesperación se escuchó hasta la China.
¡Mi mamá no podía estar muerta!
Martina me soltó para que yo pudiera abrazar a mi mamá. No quería dejarla ir. No podía ser que se hubiera muerto.
Poco rato después, Martina quiso separarme de mi mamá, pero yo no quería soltarla. Entonces, sentí unos brazos masculinos fuertes y firmes que sí lograron apartarme de mi mamá. Yo quise pelear y le pegué en el pecho, él afirmó mis manos y me apretó contra él.
―Tranquila, tranquila ―habló con suavidad.
Yo seguí llorando un rato allí, en el pecho de ese hombre, hasta que me calmé. Me aparté de él con mucha vergüenza.
―Perdón, perdón ―tartamudeé.
―Tienes que estar tranquila, amiga ―me dijo Martina, sobándome la espalda.
―Sí. Sí. Gracias ―atiné a decir.
Solo en ese momento, alcé mi vista al chico que acompañaba a Martina. No lo conocía. Miré a Martina interrogante.
―Es mi primo Daniel ―lo presentó.
―Disculpa, yo... yo... ―No sabía qué decir, quería que me tragara la tierra, en realidad quería morirme.
―No te preocupes, todo está bien ―respondió Daniel.
Miré a la cama donde estaba mi mamá y la tristeza volvió a invadirme.
―Me tomé la libertad de llamar a un médico, debe estar por llegar ―comentó casi tan avergonzado como yo.
―No debiste. Yo no... Gracias, es que yo... no...
―No te preocupes, hice lo que había que hacer.
Agaché la cabeza, yo no era capaz de nada. Ni siquiera de pensar.
¿Hay algo peor que ver morir a tu mamá? Sí. Tener que hacer los trámites para su entierro. Y, al ser su única pariente, me tocó hacerlos a mí. Debo decir que no estuve sola. Mi amiga Martina me acompañó en todo momento junto con su primo. El doctor al que llamó Daniel dio el certificado, lo de mi mamá fue un ataque cardíaco, por lo que no consideró necesario llevarla a un servicio médico, así que ellos me acompañaron a tramitar los papeles, a ver el cementerio. En unas horas ya estaba todo listo. La funeraria, el cementerio, los documentos... Fue un proceso horrible.
Mi mamá era una mujer muy querida por todos en el barrio, por lo que llegó mucha gente a acompañarla. La velamos en mi casa. Yo no me moví del lado del féretro.
―Amiga, tienes que sentarte y descansar ―me sugirió Martina.
Yo acepté porque sabía que eso tenía que hacer, no por otra cosa. Ella se sentó a mi lado sin decir nada. Solo me abrazó de los hombros.
―Ya ―dijo un joven que venía entrando con unas bolsas y se detuvo frente a Martina. Detrás venía con dos mujeres y otro hombre.
―Vamos a la cocina ―respondió mi amiga―. Quédate tranquila, yo ya vengo, voy a preparar unas cositas para la gente.
Para mí, aunque la entendía, estaba hablando en c***o.
Quería seguir llorando y no podía, ¿por qué a veces se secan las lágrimas, pero no el llanto?
―Hija...
Alcé la mirada y el rostro de esa mujer era el último que quería ver.
―¿Que quiere? ―le pregunté molesta.
―Zoila era mi hermana―respondió lacónica.
―No, ella dejó de ser familia de ustedes cuando mi papá nos abandonó, ¿o se les olvida? ―le hablé no solo a esa mujer, también a sus hijos que la acompañaban.
―Aun así ―replicó.
―Aun así, ¿qué? ¿Qué saca con venir a verla en un cajón si su ausencia en vida fue lo que apuró su muerte?
―No es verdad.
―Que la madre de uno la rechace debe ser uno de los peores dolores que una persona pueda sentir. Y toda su familia le dio la espalda.
―Ella tuvo la culpa, si tu padre se fue...
―Si mi padre se fue, fue porque él quiso.
―¡Ella lo engañó! ―exclamó en voz baja.
―Yo no lo creo, pero aunque así hubiera sido, eso no le daba derecho a él de abandonarnos, de abandonarme a mí; ni a ustedes de rechazarnos. Ella era la de la familia, no él.
―Menos mal que no vino mi mamá, tu abuela está muy enferma y no puede pasar malos ratos.
―Mi abuela murió cuando yo tenía siete años, no sé de qué abuela me habla.
―No digas eso.
―Lo digo y lo afirmo, señora, por favor, váyase, no tiene nada que hacer aquí.
―Sigues enojada con nosotros.
―Y ahora más que nunca, señora; ahora que viene, cínicamente, a su velorio, como si alguna vez ella le hubiese interesado.
―Yo la quería, era mi hermana.
―Poco se notó.
―Mi mamá está enferma, no puedes tratarla así ―intervino uno de mis primos, ya ni me acordaba de su nombre.
―Pues entonces no debió venir. Váyanse.
―¿Me estás echando? ―me preguntó la mujer.
―Sí, no la quiero ver aquí, ni a usted, ni a sus hijos.
―No me puedes echar del velorio de mi hermana.
―Es mi casa y aquí admito a quien se me da la gana, aunque sea el velorio de mi mamá.
Uno de los hijos de esa mujer se la llevó sin decir nada más.