Capítulo 8

1796 Words
Octavia Cuando la comida llegó una vez más a mi celda, extendí la mano para tomar la bandeja, notando cómo mi cuerpo había cambiado durante mi cautiverio. Mis dedos se sentían más delgados, casi frágiles, y mi piel parecía más pálida bajo la tenue luz que se filtraba en la celda. Mis dedos recorrieron mi piel, notando cómo la falta de una nutrición adecuada había dejado mi cuerpo notablemente más delgado. Las costillas eran ahora más evidentes bajo la piel, y mis brazos y piernas se sentían livianos, como si la fuerza que una vez poseían se hubiera esfumado. Cada hueso parecía más prominente, cada curva menos definida. Luego, mis dedos se deslizaron hasta la marca de Orión en mi cuello. Con un suspiro, recordé el momento en que esa marca fue hecha, un símbolo de un vínculo que creí eterno. A pesar de los esfuerzos de Lucien por borrarla, la cicatriz parecía intacta. Era como si, a pesar de todo, la conexión con Orión se negara a ser eliminada. Al tocar la marca, una oleada de emociones me inundó. Tristeza, anhelo, amor y una profunda sensación de pérdida. Cerré los ojos, permitiéndome sentir plenamente el significado de esa cicatriz, recordando los momentos que compartí con mi compañero, los sueños que construimos juntos. Esa marca, en contraste con las otras, era un recordatorio de algo puro y verdadero en mi vida. Con la cicatriz bajo mis dedos, me prometí a mí misma que, sin importar lo que costara, lucharía para volver a encontrar esa luz, para enfrentar a quienes habían causado tanto dolor, y, con suerte, para reencontrarme con Orión una vez más. Ese pensamiento me dio la fuerza para comer todo lo que había en el plato, consciente de que necesitaría toda la energía posible para lo que estaba por venir. Quedé paralizada al observar bien la bandeja de mi comida, con un brillo inusual, un simple cubierto que nunca antes me habían permitido tener. Con una sonrisa en mis labios, tomé el cuchillo viejo y lo evalúe. Jugué con él, dándole vueltas, mientras esperaba a que uno de los guardias viniera a recoger la bandeja. Sabía que actuar en ese momento sería un error fatal. No solo sería peligroso, sino que también arruinaría cualquier posibilidad de enfrentarme a la Diosa Luna. No, tenía que ser paciente, esperar el momento adecuado. Mi mente trabajaba rápidamente, calculando las posibilidades y los riesgos. Quería ver si los guardias se daban cuenta de la falta del cuchillo, si era un error que podía aprovechar. Mientras sopesaba mis opciones, sentí un atisbo de esperanza, una sensación de que, a pesar de estar encerrada en esta celda, todavía tenía cierto grado de control, todavía podía luchar. Y con esa determinación renovada, me preparé para lo que vendría, lista para aprovechar cualquier oportunidad que se presentara para luchar contra mis captores y, con un poco de suerte, cambiar el curso de esta guerra. La ausencia de Lucien desde que me había dejado en esta celda era inquietante. Habían pasado diez comidas, un método rudimentario pero efectivo para medir el tiempo en mi reclusión, y no había rastro de él. No podía decir que su ausencia me apenara; después de todo, la traición y el abuso que había sufrido a sus manos todavía dolía profundamente en mi pecho. A menudo, me encontraba reflexionando sobre lo que había sucedido con Lucien, especialmente después de que la Diosa le devolviera sus recuerdos. ¿Qué había pasado con el hombre que alguna vez afirmó tener sentimientos por mí? ¿Dónde estaba el Lucien que conocí antes de que se convirtiera en la bestia que ahora parecía ser? A veces, en los momentos más oscuros y solitarios de mi encierro, me parecía ver destellos del Lucien que conocí en las profundidades de los ojos de la criatura en la que se había transformado. Era como si, en algún lugar dentro de esa fachada cruel y despiadada, aún existiera una parte del hombre que había mostrado afecto por mí. Pero esas apariciones eran fugaces y siempre me dejaban con más preguntas que respuestas. Me preguntaba si había algo de verdad en sus sentimientos o si todo había sido una mentira, una manipulación más en el juego de la Diosa. La incertidumbre y la traición me dejaban un sabor amargo, una mezcla de dolor, ira y confusión que me acompañaba constantemente. A pesar de estos pensamientos, sabía que debía enfocarme en el presente y en la tarea que tenía por delante. La posibilidad de enfrentar a la Diosa Luna y poner fin a este sufrimiento era lo que ahora me mantenía en pie, lo que me daba fuerzas para seguir adelante. La determinación se había asentado en mí como una piedra angular de mi existencia en esta celda. La idea de terminar con el dominio de la Diosa Luna había trascendido el miedo a perder mi propia vida. Estaba dispuesta a sacrificarlo todo, si eso significaba dejar un mundo mejor para Ellie, no podía permitir que creciera en un mundo gobernado por la tiranía y el miedo. Las lágrimas que había derramado en este lugar ya se habían agotado. El dolor, que una vez me había llevado a un lugar oscuro y desesperado, ya no tenía el mismo control sobre mí. Ahora, era una fuente de fortaleza, una motivación que me impulsaba hacia adelante, lejos de la desesperación y hacia la acción. Recordé una promesa hecha hace tiempo, una promesa a Orión de que nos volveríamos a ver. Esa promesa se había convertido en un faro de esperanza, un recordatorio de que había algo, alguien, esperando por mí más allá de estas paredes. Estaba decidida a hacer lo que fuera necesario para volver a verlo, para cumplir esa promesa. En la soledad de mi celda, con el cuchillo escondido y la determinación ardiente en mi corazón, me preparé para lo que vendría. No sabía cuándo o cómo se presentaría la oportunidad de actuar, pero estaba segura de una cosa: cuando llegara el momento, estaría lista. La voz, ahora una presencia familiar en mi mente, resonó una vez más con aprobación. —Esa es la actitud, hija del Sol. Cada vez que tomaba una decisión firme o me reafirmaba en mi determinación, la voz se hacía más clara, como si estuviera sintonizada con mi fuerza interior y mi voluntad de seguir adelante. —¿Acaso lees mi mente? —pregunté en voz alta, mitad en serio, mitad en broma. La situación era tan extraña que la idea de estar perdiendo la cordura no parecía tan descabellada. La soledad y el aislamiento podían jugar trucos en la mente, y no estaba del todo segura de sí esta voz era un producto de mi imaginación o algo más. La habitación permaneció en silencio después de mi pregunta, sin respuesta de la misteriosa voz. A pesar de la incertidumbre sobre su origen, la voz me había proporcionado una extraña forma de compañía y apoyo en momentos de profunda soledad y desesperación. Era como si, de alguna manera, esa voz supiera exactamente lo que necesitaba escuchar, ofreciéndome palabras de aliento y fortaleza justo cuando más lo necesitaba. Con un suspiro, decidí aceptar la presencia de la voz, al menos por ahora. Si estaba perdiendo la cordura, al menos era una locura que me brindaba algo de consuelo. Y si había algo más detrás de ella, algo relacionado con mi destino o mi papel en esta guerra, estaba determinada a descubrirlo. Desperté al sonido de mi segunda comida del día siendo entregada. La bandeja fue deslizada a través de la pequeña abertura en la puerta de mi celda, y con ella vino la confirmación de que no se habían dado cuenta de que me había apropiado del cuchillo de la comida anterior. Eso me dio un pequeño atisbo de esperanza, un indicio de que aún podía tener alguna ventaja en esta situación desesperada. Con apetito reforzado por mi nuevo sentido de propósito, devoré los pedazos de pan duro, sumergiéndolos en el agua que me habían traído para ablandarlos lo suficiente como para comerlos. Aunque era una comida sencilla y lejos de ser satisfactoria, la consumí con una voluntad renovada, sabiendo que necesitaba mantener mi fuerza. Empecé a contar el tiempo entre comidas, a pesar de saber que era una locura tratar de medir el tiempo de esta manera. Pero en mi situación, cualquier información, por pequeña que fuera, podía ser crucial. Contar el tiempo me daba un sentido de control, una forma de mantener mi mente enfocada y activa. Y, siendo sincera conmigo misma, ya estaba bastante loca. La soledad y el aislamiento habían jugado con mi mente, pero en lugar de sucumbir a la desesperación, estaba utilizando esa locura como una herramienta, una manera de agudizar mi ingenio y mi voluntad de sobrevivir. En mi corazón, sabía que cada pequeña acción, cada pequeño acto de resistencia, me acercaba un paso más a mi objetivo final. Mis días en la celda se convirtieron en un ejercicio constante de observación y cálculo. Descubrí que me traían comida aproximadamente cada cuarenta y tres mil doscientos segundos, lo que equivalía a unas doce horas. Durante esos intervalos, el silencio fuera de mi celda era casi total, un vacío que se llenaba solo con el eco de mis propios pensamientos. Con la determinación de aprender más sobre mi situación y cualquier detalle que pudiera usar a mi favor, decidí intentar entablar conversación con los guardias cada vez que traían mi comida. Sabía que era un intento arriesgado y posiblemente infructuoso, pero tenía que intentarlo. Sin embargo, cada esfuerzo por iniciar un diálogo se encontraba con la misma respuesta hostil. Los guardias, sin excepción, me escupían y se retiraban rápidamente, rechazando cualquier intento de comunicación. A pesar de la actitud infantil y despectiva de los guardias, no permití que sus acciones me desalentaran. Seguí alimentándome de las sobras que me traían, intentando hablar con ellos cada vez que se presentaba la oportunidad. No iba a dejar que su desdén me apartara de mi objetivo de obtener información y mantener mi mente activa. Entonces, después de la cuarta entrega de comida desde que comencé a contar, algo inesperado sucedió. Una voz masculina juvenil resonó en mi celda, inmediatamente después de que el guardia se marchara. La sensación de ser observada me golpeó de repente, y rápidamente volví mi atención hacia la fuente de la voz, detrás de la puerta. Allí estaba, un joven de no más de quince años, de pie con una media sonrisa en su rostro. Su cabello rubio y sus ojos azules, idénticos a los míos, me miraban con una intensidad que me desconcertó. Sus palabras me dejaron atónita, eran las más absurdas y desconcertantes que había escuchado en toda mi vida. —Estás lista, hija mía.
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