Adeline guiaba el sedán gris prestado por su mejor amigo a través de las sinuosas carreteras que la conducían de regreso a un lugar que había jurado no volver a pisar.
El auto rugía suavemente bajo sus manos temblorosas, mientras el viento otoñal soplaba con fuerza, moviendo las hojas marrones y doradas que caían de los árboles. Aunque los paisajes verdes y las montañas en la distancia pasaban ante sus ojos como un borrón, su mente estaba demasiado ocupada como para apreciarlo.
"Esto es por mamá," se repitió por enésima vez, intentando infundirse el valor que sentía flaquear. El peso de la desesperación se hacía más intenso con cada kilómetro que la acercaba a la mansión de su padre.
No quería estar allí, no quería verlo, pero no había otra opción.
Finalmente, las imponentes puertas de hierro forjado aparecieron frente a ella como un resquicio del pasado, un recordatorio de todo lo que había dejado atrás desde que su padre decidió formar una nueva familia. El auto crujió sobre la grava al avanzar por el largo sendero hacia la entrada principal, todo estaba igual, y a la vez, todo parecía diferente, y cuando el motor se apagó, el silencio fue ensordecedor.
Adeline sintió cómo el frío del aire otoñal la envolvía al salir del auto. Se abrazó a sí misma, buscando algo de calor en su abrigo fino.
"Solo tienes que pedirlo, conseguir el dinero y largarte de aquí," se dijo a sí misma, tratando de ignorar el nudo en su estómago.
La puerta se abrió, revelando el rostro familiar de Marta, la empleada que había trabajado para su familia toda la vida, la expresión de sorpresa en su rostro era casi un espejo de la que Adeline había sentido al tener que volver a ese lugar.
—Señorita Adeline, tanto tiempo… —murmuró Marta, con una mezcla de calidez y preocupación. La miró con ojos tristes, como si ya supiera por qué estaba allí—. No sabía que vendría hoy. Su padre está en la sala... está acompañado.
Adeline no necesitaba detalles, la palabra "acompañado" pesaba en el aire, sabía exactamente quién estaba dentro. Con un leve gesto de asentimiento, siguió a Marta a través del largo pasillo. Cada paso resonaba en el mármol, mientras las paredes, adornadas con arte caro y muebles lujosos, le recordaban todo lo que ya no era suyo.
Cuando llegaron a la puerta de la sala, Adeline sintió un tirón en el pecho.
No había vuelta atrás.
“Todo por mamá.”
Marta abrió la puerta, revelando la escena que Adeline había imaginado durante todo el trayecto. Don Enrique, su padre, estaba sentado en su sillón de cuero favorito, su aspecto era elegante, pero el cansancio en su rostro era innegable.
Clara, su madrastra, estaba junto a él, con esa mirada afilada que siempre la había hecho sentir insignificante. Y Lucía, su hermanastra, se encontraba a un lado, luciendo tan impecable como siempre, con una sonrisa falsa que se evaporó al verla después de apartar la vista de su teléfono.
El silencio que siguió a su entrada fue opresivo, incómodo, tanto, que Adeline no hubiese titubeado en dar media vuelta y volver por donde vino, pero había un motivo de peso para estar ahí.
Era de vida o muerte.
—Adeline… —dijo su padre al verla, intentando sonreír, aunque su voz se sintió vacía—. Qué sorpresa verte por aquí. No te… no te esperábamos.
Adeline sintió cómo su estómago se revolvía cuando su padre miró con ojos preocupados a su nueva esposa, como si esperase que no le disgustara la presencia de su propia hija en su propia casa.
"Qué sorpresa verte por aquí. Ja, como si fuera una extraña."
—Papá… —empezó, intentando mantener la compostura, no iba a estarse con rodeos. Pero a pesar de que Adeline no se dejaba intimidar tan fácilmente, sentía que los ojos de Clara y Lucía la perforaban, burlándose de su debilidad con la que había comenzado—. Necesito hablar contigo. Es importante.
Un silencio incómodo cayó sobre la sala, y fue Lucía, su hermanastra, quien lo rompió con una risa burlesca.
—¿Tú? ¿Pidiendo algo? —su tono era tan agudo que le taladró los oídos—. Pensé que ya no necesitabas a nadie. ¿No es eso lo que nos dijiste antes de largarte?
Adeline sintió una punzada en el pecho, pero se obligó a no reaccionar.
"Esto es por mamá," se recordó. "No les des el placer de verte afectada."
Clara se inclinó hacia su esposo con una sonrisa calculada, sus dedos afilados jugueteando con la copa de vino que sostenía, y sus ojos se entrecerraron, evaluando a Adeline.
—¿Qué es lo que quieres, querida? —preguntó Clara con ese tono meloso que siempre usaba antes de soltar una daga—. ¿Dinero?
Adeline respiró hondo, sintiendo cómo sus manos temblaban ligeramente al cerrar los puños. No quería estar allí, no quería pedirles nada, pero ya no tenía otra opción.
—Es mamá... está muy enferma, —dijo, con la voz quebrada—. Necesita un tratamiento urgente y… no tengo el dinero para pagarlo. Por favor, papá… necesito cincuenta mil dólares.
Por un breve instante, el silencio cayó de nuevo sobre la sala. Los ojos de Clara brillaron con una chispa de malicia antes de que su boca se torciera en una sonrisa amarga. Lucía soltó una risa alta, cubriéndose la boca como si fuera la mejor broma que había escuchado en semanas.
—¡Cincuenta mil dólares! —exclamó Lucía, fingiendo sorpresa—. ¿De verdad crees que mi padre va a gastar todo ese dinero en una mujer que ya no tiene nada que ver con él?
La rabia latía en las venas de Adeline, pero su rostro permaneció inexpresivo. Se obligó a ignorarlas, clavando su mirada en su padre, quien ahora se veía pequeño en su sillón de cuero, pero sin dejar de verse un tanto sorprendido al saber que su exesposa necesitaba tanto dinero para salvar su vida.
"¿Tan mal está?"
—Papá, por favor... no sé a quién más acudir. —susurró Adeline, sonando más como una súplica.
Clara dejó escapar una risita de burla y lanzó una mirada furtiva hacia su esposo y Adeline la notó. Era como si Clara estuviera lanzándole un mensaje silencioso, un plan cocinándose en sus ojos. Don Enrique, quien había permanecido callado, la miró con detenimiento, como si hubiera recibido una orden.
El rostro de su padre reflejaba una lucha interna palpable. Después de un momento de pesado silencio, dejó escapar un largo suspiro, hundiendo los codos en las rodillas y llevándose las manos al rostro en un gesto de desesperación.
—La situación... es complicada, Adeline. —Su voz, cansada y rasposa, resonó en la sala con un tono de derrota que Adeline nunca le había escuchado usar antes.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, su voz temblorosa de temor ante lo que pudiera revelar.
—Estamos al borde de la quiebra. —Don Enrique la miró directamente, sus ojos revelaban una sinceridad cruda—. No tengo el dinero. Todo lo que tenemos... está colapsando. —La última palabra se le escapó como si pesara toneladas, haciendo que el aire en la sala se volviera aún más pesado.
Adeline sintió como si el suelo bajo sus pies temblara. Su primera reacción fue de incredulidad. Miró fijamente a su padre, buscando alguna señal en su expresión que indicara que lo que acababa de escuchar no era más que un mal entendido.
—¿Al borde de la quiebra? —repitió, su voz apenas un suspiro tembloroso. Las imágenes de los empleados, muchos de los cuales conocía desde niña, perdiendo sus trabajos se proyectaban como una película trágica en su mente.
—Enrique, querido… —Clara inclinó su cabeza, susurrando con una dulzura tan falsa que el aire parecía vibrar con la tensión de sus palabras—. Tal vez hay un modo de prestarle ese dinero a Adeline, no podemos ser tan desconsiderados con tu hija, es parte de la familia, ¿no es así? Es una Prescott después de todo.
Adeline sintió un escalofrío recorrer su espalda. ¿Qué estaban tramando? Los ojos de Clara brillaban con una idea, y por la forma en que su padre fruncía el ceño, estaba claro que entendía lo que su esposa le sugería.
—¿Qué modo? —Adeline apretó los labios, la incertidumbre creciendo en su pecho. Pensaba en posibles soluciones racionales, esperando que simplemente le ofrecieran un empleo en la empresa.
"Quizá me ofrezcan trabajar en la empresa para ayudar... No importa si tengo que trabajar veinticuatro horas, lo que sea," pensó, tratando de mantenerse calmada.
Esa posibilidad, aunque dura, era algo que podría manejar.
Don Enrique suspiró pesadamente, un sonido que parecía arrastrar consigo años de fatiga y preocupaciones. Frotándose el puente de la nariz como si tratara de aliviar un dolor de cabeza persistente, finalmente levantó la vista, la luz del atardecer que entraba por la ventana daba a su rostro un matiz dorado, acentuando las arrugas de preocupación que marcaban su expresión.
—Hay un inversor dispuesto a ayudarnos a salvar la empresa… pero hay una condición. —La voz de Enrique sonaba tensa, las palabras pesaban en su lengua como plomo. —Él necesita una esposa.
El silencio que siguió a esa revelación fue cortante.
Adeline sintió como si el suelo bajo ella se desvaneciera, el ruido sordo de su propio corazón latiendo en sus oídos era lo único que podía escuchar mientras procesaba las palabras de su padre.
Clara, observándola desde su silla, tenía una sonrisa sutil en los labios, como si estuviera a punto de cerrar un trato lucrativo. Lucía, por su parte, miraba la escena con una mezcla de shock y un interés morboso que no lograba ocultar.
Las palabras, "él necesita una esposa," resonaban en la mente de Adeline, cada eco más fuerte que el anterior, mientras intentaba aferrarse a algún resquicio de sentido en medio del caos emocional que esas palabras habían desencadenado.