La expresión de Clara cambió de inmediato, sorprendida por la dureza de las palabras de Adeline.
No era la respuesta de la misma niña que le decía sí a todo, no era lo que esperaba.
Adeline continuó, ahora mirando directamente a su padre.
—Si este es el tipo de "ayuda" que estás dispuesto a ofrecerme a mí, que soy tu hija, y a la mujer que una vez fue tu esposa y que estuvo contigo cuando no tenías ni un quinto, entonces no la quiero. Prefiero perderlo todo antes que rebajarme a algo así.
El silencio cayó como un golpe en la sala tras las palabras. Don Enrique abrió la boca para responder, pero las palabras no llegaron, y Clara, por su parte, se quedó sin habla, su rostro torcido en una mueca de sorpresa e irritación.
Adeline sintió un fuego en su interior, una determinación que no había sentido en años.
No se dejaría manipular y mucho menos por esa mujer que había destruido a su familia, dio un paso atrás, con su mirada fija en Clara.
—Lo que sí sé es que tú, Clara, y tu hija Lucía, no serían nada sin mi padre, —añadió Adeline, con una sonrisa amarga—. No olvides que antes de casarte con él, no tenías ni donde caer muerta. —Clara palideció de la ira, incapaz de responder, mientras Lucía se removía incómoda en su asiento y Adeline volvió la vista hacia su padre que permanecía en silencio sin saber por quién interceder. —Espero que la empresa y tu nueva familia de víboras te traigan la felicidad que perdiste con tu verdadera familia.
El rostro de Clara se contrajo en una mueca de furia instantánea, y antes de que Adeline pudiera reaccionar, sintió el golpe ardiente de una mano abofeteándola en la cara.
El sonido de la bofetada resonó en la sala como un trueno, y el aire se congeló.
Clara se irguió frente a Adeline, temblando de ira.
—¡Insolente! ¡Irrespetuosa! Vienes aquí, a nuestra casa, a insultarnos, ¡y te atreves a insinuar que mi hija, mi Lucía, se case con ese hombre! ¡Tú no estás en posición de exigir nada! ¡No estás en condiciones de poner condiciones!
El impacto de la bofetada fue más emocional que físico. Adeline llevaba años esperando este momento: la confirmación de lo que siempre había sabido, pero se negaba a aceptar.
Para su padre, Clara y Lucía siempre habían sido la prioridad.
El corazón de Adeline latía con fuerza, tanto por la ira como por el dolor, mientras se tocaba la mejilla ardiente con los ojos fijos en Clara, pero antes de poder decir algo más, Don Enrique intervino, levantándose de su sillón con una autoridad que rara vez mostraba con su nueva familia.
—¡Clara! —gritó, con una voz firme que no permitía lugar a dudas. —No vuelvas a ponerle una mano encima a mi hija.
El silencio volvió a caer sobre la sala, incluso la sonrisa burlona de Lucía se esfumó al ver como su padrastro defendía a su hija.
Clara, con la respiración agitada, se dio la vuelta, evidentemente afectada por el tono de su esposo, pero no hubo disculpa, no hubo arrepentimiento en sus ojos, solo una fría distancia, como si Adeline ya no fuera nada para ella.
Adeline miró a su padre, esperando algo más, algo que mostrara que realmente le importaba, pero no hubo nada. Don Enrique la miró con el rostro endurecido, como si todo esto fuera un inconveniente que él esperaba que ella superara por el bien de todos.
—Lucía es demasiado joven para casarse. —finalmente, Don Enrique rompió el silencio, como si nada hubiera sucedido. —Es muy joven, tiene un futuro brillante por delante, y no puedo arruinarlo. Pero tú… tú tienes la oportunidad de hacer algo por esta familia y también por tu mamá.
Adeline sintió cómo su corazón terminaba de romperse en miles de pedazos, la preferencia de su padre por Lucía era más que evidente, aun cuando su sangre no corría por sus venas, y aunque lo había sabido desde siempre, escuchar las palabras en voz alta era como una daga que atravesaba su pecho.
—Así que prefieres sacrificarme a mí. —finalizó Adeline con la voz llena de una mezcla de amargura y tristeza. —¿Por qué? ¿Es porque yo no importo? ¿O porque no tengo un futuro brillante como ella?
Don Enrique no respondió, pero el silencio que siguió fue más que suficiente, Adeline lo miró una última vez, buscando en su rostro una razón para quedarse, una razón para seguir luchando por su familia.
Pero no encontró nada.
—No lo haré. —dijo con firmeza. —No voy a venderme por dinero. No voy a casarme con un desconocido para salvar algo que tú destruiste.
Adeline respiró hondo, sintiendo el aire llenarle los pulmones con una fuerza renovada, estaba cansada, rota por dentro, pero en ese momento, era más fuerte de lo que jamás había sido en esa casa.
El rostro de Don Enrique se endureció, sus ojos se notaban apagados por la culpa, pero no dijo nada, no hizo ningún intento por detenerla, ni por defenderla, nada, y ese silencio lo decía todo.
Sin esperar respuesta, Adeline se dio la vuelta y caminó hacia la puerta con paso firme, sentía el peso de las miradas de Clara y Lucía perforándola por la espalda, pero no se detuvo.
No lo haría.
No era una víctima.
No más.
Sabía que, después de este momento, cualquier lazo que pudiera haber quedado entre ella y su padre estaba roto.
Cuando salió de la casa, el aire frío la golpeó en la cara, pero no era nada comparado con el golpe que acababa de recibir.
Su rostro todavía ardía por la bofetada de Clara, pero lo que más dolía era el abandono, la traición de su propio padre.
Adeline caminó hacia el auto, pero antes de poder subir, se detuvo, el dolor en su corazón era demasiado. Se apoyó en el vehículo, y las lágrimas comenzaron a correr por su rostro sin control alguno, los sollozos sacudieron su cuerpo, y todo lo que había estado conteniendo finalmente salió a la superficie.
Se sentía impotente, atrapada en una situación en la que no tenía poder para cambiar nada. Su madre estaba enferma, su padre la había traicionado, y el peso de todo eso la aplastaba.
Después de unos minutos, cuando pudo controlar su respiración, subió al auto cerrando de golpe como si quisiera poner fin a esa parte de su vida de una vez por todas.
Por unos segundos, se quedó inmóvil en el asiento, con las manos temblorosas sobre el volante. ¿Había hecho lo correcto?
Su madre estaba enferma, y ella no tenía nada más que ofrecerle, su padre era su última opción.
La angustia golpeaba su pecho, pero en su corazón sabía que había tomado la única decisión que podía respetar.
No se vendería.
No a ellos.
Adeline tenía algo que se llamaba dignidad.
Encendió el auto y condujo directamente al hospital sin mirar atrás, aceleró por el camino de grava que la alejaba de la mansión, del pasado, de todo lo que alguna vez creyó ser.
Ahora debía encontrar una solución por sí misma, y lo haría.
Por su madre.
Sabía que su madre la necesitaba, y aunque no sabía cómo iba a solucionar la situación, estaba decidida a estar a su lado.