Capítulo 30: Amigos

2744 Words
Artemis, diosa griega de la caza y los animales salvajes. Señora de las bestias. Devoraba toda la información que había en aquel libro sobre la diosa sentada junto a una ventana de la biblioteca. Revisaba la foto del busto de bronce con los ojos blancos y la corona de la luna en su cabeza. Releía cada uno de los mitos sobre su culto y las esculturas que la representaban como una cazadora con arco y flechas a su espalda. No se sentía para nada como yo, y ¿por qué debería? El silencio sepulcral solo ayudaba a que se acrecentara mi desesperación y cada una de las palabras que Hans y Jensen me habían dicho la noche anterior retumbaban en mi cabeza como si se tratara de una caverna hueca. Yo era incapaz de asimilar lo que Helena me había confesado, y de haberlo hecho, estaría aceptando que Sammuel estaba obligado a ser ese demonio por mi culpa. No, no podía ser. Tú le diste el poder para crear hombres lobo y ellos son tuyos, Artemis. Eso era todo lo que podía escuchar y lo último que salió de su boca antes que me marchara con todo un lío en la cabeza. —No creas todo lo que está escrito ahí —me dijo Hans sentándose frente a mí en la sombría mesa de la biblioteca. El chico se llevó todas las miradas indiscretas y par de cotilleos de los que estaban a nuestro alrededor. Su apariencia lo inspiraba, pues muy a pesar de que vestía con un saco borgoña sobre un abrigo oscuro, el permanente delineador de ojos n***o y sus uñas pintadas de rojo eran suficientes para llamar la atención de cualquiera. —¿Entonces qué se supone que tengo que creer? —pregunté completamente saturada de la situación. –—Lo que Helena te dijo anoche… —¿Por qué sigues llamándola Helena? —inquirí a la defensiva—. ¿Acaso su nombre no es Hécate? —Dime, qué nombre prefieres tú: ¿Elizabeth o Artemis? —Él era tan sutil como una bomba—. No te pedimos que lo asimiles todo en dos horas. Creo que dos vidas no son suficientes para hacerlo, pero sí es necesario que sepas lo que eres. —¿Por eso Helena te hizo venir a Valley City? —Ella fue a por mí a el santuario en Equior porque está muriendo —confesó Hans—. Está débil y lleva demasiados años en esta tierra. De algún modo, Persephone ya la está reclamando y no puede huir por mucho más tiempo. Ellas dos tienen la relación más tóxica del universo entero. —Persephone, la esposa de Hades… —hablé buscando su retrato entre las páginas del libro, pero Hans detuvo mi esfuerzo poniendo su mano sobre la mía. —No hay Hades, ni Plutón, ni Anubis. Solo Persephone. No le gusta el nombre de Hella, pero yo personalmente la llamo así. Rima a la perfección con “perra” —guiñó un ojo—. Lo que intento decirte es que todo lo que está en estos libros de los mortales es inútil. Todo es una mentira. Solo son mitos que los mismos dioses inventaron. La misma Persephone creyó que podría inspirar más terror en los humanos si se representaba a sí misma como un hombre y de la parte más benévola de su personalidad, nació el mito de su rapto. Todo un drama que escribió con ayuda de tu adorada hermana mayor, después de alguno de sus tantos revolcones. Nuevamente, mucha más información de la que yo necesitaba escuchar. Y ciertamente, no estaba preparada para que nadie se refiriera a Helena como mi hermana mayor en ninguna circunstancia. —Si es verdad lo que dices, entonces yo sería una de ellas… es impensable… Cerré el libro sobre la mesa y me separé de él. ¿Cómo podía alguien pedirme asimilar todo aquello? ¿En qué cabeza cabía? —¿Para qué me quieren? Incluso si lo que dicen es real, ¿qué necesitan de mí? Soy humana ahora, ¿no es cierto? —pregunté devolviendo el libro y saliendo con paso apresurado de la biblioteca, pero el pelirrojo me siguió y me acompañó en mi caminar. —Ya no lo eres —dijo y se apresuró a explicar al ver la mueca incrédula en mi rostro—. Cuando un dios cae, es humano hasta que recupera parte de su poder de alguna de sus criaturas. ¿Cómo crees que Helena ha vivido tanto tiempo? Porque tan pronto la derrotaron, fue a buscarme para que yo pudiera compartir mi energía vital con ella —hizo una pequeña pausa para que yo pudiera digerir su testimonio—. Yo fui su primer brujo. Tengo siglos, Elizabeth —por primera vez dijo mi nombre, y para aliviar el peso, dejó caer un comentario cargado de gracia que solo le podía funcionar bien a él—. Esta piel no parece tener tantos años, así que entiendo tu confusión. Se sintió satisfecho con mi sonrisa. —Si sirve de algo —confesé—, me caes muchísimo mejor que Helena. Hans pasó su brazo por encima de mis hombros y levantó sus cejas dejando escapar un suspiro de completo entendimiento. —Por supuesto, mi querida —dijo—. ¿Quién soporta a esa vieja bruja? —Entonces, de acuerdo a esto, cuando Sam me atacó en el bosque, recuperé mi “esencia sobrenatural” —hablé haciendo comillas con mis manos. —Bien poca, pero sí. Ese chico vendría siendo un Omega o un Lobo Solitario y no debería tener suficiente poder como para surtir ningún efecto en ti. Pero por la marca en tu hombro me atrevo a decir que este cambiaformas nació para grandes cosas —aclaró él—. ¿Acaso no te sentiste diferente después de ese día? —Si por diferente te refieres a adolorida… —¡Oh, querida! ¿Qué es el placer sin un poco de dolor? —sonrió Hans con un gesto ladino en su rostro. El chico me dejó sola en la puerta de mi casa y se despidió de mí con la promesa de volver a verme en la mansión Amell, dónde se quedaría a vivir por el momento. Erick y Anna estaban en mi habitación, y ya me había acostumbrado completamente a su presencia, y también a su cercanía. Pasaban muchísimo más tiempo juntos, y gracias al lazo de sangre entre ella y yo, sabía a la perfección que Anna sentía una innegable atracción por mi hermano. Pasé el resto de la tarde entre deberes y trabajos atrasados, acompañados por algo de música en un estéreo, pero al caer la noche, nuevamente el peso de las confesiones se comenzaba a sentir sobre mis hombros. Me salté la cena y me quedé en la tranquilidad de mi habitación, donde solo danzaban las notas de Haunting de Halsey. No estaba haciendo nada, no quería leer, no me apetecía escribir; solo estaba mirando la pared detrás de la cama cuando sentí los toques en la ventana que daba al tejado. Inmediatamente un solo rostro vino a mi cabeza, pero lo desterré tan pronto vi que estaba ocupando todo mi pensar. Rocé los aterciopelados pétalos de las rosas junto a mi cama con mis dedos y dejé que su aroma se impregnara en mis manos antes de abrir la ventana. Por todo lo que sabía, podía ser Mason o cualquier otro vampiro que estuviera detrás de lo que sea que yo fuera; diosa, humana o bruja. Sam apareció frente a mí con las manos en sus bolsillos y quedé estática. Olvidé todo lo que quería reprocharle o decirle; incluso, sí quería disculparme. Solo podía mirar sus penetrantes ojos verdes que, con melancolía y distancia, miraban a mis fríos ojos grises. El silencio duró unos segundos mientras yo me sentaba en el marco de la ventana desde adentro y él se alejaba de mí, dando pasos hacia atrás sobre las tejas rojas. Tenía un tatuaje nuevo que se extendía por todo su cuello y se envolvía en uno, uniendo el de su pecho con el de los brazos, debajo de una fina enguatada gris de cuello abierto. —Así que lo sabes —rompió Sam el silencio intercalando su mirar entre mis labios y mis ojos. —Así que regresaste —respondí restándole importancia a lo que ocasionaba su presencia en mí. —Necesitaba un tiempo fuera. —Te entiendo —asentí—. Yo también necesito un descanso de toda esta locura, pero aparentemente es imposible. Toda la mierda se apila junta, pero sale poco a poco. Me regresé a la cama, pero él quiso quedarse afuera, aunque se sentó en el marco de la ventana cuando yo me alejé. Tal parecía que estábamos rehuyendo el uno del otro constantemente en un vals de negaciones. —Por el lado positivo, al menos sabemos que el vínculo entre nosotros ha cedido un poco. Intenté darte tu espacio —dijo mirándome por encima de su hombro, pero tan pronto que hicimos contacto visual, apartó la mirada. Lo había extrañado. Esa era la realidad oculta que era por mucho, una verdad a voces. Lo extrañé cuando estuvo fuera, e incluso después de nuestra absurda discusión, sentía que algo estaba incompleto en mí si Sam no estaba en Valley City. Pero él no pensó ni una sola vez en mí. No lo vi. No lo sentí. Me desterró por completo y, aunque era mejor para todos, mi ego dolía de saber que no había detenido su pensamiento en mí un solo momento. Sin embargo, no podía aparentar mi vulnerabilidad frente a él, por lo que opté por ir a los reproches. —Sí. Acerca de eso, tenía algo para decirte antes de que sucediera lo de los neófitos en el bosque —hablé sin ningún tipo de vacilación evocando lo sucedido días atrás y haciendo todo lo posible por no sonrojarme—. La próxima vez que te acuestes con Helena, trata de no pensar en mí. —Eso puede ser un poco difícil —sonrió él sintiéndose atrapado mientras levantaba una de sus cejas y se mordía el labio inferior para no seguir riendo. Su descaro me hacía querer hacerle tantas cosas. Abofetearlo, besarlo, humillarlo, obligarlo a gritar mi nombre… Dios, me vas a matar. Tal súplica era todo lo que retumbaba en mi mente mientras mis ojos eran incapaces de despegarse de sus labios. Mi boca rogaba estar a la merced de la suya. —¡Me exasperas, Sammuel Fennigan! —exclamé llevándome las manos a la cabeza. Al fin una expresión genuina salía de mi boca para con él. La realidad era que él me irritaba y andar en puntillas de pie sobre vidrio roto no era mi estilo. Yo era de caminar sobre brazas si quería algo. Todo o nada desde el primer momento y aborrecía las verdades e intenciones a medias—. El mundo está cayendo sobre mi cabeza y literalmente estoy aquí reclamándote por tener sexo con Helena. ¿Qué demonios me estás haciendo? —Seamos honestos —aclaró él rodando los ojos en blanco y di gracias a los cielos de que nos separaba una pared, porque estaba segura estaba de que iba a reaccionar de la peor manera a su provocación—. Estás molesta porque te hice mirarme, no porque me acosté con ella. Su desfachatez no tenía comparación. La expresión en mi rostro se lo dejaba ver con completa claridad mientras él sonreía con la lengua mordida entre los dientes. Sam lo estaba disfrutando y en mi cabeza tenía bien claro que me la desquitaría con él por su osadía de jugar conmigo. —Te voy a hacer pagar por eso —solté emulando su descaro. —Cuento con ello —respondió él levantando una ceja en un gesto tan suyo como su sonrisa. Negando en un suave movimiento de cabeza, fui yo la que me mordí los labios y sus ojos fueron directo a mi boca. —¿Cómo podemos estar haciendo esto? —pregunté dando rienda suelta a mi habilidad para arruinar el momento—. Las últimas palabras que escuché de tu boca antes de esta noche fueron una confesión de muerte —recordé y su rostro se tornó mucho más suave con una genuina expresión de cautela—. Dijiste que debías haberme matado en el bosque cuando te cruzaste en mi camino. ¿Cómo pudiste decirme eso y ahora estar aquí… así? La mirada en sus ojos se pintó de sinceridad. No tenía en ella un ápice de malicia; no había una segunda intención en sus palabras. Ya el juego había terminado. —Debí haberte matado —respondió con un tono gutural que me hizo tragar en seco y aferrarme a la cobija sobre la cama, arreciando mis dedos a su alrededor como si fuera el cuello de Sam. Quería estrangularlo. Si él quería matarme, lo justo era que yo quisiera hacerle lo mismo. Mi molestia estaba mucho más acentuada de lo que quería mostrarle, pero fue imposible contenerme. Demasiadas cosas eran imposibles con Sam y él estaba totalmente consciente de ello. —Entiendo que me odies —me sinceré con él—. Si yo soy la razón por la cual tú cargas esa maldición, incluso yo misma puedo llegar a odiarme. Estrechó sus ojos y volvió a sonreír. —Yo no te odio, Elizabeth. Tú no eres esa Artemis para mí. Yo no escucho ni creo ninguna de esas estupideces de dioses caídos. Incluso si tú fueras la misma que puso está maldición en mí, yo no puedo hacerlo —quiso entrar en la habitación, pero no lo hizo—. Odio el vínculo entre nosotros dos. Odio lo que significa para mí. Por supuesto que no quiero que me veas en mis peores momentos. No quiero que conozcas mis secretos. No quiero que sepas mi reacción cuando estoy pensando en ti. Cuando imagino tus labios… Mi temperatura iba en aumento conforme él hablaba. Mi garganta se secaba y mi respiración se había agitado. Si él lograba arrancarme aquellas reacciones solo cuando me hablaba, no quería imaginar que más podría provocar si se acercaba a mi cuerpo. —Yo solo hubiera querido que nos hubiéramos conocido en circunstancias diferentes. Eso es todo —admitió. —¿Cambiaría algo? Era una pregunta que me hacía a mí misma. ¿Qué cambiaría si Sam y yo nos hubiéramos conocido en otro momento? Incluso si fuéramos otras personas. ¿Haríamos algo por nosotros mismos? ¿Acaso quería él hacer algo…? —Lo cambiaría todo —confesó entrando finalmente a mi habitación y agachándose a horcajadas frente a mi cama. Su sonrisa benévola me recordaba los primeros días de conocerlo y su rostro estaba al alcance de mis manos, las que se ocultaban detrás de mi espalda, luchando por no ir directo a su piel—. Lo cambiaría todo, Lizzy, porque ahora sé que es completamente imposible tenerte para mí como yo quisiera. No sé si lo que puedo llegar a sentir por ti es algo real o es algún tipo de juego del destino causado por este estúpido lazo. Entonces, sí. Prefería haberte matado que verte tan cerca de mí y no poder hacerte nada de lo que quiero. La consternación en mi rostro se reflejó en el suyo propio. La barrera entre nosotros era mutua y mucho más fuerte que solo un miedo a herir al otro. Era pavor a no poder sentir o actuar por las razones correctas, pero ¿había razón en los sentimientos de cualquier modo? —Lo comprendo —asentí al escuchar su preocupación—. Yo también siento la misma euforia cuando estamos en la misma habitación juntos. Quiero matarte y a la vez quiero… —Yo también —me interrumpió con aquella sonrisa ladina que renacía en su rostro—. Pero no podemos, así que intentemos llevarlo de la forma más amigable posible —habló poniéndose de pie y dando unos pasos atrás. Inhalé con algo de seguridad. No quedaba mucho más que hacer para definir nuestra situación actual. Para esas alturas de la noche, todas las palabras estaban dichas y las confesiones pertinentes, hechas. —Bien. ¿Amigos? —pregunté extendiendo mi mano. —Amigos —aceptó él, pero cuando cerró sus dedos alrededor de los míos, ninguno de los dos quería terminar el roce.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD