Capítulo 31: Euforia

3773 Words
Todo lo que sentí fueron sus manos. Su roce suave; su piel caliente. No era necesario nada más para provocar que un volcán de emociones encontradas hiciera erupción dentro de mí, y a la vez, me hacía falta todo de él. Cuando Sammuel se marchó de mi habitación, yo era un manojo de sentimientos encontrados. Estaba sudada en pleno invierno. Mis músculos estaban tensos y tenía la respiración cortada. Aquel era el efecto que el pelinegro ejercía sobre mí. La palabra “amigos” en boca de Sam carecía de todo significado. Jamás podríamos ser amigos entre tanto explotaran entre nosotros todos aquellos deseos silenciosos, ávidos de conseguir una realización. Decidí tomar un baño para recuperar la compostura y refrescarme antes de ir a la cama. Estaba tan agitada que era necesaria una distracción para caer de vuelta a la tierra. Llené la tina y cuando el agua estuvo lo suficientemente caliente como para mi gusto, me sumergí en ella, intentando desterrar todo recuerdo de Sammuel de mi cabeza. Un descanso de mi pensamiento sería bastante bien recibido, por lo que, jugando con el agua, terminé imaginando a Lachlan nadando en el lago. Parte de mí solo esperaba que, queriendo evocar a Lachlan de alguna forma, el nombre de Sam se desvanecería de mis labios. La realidad, sin embargo, no podía estar más alejada de mi desesperada súplica al universo. Solo somos y seremos amigos, me repetía a mí misma constantemente en un tortuoso recordatorio. Quizás no seamos nunca nada más que solo aliados. Sentía mis mejillas sonrojadas y el calor no brotaba del agua, sino de mi piel. Recordando las manos de Sam entre mis dedos, di un suspiro en el que se me fue parte del alma y quise interrumpirlo sumergiendo mi rostro en la bañera. Estaba en un temblor por la exaltación. Excitada y a la vez resentida con él. Por él. Ni siquiera sabía si era posible tener dos sentimientos tan opuestos el uno de otro por una misma persona. Era una contradicción constante que nunca había existido en mi cabeza y ahora se levantaba como la única realidad absoluta. Sammuel me atraía tanto como me repelía. Todo su ser era para mí sinónimo de deseo, lujuria, resentimiento y odio. Lo aborrecía con la misma intensidad con la que lo adoraba y no sabía qué hacer para controlar la urgente necesidad de tenerlo entre mis manos. Salí de la tina y me enrollé en una toalla. Con toda la libido por los cielos, esa noche me apetecía sentirme sexy. Quizás solo para mí, o quizás para alguien más. Me vestí con mi juego de lencería favorita; aquel que era de encaje n***o y se ajustaba a la perfección a mis delicadas curvas. Nunca había sido precisamente delgada como modelo de revista. Estaba orgullosa de mi escote; no muy pronunciado, pero bastante redondeado. Mis caderas siempre habían sido anchas, tenía muy buen trasero y la cintura pequeña era mi mejor característica. Con el cabello húmedo y alborotado, cayendo en ondas negras sobre mi espalda y los labios rojos de tantos mordelos para desterrar a Sam de mi mente, regresé a mi habitación poniendo seguro en la puerta del baño. Hice lo mismo con la del pasillo y, sintiéndome bastante acalorada por la situación, me dispuse a ir a la cama. Cuando me volteé, sin embargo, tuve que dejar escapar un quejido ahogado por una mano ajena al ver a Sammuel de pie frente a mí. Él llevaba su cabello recogido a la perfección y solo un mono gris cubría su cuerpo dejándome saber qué, tal vez, ni siquiera llevaba ropa interior debajo. Su torso desnudo me hacía recordar la noche en la que lo vi con Helena frente a mis narices. Su mano tapaba mi boca para que no gritara al verlo irrumpir así en mi privacidad, y cuando estuvo seguro de ello, la movió sobre mi rostro con gentileza hasta que su dedo índice terminó delineando mis labios. —Supongo que esta es mi penitencia por jugar contigo la otra noche —sonrió totalmente consciente de lo que me disponía a hacer y pasando sus ojos ávidos de mí por todo mi cuerpo. Tragó duro y pasó la lengua por sus labios, justo como lo hacía cada vez que se privaba de algo que le apetecía. En un brusco empujón de mi parte que no surtió mucho efecto sobre su trabajado torso, lo separé de mí. —¿Qué demonios haces? —inquirí como si yo no quisiera que él estuviera allí conmigo. —¿Qué quieres que te diga? —se encogió de hombros—. Se hace difícil no pensar en ti... Su tono de voz ya era suficiente para cortarme la respiración. No era necesaria aquella sonrisa mordida o los ojos verdes brillando del deseo. —Tienes que irte —respondí tragando en seco e intentado mostrarme implacable ante él, cuando la realidad era que yo estaba tan inestable como una gelatina. Era un manojo de nervios flojos bajo su mirar—. Te he dicho mil veces que no quiero estar en medio de lo que tú y Helena tengan. —Y yo te he dicho mil veces que no tenemos nada —habló él rodando los ojos en blanco—. Helena es bisexual, y le van más las chicas que los chicos. Solo está conmigo cuando está aburrida y yo... —Ni siquiera quiero escucharlo —dije dándole la espalda y abriendo el clóset para cubrirme con algo de ropa. Sammuel frunció los labios en una línea fina y atigró sus ojos mientras sentía su mirada en mi piel. —Eso no es muy amigable de tu parte —se atrevió a decir mientras yo me vestía con un maxi pullover que no era que llegara mucho más allá de mis caderas. Me metí en la cama cruzada de brazos y me cubrí las piernas con la cobija. Parecía una niña pequeña en pleno berrinche mientras Sam me observaba divertido desde la puerta de mi habitación. No tenía intención alguna de abandonarme y ya su arrogancia comenzaba a colmarme la paciencia. —Estoy a nada de comenzar a imaginar una masacre de gatitos con tal de que te pierdas de mi cabeza —hablé con una palpable molestia que lo hizo carcajearse, y a mí, retorcerme por dentro. Él caminó hasta mi cama y se dejó caer en el lado opuesto a donde yo estaba mientras me esforzaba por encoger mis piernas para no tocarlo. —¡Oh, vamos, Lizzy! —sonrió con picardía volteando los ojos en blanco—. ¡Lo estábamos haciendo tan bien hace unas horas...! —¡Sí, y ese es el problema contigo siempre! —exclamé al verlo ensanchar su sonrisa. Él se divertía cada vez que yo me picaba—. Por cada minuto que estamos bien son tres horas mal de castigo. —¿Entonces esto es tu castigo? —siseó acomodándose sobre la cama tensando músculos. Definitivamente, Sammuel no llevaba nada debajo de aquella pijama y toda su masculinidad estaba en un tortuoso display para mí—. Yo que creí que iba a ser el mío... —dijo chasqueando la lengua de la forma más sexy posible. —Creí que íbamos a ser amigos... —me atreví a recordarle nuestra conversación de hacía solo un momento. —El problema es, Elizabeth —habló posando sus ojos verdes en mí—, que mentí cuando te estreché la mano. No puedo ser amigo de alguien a quien deseo. —¿Y qué deseas de mí? —presioné y no me convenía mucho jugar con aquel lobo, todo ávido de acción—. Hace unos días deseabas matarme. Esta tarde deseabas alejarte de mí... ¿Qué deseas ahora, Sammuel Fennigan? —Lo que siempre he deseado desde que te vi por primera vez en esa biblioteca —su voz se tornó embriagadora y mi respiración se agitó en mi pecho que subía y bajaba con cero autocontrol—. Saberte a mi lado. —Yo no soy de nadie. —Lo sé —me interrumpió—. Y yo no quiero que seas mía. Yo quiero ser tuyo... Le lancé una patada instintivamente y él tomó mi pierna en el aire. Rió como un juguetón niño pequeño cuando detuvo mi berrinche y yo luchaba contra mí misma para no deshacerme por su sonrisa. Ese calor abrasador amenazó con consumirme otra vez cuando Sammuel presionó su pulgar contra la planta de mi pie y extendió su meñique, delineando mi tobillo sin separar sus ojos de los míos. Una corriente eléctrica recorría mi estómago y me obligaba a apretar mi abdomen. El cosquilleo más allá del ombligo parecía acrecerse a la vez que Sammuel pasaba sus dedos por el talón y subía con una lentitud sublime por mi pie hasta sobrepasar la región del tobillo. Era el más simple de los roces y él no tenía la intención de detenerse, pero no había prisa en su movimiento. Quería que yo sintiera como su piel besaba a la mía; como todas las terminaciones nerviosas respondían a su tacto y como me erizaba entre sus dedos. Solo él rotando su mano sobre mi pierna hasta llegar a la pantorrilla era suficiente como para hacerme apretar la cobija entre las manos y obligarme a morderme los labios para no gemir. —¿Puedes sentir eso? —preguntó Sam y yo no sabía si iba a ser capaz de hablar o solo dejaría escapar un quejido sordo como respuesta, pues estaba de boca abierta con el pecho agitado y las bragas mojadas. Joder. Si solo él lo supiera. Blandió su índice contra la cara interna de mi muslo y sintió mis músculos tensarse. Bajó la mirada de mis ojos y se encontró con que me había destapado casi completa, dejando ver la fina lencería clavándose en la piel blanca de mis caderas. Volvió a tragar en seco y vi su virilidad palpitar debajo de la ropa. —Sientes eso, ¿no es cierto? —inquirió regresando su rostro a mí. Mi pie estaba apoyado en su hombro y a medida que él se inclinaba sobre mí, sentía su aliento batir contra mi piel. Claro que lo sentía. Lo añoraba. Lo necesitaba. Me estaba volviendo loca. —¿Por qué te siento aquí? —pregunté sumida en un éxtasis total. —Es nuestro vínculo —respondió Sam atrapando mi otro pie con su mano libre y subiendo en el mismo trayecto que ya había recorrido en mi otra extremidad—. Puedo sentir tu piel... —continuaba entrecortando las oraciones a medida que avanzaba en su invasión hacia mí. Sus manos estaban en mis caderas. Sus dedos, se deslizaron debajo del encaje de la tanga y subieron hasta mi cintura, apretando la tela sobre mi sexo, haciéndome arquear la espalda y obligándome a soltar un gemido para satisfacer sus oídos. Él podía haber roto las finas tiras clavadas en mi piel, pero optó por no hacerlo mientras dibujaba una sonrisa en su lujurioso rostro. Estaba disfrutando verme así de vencida por su simple tacto. —Puedo oler tu perfume —prosiguió con una voz gutural y embriagadora liberando sus manos y bajó su nariz a mi ombligo. Había separado mis piernas y se abría paso entre ellas. Sus abultados pectorales estaban sobre mi pelvis y, obligando a mis muslos a deslizarse por su espalda musculosa y rasgada, apretaba mi cuerpo contra la cama. Sus ojos, clavados en los míos. Su boca, rozando mi abdomen bajo... —Puedo saborearte —habló buscando aprobación en mi rostro antes de pasar su lengua por encima del límite marcado por la tanga, provocando que me arqueara nuevamente en un quejido. ¿Acaso necesitaba alguna otra confirmación de mi añoranza de él? Mis piernas abrazaban su espalda. Mis manos se aferraban a sus bíceps a ambos lados de mi cuerpo, y mi sexo... Mi sexo vibraba bajo su pecho, húmedo y rogando recibir todo de él. —Incluso... puedo morderte... —susurró batiendo su aliento contra mi depilado monte Venus y clavó delicadamente los dientes en mi piel, ávida de él. —Sam... —gemí a ojos cerrados sintiendo sus músculos con mis manos y subiendo a su cabello n***o para enredarlo en mis dedos. Quería tenerlo todo para mí. Sentir el peso de su cuerpo sobre el mío. Pedirle a gritos que me poseyera y ver sus centelleantes ojos verdes mientras se adentraba en mí. Me apetecía besar su cuello, morder su clavícula. Marcarlo con mordidas y besos y escucharlo gemir mi nombre cuando lo hiciera terminar. Quería saberlo mío y que él me supiera suya. Él subió a besos por mi estómago. Su lengua húmeda jugueteaba en círculos sobre mi piel mientras se acomodaba sobre mí. Su dura erección se acercaba a mi centro con una fiereza descomunal y amenazaba con romperme en la primera embestida. Incluso por encima de la ropa, Sam era demasiado para mí. Quitó mi pullover con suma delicadeza y bajó un tirante de mi sostén con sus dientes, besando todo el camino de vuelta al centro de mi pecho, sin tocar aún nada más íntimo, muy a pesar de mis súplicas no verbales para que lo hiciera. —Por favor... —me rompía yo en jadeos sintiendo su agitado corazón sobre mi pecho y su violento falo contra mi sexo—. No puedo más... Su lengua subía mi cuello. Lo mordía. Lo saboreaba. Con su pulgar en mi barbilla, me obligaba a no bajar la cabeza para poder degustar todo de mi piel. Un simple gesto de un dedo suyo me hacía mover el rostro para que él pudiera pasearse por mí a rienda suelta. Con la otra mano en una de mis piernas, peligrosamente cerca de mi trasero, comenzaba a marcar el ritmo de mis caderas debajo de él. Estábamos con la ropa aún separando nuestros cuerpos y yo creía que iba a explotar en un orgasmo solo provocado por su boca y el empuje de su erección sobre mi sexo. —Joder... —balbuceaba yo al sentir la lengua de Sam succionando mi barbilla, completamente descolocada e impávida de lo que él pudiera hacer conmigo. Si quería romperme, únicamente en aquel momento, yo se lo permitiría. Sus ojos se detuvieron sobre los míos y limpió el sudor de mi frente con sus dedos. Sonrió con benevolencia y detuvo el contoneo de sus caderas sobre mí. Mis manos estaban en su duro trasero, apretando su desnudez debajo del mono gris. Mi boca quería ir desesperadamente a la suya. —Puedo sentir casi todo de ti —habló besando mis mejillas ruborizadas—, incluso tu humedad —dijo bajando su mano hasta el extremo superior de mi tanga y haciéndome estremecerme por su tacto cuando abrió mis sexo con sus dedos—. Pero no puedo estar dentro de ti... y no puedo besarte los labios. Era un castigo demasiado severo como para aceptarlo, pero con sus manos y su erección golpeando mi placer, ya era suficiente como para hacerme correr en un grito. Sammuel era consciente eso, y sabía a la perfección que poder hacerme tener un orgasmo explosivo sin necesidad de penetrarme. Solo esperaba a que yo se lo pidiera. —Entonces... —finalmente hablé cediendo a su deseo—. Bésame en todos los demás lugares. Su sonrisa fue absoluta. Él quería escuchar la súplica de mi boca. Necesitaba ver el hambre en mis ojos. Y tenía hambre de él... de sus labios, y aunque no pudiera degustarlos como realmente quería, algo de Sam sería mucho mejor que nada de él. Volvió a pasar su pulgar por mis labios y lo vi tragar en seco. Su mandíbula se tensó cuando rozó mi lengua y miró al techo con una sonrisa perversa cuando apreté mis dientes alrededor de su dedo. —Esto es una tortura —habló con una voz ronca y los ojos amenazando con tornarse vidriosos de la lujuria. —Te dije que te iba a hacer pagar por lo que hiciste—–sonreí sabiéndome capaz de arrebatarlo. Él estaba tan desenfrenado sobre mí que daba por sentado que no había nada más con lo que le iba a hacer sufrir más que con la imposibilidad de dominarme. Sammuel era posesivo, eso lo sabía, pero yo no iba a permitir que me limitara de ninguna forma. Adentró su mano en mi ropa interior con la fiereza que lo caracterizaba y con la otra, rompió el sostén con un gesto rudo, dejando a mis pechos libres al fin. Aprisionó uno de ellos con su mano libre y rodeó el pezón del otro con sus labios. Jugaba con ambos magistralmente. Succionaba con fuerza y cuando estaban sensibles a su tacto, los mordía para hacerme gemir. Yo me quería morir entre su boca y su mano en mi entrepierna era capaz de las mismas maravillas, aunque me apetecía más. Mucho más. Abrió los pliegues de mi sexo y sintió toda la humedad de mi centro. Cerró los ojos y presionó su virilidad contra mí. —¡Joder! ¡Lo que te hiciera...! —riñó en un absoluto tono molesto y con una expresión frustrada en el rostro. Sabía a la perfección lo que me haría. Tenía todo de él rogando por adentrarse en mí y el no poder culminar lo que había empezado, lo estaba matando. Reí con superioridad al ver su frustración y Sam se desquitó con una mordida en mi clavícula haciéndome gritar de la excitación. Volvió a reír él y llevó sus dedos a mi sexo, dibujando círculos a su alrededor. Lo que ese hombre hacía con sus dedos no tenía comparación. Presionaba mi centro y luego lo liberaba para que le pidiera de mi propia boca que continuara. Me iba a romper solo con sus dedos y odiaba la sensación de poder que eso le daba a él. Metí mis manos en su pantalón y liberé el monstruo entre sus piernas. Y que monstruo... Su grosor no era una broma. Su longitud, tampoco. Una sola estocada suya y estaría deshaciéndome en gemidos y jadeos con su nombre, y su expresión al saber mi realización, era sublime. Sam apretaba la mandíbula mientras mi mano se movía de arriba a abajo, abarcando todo su masculinidad que vibraba de la excitación. Su boca no se separaba de mi cuello y lo sentía respirar con fuerza, pero no me miraba. —Mírame —pedí en calidad de orden sin detenerme. Él tampoco se había detenido en su jugueteo en mi sexo y yo estaba al punto de explotar. Sin embargo, no lo haría hasta que él no terminara—. Mírame, Sam... Levantó el rostro al fin y vi sus ojos brillantes, centelleantes de la excitación mientras su torneado abdomen comenzaba a contraerse y los espasmos hacían que se violentara el movimiento de sus caderas contra mí. Sí. Así. Sam intentaba ir a por mis labios y no podía. Yo quería hacer lo mismo y terminaba frustrada en mi deseo de sentir su lengua jugando con la mía. Enredó su mano entre mis cabellos y continuó presionando mi sexo con la otra. —Esto es una tortura —jadeaba mordiéndose los labios y apretando la mandíbula. Su pecho parecía querer explotar y no era el único. Yo me arqueaba bajo él, presa del calor y del orgasmo que iba a comenzar en mi interior. Él prosiguió a hacer lo propio con un gruñido rudo mientras unió su frente con la mía y se apretaba contra mi rostro en un vano intento de reducir la brecha entre nuestras bocas y llegar a besarme. Podía sentir su aliento en mis labios, más no podía sentir nada más. —Elizabeth, no puedo más... —gruñó Sam en un gemido ronco estirando su cuello sobre mí. Pasé mi lengua por su cuello entonces y vi la oportunidad de besarlo como él lo había hecho conmigo, dibujando círculos alrededor de sus voluminosos trapecios hasta que lo sentí explotar entre mis manos con gemido que emuló a un rugido de liberación absoluta. No me detuve hasta que supe que no había más de él para entregar; cuando sentí el peso de su cuerpo doblarse sobre mí, mordiéndose los labios y con los músculos tensos para no gritar del glorioso orgasmo que había tenido. —¿Te hice sufrir? —me atreví a preguntarle cuando hubo recuperado la respiración, solo un minuto después de terminar. —Me hiciste morder mis labios para no gritar tu nombre —riñó—. Así que tú vas a gritar el mío. Regresó a mi sexo y me rompió en instantes. No se detuvo un solo momento y no dejó de mirarme hasta que un segundo climax me consumió. Cuando estuve en el punto del éxtasis extremo, él mordió la cicatriz de mi hombro y me abatió como nunca ningún otro hombre lo había hecho antes. Fue una vibración extraña la que se extendió por toda mi columna y explotó en mi sexo. Fue algo que hizo que mi abdomen se contrajera y las convulsiones se arreciaran debajo de sus caderas. —Di mi nombre, Lizzy —me pedía Sam riendo al verme extasiada, pero yo me negaba a complacerlo y en cambio exploté en sus dedos con una sonrisa amplia en la cara al verlo divertido por no darle lo que él quería. —Me vas a matar, Elizabeth Shendfield —habló él besándome en la frente cuando la euforia hubo pasado, pero sin salir de arriba de mí. Yo aún tenía mis piernas enredadas en su cintura y creía que el temblor que las dominaba luego de aquella agotadora sesión de jugueteo, no me iba a permitir ponerme de pie otra vez. —No puedo volver a hacer esto —me atreví a decirle y Sam rodó sobre la cama conmigo arriba. Me acomodé sobre su pecho como almohada y él me sostuvo en un abrazo. Yo era tan menuda ente su cuerpo que creía que iba a desaparecer. —Lo sé —asintió con benevolencia y aquella dulzura que tenía durante los primeros días de conocerlo—. Esta fue la primera y la última vez. Su aceptación me desgarraba, pero era necesaria. —Y va a ser jodidamente difícil, porque me encantas y eres adictiva, Elizabeth —continuó escondiendo mi cabello detrás de la oreja en un gesto dulce—. Pero esto no va a suceder otra vez. Con la promesa de la imposibilidad, el pelinegro besó mi frente y se quedó a mi lado hasta que me dormí en sus brazos.

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