Capítulo 29: Artemis

2275 Words
La oscuridad de la noche me sorprendió en la habitación de Helena y se sumó al sobresalto el encontrar al inusual Hans Roy frente a mi cara. El maquillado pelirrojo me observaba con un palpable detenimiento en su rostro. —Oh, mi pequeña. Me compadezco de ti —habló pasando sus dedos por mi cabello. Jensen, Anna y el resto de los chicos estaban en la habitación. Todos menos Sam—. Él vendrá —dijo tan pronto puse mi pensamiento en el pelinegro, al que no había visto en semanas. —¿También puedes leer lo que pienso? —No, querida. Puedo leer tus ojos, y ellos estaban buscando a alguien que no está en este cuarto. —De vuelta al punto, Hans —exigió Helena con su voz más autoritaria—. Hay una razón por la que estás aquí. Incluso si no era capaz de ponerme en pie o si no podía ser tan contundente como quería, me apetecía poner a aquella chica en su lugar. —¿Y por qué no puedes hablar tú? —presioné tan pronto la pelirroja me volvió a dar la espalda—. ¿Por qué no podemos hablar solo tú y yo y tienes que esconderte detrás de alguien a quien no conozco? Asumo que trajiste a Hans aquí solo porque lo que sea que tienes que decirme, debes hacerlo con alguien al lado —presioné hasta el punto de ver a la chica tragar en seco y a los demás retroceder con sus rostros redundantes—. ¿Eres tan poca cosa o tienes miedo de mí? Helena se cruzó de brazos y frunció el cejo. —En mi vida tendré miedo de ti —riñó ella tensando los labios. —Quizás sea mejor si las dejamos solas —sugirió Anna, pero solo con sus ojos, la pelirroja dejó saber que necesitaba a Hans en la habitación para sentirse un poco más cómoda. ¿Necesitaba sentirse segura de mí? —Jen —musité yo, y el rubio asintió dejándome saber que se quedaría a mi lado en todo momento. El silencio lo invadió todo por un instante, y solo fue interrumpido por el chirriar de una silla sobre el suelo de madera cuando Helena se dispuso a sentarse frente a mí y se dignó a hablarme directamente por primera vez en toda la noche. Sin una mala forma de por medio o sin su natural saña. Helena intentaba decirme algo. —¿Qué sabes sobre religión, Elizabeth? —inquirió la joven mirándome a los ojos. Me sentía escudriñada en medio de figuras tan imponentes. Después de todo, entre aquellos tres sumaban milenios y yo no llegaba a los 17 años de edad. —¿Te refieres a Dios…? —Religión —repitió Helena con algo de impaciencia. Era demasiado pedir que ella estuviera tranquila a mi alrededor—. Cualquiera de ellas. —Es un conjunto de creencias alrededor de una figura divina... —respondí sudando frío. —Exactamente. Una figura o varias. Y en nuestro mundo, hay varias. —Lachlan me dijo algo al respecto —dije a tientas—. ¿Hay tres diosas? —Hay cientos, Elizabeth —rectificó Hans, que hasta el momento no había hablado, solo observaba nuestras interacciones—. Hubo un tiempo en el que existieron miles. Era increíble. Algo inimaginable incluso, pero me encontraba entre vampiros, profundos y cambiaformas, por lo que ya la línea que separaba lo real de lo ficticio había desaparecido por completo. Si existían deidades de algún tipo rigiendo nuestro mundo, no era algo que debía asombrarme en lo más mínimo, después de todo. —Necesito saber más —pedí para poder tener una visión mucho más clara de lo que intentaban decirme. —Básicamente, la realidad no dista mucho de lo que tu cerebro limitado puede asimilar —habló ella y su tono regresó a ser ese fastidioso que yo recordaba—. Pero en vez de ser solo un dios absoluto por encima de los humanos, existen actualmente una decena de deidades igualmente supremas. —Los conoces a todos. Han ido adoptando diferentes nombres a lo largo de los siglos y varían en diferentes culturas, pero realmente siempre son los mismos en cada relato. Desde los egipcios hasta los mayas. Cada religión politeísta tienen a estas deidades en su patronazgo y todos ellos son o fueron reales. Hay dioses menores, mayores y caídos —intentó explicarme Jensen. —¿Caídos? —repetí yo en una súplica tonta por más respuestas. Quería ser mucho más rápida a la hora de captar todo lo que intentaban decirme, pero las revelaciones se movían a una velocidad mucho mayor a mi entendimiento. —Sí, mi querida —se sumó Hans al debate—. No es muy fácil matar a una divinidad. La realidad es que estos idiotas son una verdadera patada en los huevos y no mueren. Caen. Estaba perdida nuevamente. Sentía que era demasiada información para procesar, pero por alguna extraña razón, sabía que era necesario comprender todo aquello que me estaban diciendo para encontrar mi lugar en el mundo. —¿Y quién puede matar a un dios? —volví a inquirir. —Cualquiera —sonrió Hans—. Las criaturas más indefensas, como los humanos, pueden matar a un dios siempre que tengan en sus manos alguna reliquia sagrada. Las reliquias son posesiones divinas. Una espada, un arco, una capa, incluso, una pluma encantada o una de las perlas de la perra de Persephone... —¿Y Persephone es real? —¿Qué acabo de explicarte? —replicó Helena llamándome la atención para que no me distrajera en detalles. Me parecía que estaba de vuelta en el kínder y ella era la profesora sustituta más terrible y poco explicativa del universo. —Sí, claro —recordé—. Los humanos pueden matar a un dios, pero los dioses no mueren; caen no sé a donde... Era una jodida jerigonza. —Como te dije antes —intervino Hans tomando a Helena por los hombros, pues parecía que la pelirroja iba a tener un ataque cardiaco en cualquier segundo–, estos hijos de puta no mueren; sino que caen al mundo humano. Nacen como seres humanos sin ningún tipo de poder cuando son derrotados. —¿Me estás diciendo que se convierten en humanos? —Sí. Simples mortales con días limitados si no buscan la ayuda de los seres que crearon. Comenzaba a comprender un poco más, pero definitivamente no me gustaba lo que estaba escuchando. El camino que estaba tomando aquella conversación no era el que yo jamás me hubiera imaginado. —Como Selene —hablé haciendo que una mueca de disgusto total se extendiera sobre el rostro de Hans—. Ella creó los vampiros y a los hombres lobo. Si ella cayera, necesitaría ayuda de ellos para… ¿mantenerse con vida? ¿Voy entendiendo algo? —Permíteme darte algo de crédito, mi querida —dijo de inmediato el altanero pelirrojo con una sonrisa satisfecha en el rostro—. Eres demasiado inteligente para ser tan bella. Nos dejas a los demás inmortales en ridículo. Helena rodó los ojos y se dirigió a la ventana de la habitación, nuevamente de espaldas a mí. —Solo he escuchado sobre Selene —repasé—. Anna me ha hablado de ella y de sus brujas. Pero no sé mucho más. —Te lo explicaremos todo —aseguró Jensen con su natural tono taimado. —Hubo tres hermanas quienes regían la oscuridad en el plano mortal —comenzó Hans—. Cada una de ellas tenía una función en el cielo de la noche. Una reinaba sobre los animales de la oscuridad, otra sobre las aguas y la tercera, sobre la luna. Y era perfecto. Había una armonía entre ellas que las hacía superiores a los otros hermanos divinos. Los gemelos Vanir, Freyr y Freya, no tenían ni un solo chance frente a esta trinidad, porque eran tres unidas —me contaba el pelirrojo y veía como Helena se apretaba los brazos cruzada de manos y observaba mi reflejo en el cristal de la ventana—. Pero el amor es frágil, y el poder siempre se saborea dulce en los labios, por lo que la hermana del medio, Selene, traicionó a la mayor, la diosa de la luna y madre de las primeras brujas rojas, Hécate. Recordaba el nombre. Erick había llamado Hécate a Helena la primera vez que la vi en el Pub. El gesto de Jensen, asintiendo ante mi suposición me dejó saber que efectivamente, estábamos hablando de la historia de la pelirroja. Helena no era una simple bruja; ella era una de esas diosas caídas de las que hablaba Hans. —Selene tenía sus brujas, como todas las demás. Nuestras sacerdotisas eran fieles a nuestro culto. Nos mantenían con el poder suficiente como para ser la gran trinidad inmortal —habló Helena súbitamente—, pero mi hermana sacó ventaja de una patética riña mortal para crear a estos seres que nunca debieron haber existido. —Criaturas que se alimentan de humanos… —recordé. —No está permitido —se volteó ella—. Nosotras no podíamos dañar a ningún ser. Ni siquiera a otro de los sobrenaturales que caminan la tierra. —¡¿Hay más?! —No muchos más quedan vivos —explicó Hans—. Se van extinguiendo conforme sus dioses van cayendo en el mundo humano, pero estamos hablando de faes, elfos oscuros y toda clase de criaturas que no has imaginado ni en tus más retorcidos sueños. —Tú eras la hermana mayor. La diosa Hécate, ¿no es cierto? Diosa de la luna y las brujas —me aventuré a hablarle a la pelirroja, que apretó su mandíbula y exhaló con algo de pesar—. ¿Por qué Selene se volvió contra ti? —Por sus hijas, las sirenas —rememoró la pelirroja—. Los humanos las cazaban por su belleza y mi hermana les dio dientes filosos para que se vengaran de ellos. Tan pronto Nemea probó la sangre humana, el poder de Selene se magnificó y comprendió que si quería reinar por encima de nosotras dos y de todos los otros dioses, tendría que hacer que sus criaturas se alimentaran de sangre mortal. Las brujas blancas nunca iban a ceder, porque eran hijas de humanos y sus raíces mortales corrían por sus venas, pero mi hermana era demasiado inteligente para nuestro propio bien y comprendió que tenía que hacerle entender a su sacerdotisa suprema que solo la venganza podría terminar su dolor. Selene engañó al hijo de la bruja para que tomara posesión de una mujer casada. Cómo respuesta, sus dos hijos tomaron venganza de él matándolo con sus propias manos. Todo lo que restó hacer después, fue darle el poder necesario a la bruja para lanzar una jodida maldición sobre aquellos dos pobres diablos que dura hasta nuestros días. —Los vampiros y los hombres lobo nacieron de esa maldición —recordé. Las palabras de Sammuel me golpearon cuando me había confesado que no podía controlar su forma sobrenatural y que todo se debía a una maldición puesta sobre él. Esa maldición milenaria que una diosa había colocado sobre sus hombros. —Sí —asintió Helena. —¿Y qué sucedió con la hermana menor? —pregunté de inmediato, pues al parecer, se había perdido en el relato de Helena—. Eran tres, ¿no es cierto? Hécate, Selene... ¿Y la menor? Hans tragó en seco y Jensen apartó la mirada. Había algo que nadie me quería decir, y sabía bien claro que era algo que giraba a mi alrededor. —Sí, la pequeña. Ella tomó muchos nombres, cómo nosotras dos. Incluso en un punto se dio a conocer como Diana y Artio —continuó Helena y se escuchaba algo de nostalgia en su voz—. Pero ella vivía en un mundo completamente diferente al nuestro. Mucho más puro y genuino. A ella solo le interesaban sus animales. Sus perros, gatos, búhos, serpientes, lobos… y cuervos. Un escalofrío recorrió mi piel. ¿Cuervos? —¿Ella se mantuvo afuera, entonces? —quise creer yo, quién sabía a la perfección como se llamaba la diosa griega de la caza, equivalente de la romana Diana o la celta, Artio. —Por supuesto que no. De otra forma yo no estuviera aquí y ahora mismo conversando contigo —dijo y sentándose frente a mí, finalmente dejó escapar aquello que tenía atorado en su garganta desde el minuto que me vio por primera vez—. Mi pequeña Artemis me traicionó también. ¿Artemis? Mason me había llamado así en el bosque. Creí desfallecer y me sostuve del colchón frío, como para sentir una superficie ajena a mi piel para comprobar que no me encontraba en un sueño. —Selene creó a los vampiros con su propio poder, pero necesitaba de algo más para la maldición de los cambiaformas —agregó Hans y por un momento, yo solo quería dejar de escucharlo todo. Helena, por otro lado, lo único que quería era decirme aquello que me negaba a oír. —Tú le diste el poder a Selene para crear hombres lobo y ellos son tuyos, Artemis. La maldición sobre Sammuel la pusiste tú, hermanita... La silueta de Sam apareció en la habitación como si hubiera sido invocado por mí ante las palabras de la chica. Su rostro distante me miraba con la melancolía y opaca sombra con la que lo conocí en mi primer día en la biblioteca. Con una mirada hosca, el muchacho desapareció nuevamente dejándome sola.
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