GENEVIEVE —Quiero ir a verte después del trabajo—, su voz era ronca. El mismo ronco que había dejado un charco en mis bragas hacía unos días ahora no hacía nada. Sé que había pedido lo que me había dado, pero en algún momento pensé que querría darme más placer que dolor. Aquella noche no había lujuria en sus ojos, solo deseos de infligirme dolor. Me estremecí al recordarlo: su mirada, el sonido de su voz cuando me ordenó que volviera a adoptar la posición. Moví mi ensalada y elegí las espinacas y el pollo e intenté ahuyentar el recuerdo. —Mira, tenemos que hablar, Preston. Le oí resoplar: —Te doblaré el sueldo. Lo que esté dispuesto a pagarte, te lo doblo. Puse los ojos en blanco: —El soborno no va a funcionar conmigo. —Tiene que haber algo que quieras—, su voz volvía a ser ronca