Mintió... Abel había tomado aquella medida casi desesperada frente a Karina allí en ese ático, y eso no le había dejado para nada feliz. Al contrario, él se había sentido culpable durante todas esas horas que quedaban para comenzar a realizar la limpieza de la casa.
Pero... ¿Acaso era tan malo decir una mentira piadosa cuando algo parecía de locos o inapropiado? No lo sabía a ciencia cierta y trataba de ya no torturarse más, fallando en el intento.
Lo que había pasado ya estaba en el pasado, pero su mente no dejaba de repetir cual eco sus propias palabras para que su prometida dejara de invadirlo con preguntas y posiblemente futuros reclamos.
«Nada en concreto, mi amor. Me pillaste pensando en qué voy a hacer con todas estas cosas de aquí. Eso es todo, no te alarmes, preciosa».
No obstante, Abel no estaba del todo errado, ya que en verdad había pensado eso, simplemente obvió lo que le había parecido fuera de lo normal. Odiaba sentirse débil o lunático, prefería que las personas, incluyendo a Karina, lo vieran como un hombre bien y con sus atributos mentales en su lugar. Prefería mil veces irse por el lado de las mentiras piadosas que quedar en ridículo.
Aparte de todo, Karina quedó satisfecha con la pregunta. Realmente se había ahorrado muchos conflictos innecesarios; de eso no le quedaba la menor duda. Pero a pesar de todas las justificaciones que se daba, su conciencia le hacía sentir un poco mal y no sabía el por qué.
Todo aquello se aunaba con el hecho de que su corazón seguía sin poder olvidar la cálida voz de su madre y las palabras de aliento de su padre. Cada vez que creía sentir sus presencias inclusive dentro de su departamento, no podía evitar pensar que ellos seguían con vida y al regresar a la realidad terminar en un llanto incontrolable allí en plena soledad.
Por suerte para Abel, su trabajo de ocho horas lo distraía de los fantasmas oscuros de su mente. Se le iba el tiempo como agua entre las manos, en el que tenía que viajar de un lado a otro asesorando personas con respecto a la adquisición de casas, apartamentos o de edificios enteros.
Incluso si sus labores implicaban quedarse en la oficina, aquel quehacer era muy laborioso y lo mantenía ocupado. Ya llegaría el siguiente día, en el que tenía que pensar en su futura casa y hogar.
De hecho, había contratado un equipo de limpieza y mudanza que le ayudara con los cargamentos pesados, para después de que Karina y él finalizaran de organizar todo lo que necesitaban. Con decir que, hasta había cancelado algunas de sus sesiones de práctica de boxeo para centrarse en el presente.
Pero como el tiempo no perdonaba, cuando Abel sintió ya era el momento de pasar por Karina para regresar a la antigua casa de sus padres. Mientras subía a su auto su corazón se oprimía, ya que, entre cavilaciones no se borraba la imagen del rostro de aquella mujer del retrato ¿Pero qué le estaba pasando con ese maldito cuadro?
Siguió pensando en eso mientras manejaba y al llegar a casa de Karina se olvidó por una fracción de segundo. Necesitaba concentrarse en ella y en el porvenir. Esa era su realidad, ¿qué más quería su mente de él mismo? Ni siquiera él lo sabía. Quizá sí había quedado lunático después del terrible acontecimiento de sus padres; era algo que le costaba superar.
Karina, con entusiasmo casi corrió hacia él, quien se había bajado del auto para esperar a que saliera. Ella se abalanzó a sus brazos y se saludaron con un casto beso en los labios. Abel no podía dejar de alegrarse al sentir que la felicidad estaba allí, al alcance de la mano y con la persona que había elegido para su esposa.
Ambos iban debidamente preparados para la ocasión con ropas cómodas y frescas. Abel iba en playera, un pantalón corto deportivo y zapatos tenis, lo cual volvía loca a su prometida, ya que aquella vestimenta resaltaba los músculos de su torso, brazos piernas y glúteos.
Karina vestía una blusa floreada sin mangas, un pantalón pescador que ya casi no usaba y unos zapatos estilo mocasín, muy cómodos a su parecer; y para que su pelo no estorbara se había hecho una trenza francesa. A Abel le encantaba cómo la ropa que elegía ella siempre resaltaba su bella silueta.
Entre pláticas varias sobre temas casuales, ya habían llegado a la casona. Abel quería comenzar a disponer de algunas cosas que le parecían un tanto innecesarias para que se quedaran, entre ellas el cuadro de sus pensamientos. Despabiló y ambos jóvenes bajaron del auto.
—Hoy vengo preparada y con mucha energía. Todo saldrá bien, ya verás. —Karina intentaba animar a su prometido.
—Yo sé que así será —comentó para sonreír con debilidad. En serio, se hubiera bebido algo energizante, porque pensar tanto le agotaba tanto o más que hacer deporte.
—¡Arriba ese ánimo, mi vida! —exclamaba Karina para intentar revivir el vigor que antes caracterizaba a su prometido.
Abel sonrió con amplitud, la vibra de Karina lo reanimaba sobremanera. La besó en la frente y ambos se dispusieron a pasar adelante. Se colocaron mascarillas por aquello del polvo y Karina se colocó un pañuelo en la cabeza, el cual amarró detrás de su nuca. Mientras tanto, Abel observaba cada resquicio de la gran sala.
«Si en algún momento llegáramos a faltar por causas de fuerza mayor, recuerda que lo material es solo eso, hijo. No te quedes con nada que tú no desees solo porque te recuerde a nosotros». Las palabras de Alondra, su madre, se agolparon en su mente. Abel apretó los labios para calmar su tristeza.
En realidad era difícil para él deshacerse de aquellos artículos y accesorios que sus padres amaban, pero todo se veía ya demasiado usado y sucio, que tendría que hacer caso a lo que le dictara su corazón.
—Comencemos con las habitaciones, ¿te parece? —inquirió Abel como si estuviera hipnotizado por sus pensamientos.
—Claro, lo que tú digas —respondió Karina en un hilo de voz. Ella seguía preocupada por él y sus repentinos cambios de ánimo.
Abel vio la expresión de preocupación de ella, y despabiló por fin. No dejaría que la depresión entrara y se adueñara de su cuerpo y alma. Era una decisión definitiva y no estaba dispuesto a seguir con tanta negatividad en su día a día.
Sus padres jamás hubieran querido que él estuviera autodestruyéndose de esa manera. Cerró los ojos, respiró profundo y de sus labios salió una sonrisa genuina, llena de una paz que hace días no sentía.
—Bueno, mi cielo... ¡Empecemos! —dijo Abel con el entusiasmo que acababa de nacer en él.
—¡Alcánzame si puedes! —exclamó Karina mientras corría gradas arriba. Ella hacía más llevaderos sus días desde que la conoció.
Al llegar a las habitaciones se pusieron manos a la obra de inmediato. Comenzaron a empacar todo lo que fuera ropa y zapatos. Prosiguieron con la ropa de cama, cortinas y papelería que perteneció a sus padres; eso lo llevaron al carro para luego discutir sobre lo que harían con ellos.
Siguieron con los cuartos de huéspedes e hicieron el mismo procedimiento. Abel acarreaba cosas para afuera y Karina sacudía y barría los restos de polvo que caían al movilizar todo. En poco tiempo habían terminado de desocupar la mayoría de las cosas de las habitaciones.
Abel iba caminando por el pasillo y su mirada se dirigía hacia el ático. No sabía si era porque desde un inicio le echó el ojo a la cantidad de objetos olvidados o si era por... el retrato.
Aquel pensamiento comenzó a fastidiarlo de una manera insistente. No tenía alternativa; para dejar de pensar tanto en ello desplegó la escalera hacia abajo y sin avisar nada a Karina iría a ver qué tanto quería ese ático de él.