Abel había estado más que obsesionado con el viejo anticuario durante el tiempo que transcurrió luego de esa noche. Algo pasó en la forma en que el hombre lo había mirado… el terror que irradiaban sus ojos le había provocado una intranquilidad casi permanente.
Necesitaba respuestas, precisaba entender por qué su visita le había provocado esa extrema reacción justo cuando él tuvo aquel episodio con la dama que le robaba los pensamientos más de lo que quisiera.
Los primeros dos días se propuso a la hora de su almuerzo ir al lugar del anticuario -en realidad no tenía disponible otro tiempo y el hambre era poca, aunque sabía que eso estaba mal-, tocando con insistencia, pero nadie respondía a su llamado. El tercer día vaya que llenó de ansiedad que se convertía en miedo para Abel cuando vio un moño n***o colgado en la puerta.
«¿Cómo mierda es posible esto? —pensaba mientras zapateaba con la ansiedad haciendo estragos en su pecho—¿El anticuario muerto justo después de mi visita?».
Abel negaba con desconcierto y una sonrisa tensa, no se lo podía creer y tampoco parecía haber alguien a quién preguntarle sobre el asunto, si prácticamente acababa de conocer al hombre.
De repente observó pasar a un par de mujeres mayores, de inmediato pensó que quizás alguna de ellas conocía al anticuario. Decidido, se acercó a ellas con una sonrisa educada, la cual en combinación de su traje de negocios logró causar una muy buena impresión en el par de ancianas, así pudo preguntar si conocían al anticuario.
Las dos mujeres se miraron entre sí con un dejo de pesar y se dispusieron a responderle a Abel.
—Sí, lo conocimos —dijo la canosa mujer—. Era un hombre amable, aunque bastante reservado. Tenía varios achaques… la presión y osteoporosis, pero se mantenía bien con medicamentos. Él estaba bien en apariencia.
Abel frunció el ceño con intriga.
—¿Saben algo sobre su… partida? —preguntó Abel con cierta pena—. Lo digo, porque hace tres días lo conocí y me realizó un trabajo.
La segunda mujer suspiró con tristeza.
—Realmente no sabemos qué fue lo que pasó, hijito, y la familia no quiere decir detalles, solo sabemos que dicen, se fue a dormir y a los dos días, sus hijos vinieron a abrir la casa solo para encontrar…
Abel sintió un extraño nudo en el estómago y resignado, agradeció la información con una voz que intentaba ocultar su verdadera y gran inquietud. Las mujeres asintieron, le dieron su bendición y siguieron su camino, dejándolo solo con sus pensamientos.
Su conciencia lo atormentaba, llenando su mente de dudas y cuestiones sin respuestas concretas.
¿Podría ser solo coincidencia o el cuadro le hizo eso? Se negó a creer que su visita estuviera ligada a la causa del fallecimiento del hombre.
«Eso no puede ser… talvez sus enfermedades se lo llevaron… o un accidente también podría ser una explicación».
Intentando racionalizar lo ocurrido, Abel se alejó de ese lugar con el miedo y la confusión latiendo en su corazón.
Pasaron algunos días y ni siquiera pudo reunir el valor para mirar el cuadro de la Doncella allí en ese vacío apartamento. El sentimiento de agobio, de saturación mental lo abrumaba, podía sentirlo con la creciente tensión entre él y Karina.
Su prometida parecía estar molesta casi todo el tiempo y aunque intentara entenderla, la verdad era que no podía hacerlo, no podía leer su mente y ella quizá estaba normal, era él el del problema, se sentía cada vez más aislado que sentía que explotaría en algún momento.
Cuando él llegaba a casa, Karina percibía el estado diferente de ánimo de Abel, pero simplemente no sabía cómo abordarlo, la distancia emocional entre ellos parecía abrir un vacío cada vez más grade y evidente con el pasar de los días.
—Abel… ¿Qué tal el trabajo, todo bien? «Estás tan ausente últimamente» —Karina hacía preguntas cotidianas y se amarraba la lengua para evitar cualquier comentario controversial.
Él levantó la mirada, esa que estaba perdida desde quién sabe cuántos minutos mientras paseaba el tenedor en el plato sin tocar casi nada de la carne o las verduras que había en este.
—Sí, sí, solo… demasiadas cosas en la cabeza, ya sabes —Abel carraspeó—. Lo de las horas extra en el trabajo me está matando, sabes que remodelar es primordial para los dos.
Karina asintió y suspiró, porque sentía a su prometido tan cercano, pero a la vez tan lejos, para soltar un comentario en apariencia inofensivo.
—Abel, ¿no crees que ya no hablamos como antes? Es como si esto de vivir juntos se sintiera… no sé cómo explicarlo —dijo Karina, esforzándose por no sonar histérica ni en crisis.
—¿En serio? Para nada, amor… nosotros estamos bien, lo que sucede es que tengo tantas cosas en la mente que a veces no sé cómo sacar esa tensión. El boxeo ya no parece ser suficiente ¿Sabes a qué me refiero?
Abel levantó la vista, observando la preocupación en los ojos marrones de su prometida. Sentía el peso de sus propias inquietudes y la culpa de no poder compartirlas con ella ni con nadie.
—Abel… tal vez sea momento de cambiar de hobby, no sé solo es una idea que podría ayudarte —sugirió Karina mientras posaba su mano con suavidad sobre la de Abel—. Igual, decidas lo que decidas yo te apoyaré.
El corazón de Abel se aceleró con esas comprensivas palabras de Karina y apretó su mano con agradecimiento y compartió un casto beso con ells, pero él mismo sabía que nadie podía hacer algo con sus tormentos.
Por las noches ese malestar era aun peor; incluso cuando se recostaba al lado del sensual y cálido cuerpo de Karina, algo parecía diferente y los pensamientos llegaban para no darle descanso a su mente.
El pensamiento sobre el fallecimiento del anticuario, el cuadro de la Doncella, las inexplicables sensaciones que sentía al poner un paso en la casa.
Mientras se regodeaba en la tensión que lo inundaba, Abel comenzó a pensar que debía enfrentarse a sus temores y volver a investigar el cuadro de la Doncella. Sentía que, de alguna manera, las respuestas que buscaba estaban intrínsecamente ligadas a esa misteriosa dama. Sabía que no podía seguir evitando la realidad por más aterradora que fuera.
«Mañana mismo volveré a verlo… necesito entender todo en absoluto para solucionar todo con Karina y con la Doncella».
Mientras tanto, Abel no notaba ni un poco como Karina lo observaba desde la oscuridad de la habitación. Sabía que había pasado noches de desvelo y era algo que, en la mañana, con esas grandes ojeras era más que evidente, pero no se sentía con la fuerza de hostigarlo, aun no había llegado ese límite que despertaba su paranoia… de que algo más ocultaba su prometido.