Abel comenzó a sentir un fuerte e involuntario palpitar en su corazón, era indescriptible lo mucho que sentía al ver materializada a la dama que en el retrato parecía lejana, irreal, más que eso... una obra de arte.
La doncella misteriosa seguía respirando con dificultad. Abel escrutó su vestido, parecía tener un corsé demasiado apretado, a lo mejor esa podría ser una de las razones, se veía que era una prenda demasiado de incómoda de llevar, como los vestidos que usaban en antaño en esos siglos pasados.
—¿Qué te ocurre, señorita? ¿Estás bien? —preguntó Abel, y se inclinó con preocupación.
La joven abrió los ojos con lentitud y alzó la mirada para fijar sus grises orbes en los de él, esos que estaban llenos de lágrimas y un posible terror. En realidad, le resultaba difícil adivinar algo sobre lo que ella estuviese pensando o sintiendo.
«¿Sus ojos no eran acaso color cocoa? —pensó Abel rápidamente—. Quizá lo antiguo del cuadro no me permitió detallar algunos colores por el deterioro con el paso del tiempo».
Abel despabiló de sus pensamientos cuando ella respiró más fuerte de lo normal, terminó de arrodillarse junto a ella, su preocupación crecía a cada segundo que pasaba y no sabía cómo abordar a la inaccesible mujercita.
—No sé de quién se trate usted, extraño caballero —dijo la doncella en un hilo de voz mientras su miraba lo escrutaba con evidente enrarecimiento—. Pero… no tengo a nadie más en este lugar, no sé por qué aparecí en este campo y… con usted otra vez. Solo sé que no puedo… respirar.
La joven volvió a cerrar los ojos, por su evidente malestar y parecía que con ese vestido de largo faldón le impediría caminar en ese estado.
—Tranquila, tranquila, yo tampoco sé por qué me encuentro aquí contigo —afirmó Abel, con la respiración agitada—. Quisiera saber qué te pasa para poder ayudarte.
Ella abrió los ojos nuevamente y lo volteó a ver, consternada por alguna razón, entreabrió su pequeña y pálida boca, como preparándose para hacer algún reclamo o comentario. Pero pronto pareció perder la conciencia y cerró los ojos.
—Oye… ¡Oye! —exclamó Abel al ver que ella ya no respondía.
En realidad, la doncella ya no respondió más a la voz de Abel, se había desmayado, pero él comprobó que seguía respirando con debilidad. Pronto a su mente llegaron las lecciones de primeros auxilios que había aprendido como un apéndice a sus sesiones de boxeo.
Para un boxeador era importante saber cómo controlar su estado mental y físico en el ring, así que en esos momentos Abel agradeció tener esos conocimientos que sabía al no haber un médico experto porque estaban en un casi desierto, podrían ser de utilidad si las aplicaba a la joven.
«Está bien… aquí vamos».
Abel centraba su mirada en la casi inerte joven y con las manos temblorosas intentó retirar las finas, enguantadas manos de ella, accediendo al vestido para aflojar el corsé de la pálida joven, pero le resultó imposible, parecía estar pegado a su piel y la prenda tenía tantas cintas entrelazadas que más bien enredaban su mente.
«Lo que es solo conocer datos históricos en la teoría… no sé nada de lencería femenina antigua», pensó Abel y se rio para sus adentros.
Desesperado, dejó eso atrás aquella idea que le parecía depravada, mejor intentó reanimarla de varias formas, como por ejemplo, inclinarla cerca de sus rodillas para que su torrente sanguíneo llegara mejor a su cabeza. Incluso consideró la resucitación de pecho, pero no resultó.
Al final, decidió aplicarle respiración boca a boca. Tragó saliva con dificultad cuando la idea surcó su mente, pero decidido a ayudar a la dama, se acercó nervioso a su rostro y su mirada se fijó en los carnosos labios de la doncella.
«Vamos, Abel, puedes hacerlo… es solo una técnica S.O.S y ella necesita tu ayuda».
Se inclinó, sintiendo el calor de su tibio aliento mezclarse con el suyo, la tomó por esa fina naríz, abrió su boca con cuidado y se lo pensó muchas veces para proceder. Pronto cerró los ojos con fuerza, estampó su boca contra la de ella y comenzó a aplicar la técnica con cuidado. Requirió de varias repeticiones y su corazón parecía querer salirse de su pecho por alguna razón.
Al fin la joven abrió los ojos con ese último soplido para volver en sí una vez más, pero lucía desesperada, el sudor perlaba su frente y decía cosas delirantes que Abel no podía entender del todo.
—Quiero volver… volver… tengo que volver —musitaba con debilidad y un leve temblor en su cuerpo.
—¿Volver a dónde? ¿A dónde quieres que te lleve? ¿Qué es lo que pasa? —exigió Abel respuestas, pero la joven seguía fuera de sus cabales, lo cual era tan frustrante para él.
Abel no lo pensó dos veces y la cargó, sintiendo su débil cuerpo recostado contra su pecho y mirando el larguísimo faldón que desde esa altura casi caía a nivel de las rodillas de él, era fascinante.
Pronto se centró en otros detalles, como en la suavidad de la piel de ella y una fragancia a violetas de su cabello que inundó sus fosas nasales, embriagándolo de una sola vez. La euforia lo llenó con tantas otras sensaciones que apenas, podía pensar con claridad. Sin embargo, sabía que debería llevarla a un lugar seguro.
Abel, en el presente de vuelta en la habitación, se removió con una sutil sonrisa en sus labios al recordar cada detalle de lo que sintió. No podía explicarse por qué le pasaban esas cosas a él.
«Esa sensación de su piel, de sus labios contra los míos… esa fragancia ¿por qué carajos me siento así? No es ni medio normal esto».
Con la confusión llenando su ser, Abel recordó que, comenzó a caminar de regreso hacia el punto donde había iniciado su travesía: la colina donde comenzó su extraña visión hacia esa irrealidad tan vívida.
El camino se hacía más largo de lo que recordaba, pero no podía permitirse detener el paso. La doncella continuaba respirando con dificultad en ese desolado lugar y la desesperación llenaba todo el cuerpo de Abel.
Pronto la colina se alzó ante ellos y Abel apresuró el paso y no sabía si algo allí los hiciera volver a ambos a sus respectivos lugares. Al fin llegó al punto en el que se encontraban inicialmente, la colina que había marcado ese punto de inicio a esa segunda extraña travesía.
Algo pareció haber funcionado, porque la doncella, aún en sus brazos, se incorporó ligeramente y lo encaró con la mirada. Sus ojos irradiaban una extraña amalgama de consternación y ¿agradecimiento? Abel sintió una conexión inusual, una sensación de cercanía con ella que no podía explicar.
—Disculpe… agradezco su ayuda, pero… debe soltarme ahora —dijo con firmeza—. No sé ni su nombre ni de qué familia viene, es más, nadie viene aquí.
—Oh, lo siento… claro, no hay problema —dijo él, con los nervios a flor de piel.
Abel la bajó de inmediato con toda la delicadeza del mundo y la miró fijamente para caer en la cuenta de que esa mirada intensa le parecía tan real y a la vez sincera.
—Señorita, por favor dime tu nombre, o al menos cuéntame por qué estás aquí sola —dijo Abel casi rogando.
La joven negó con la cabeza.
—No puedo decir nada a nadie que no le incumba mis padecimientos… usted no es el ilustrísimo Abed. Es el único que puede ayudarme —espetó ella y pareció recaer en sus malestares.
Abel bufó con frustración, a pesar de lo delicada que era le parecía obstinada y hermética. No tuvo tiempo de pensar más porque ella se tambaleó, por suerte él estaba allí para sostenerla entre sus brazos.
—No sé quien es ese tal Abed, pero... A lo mejor soy yo a quien necesitas… —musitó Abel sin apartar la mirada de ella, quien pareció abrir más sus grises orbes al escuchar eso último.
Esas habían sido las últimas palabras antes de que, otra vez aquel halo de luz lo llevara de vuelta a su realidad, justamente al local a donde había llevado el cuadro, y no le había gustado nada lo que presenció.
Frente a él estaba el anticuario con una expresión de horror, de pánico. Sus manos temblaban y se cubrían a sí mismo.
—Aléjese de mí… Váyase, ¡ya estoy cerrando! —fue lo único que escuchó del anciano para prácticamente sacarlo de allí.
Luego de eso, Abel tuvo que ir a uno de los apartamentos en alquiler que tenía disponibles y vacíos para nuevos inquilinos. Allí había dejado el cuadro de La Doncella y sin voltearlo a mirar lo dejó bajo llave en ese lugar.
«¿Y si regreso con el anticuario a pedirle una maldita explicación de lo que vio? no tengo a quién más acudir».