De uno a uno, en medio de la oscuridad de la habitación que compartía con Karina, los recuerdos de lo vivenciado ese extraño día llegaban a su mente y la acaparaban por completo. Comenzó a divagar en que todo estuvo muy fuera de lugar y siempre tenía que ver con la Doncella del retrato.
Abel se recordó caminando por la ciudad luego de su primera jornada de trabajo. Los rayos del sol de mediodía golpeaban cada fracción de piel al descubierto sobre todo su rostro, su traje de negocios lo cubría en cierta manera, pero no le importaba la sensación ardiente del astro celeste que se intensificaba a cada paso.
Caminó por tiempo indefinido con el cuadro entre sus manos -que envolvió con cuidado en una bolsa-, sentía que casi iba en círculos por esas estrechas calles de una colonia que parecía olvidada, pero que no era desconocida para él, ya que parte de su trabajo era de campo.
En su pensamiento llevaba la decisión de apartar el cuadro de Karina, para dejarlo en alguna parte donde estuviera seguro también y que ella estuviera más tranquila, que ya su mente no se perturbara con ideas de espantos. Sus pensamientos se habían detenido en cuanto al fin de tanta vuelta encontró el lugar que tanto buscó.
Los recuerdos de la charla con el anticuario volvían a su mente mientras su mirada seguía fija en algún punto del techo de madera:
—Sorprendente… —había dicho el viejo anticuario, mientras revisaba con un lente especial toda la parte frontal del cuadro—. Nunca había visto semejante realismo en una obra. Se siente como si me observara y su rostro es muy hermoso y sereno. Tendría que analizar si se trata de una fotografía retocada.
Abel dirigió su mirada hacia la Doncella, pero él no veía serenidad en la mirada de la joven, al contrario, estaba con la misma expresión angustiosa que horas atrás, cuando decidió sacarla de la casa.
—Claro… solo le digo que, en verdad me tiene muy interesado, quiero saber de dónde proviene y si los números que tiene en el reverso significan algo o nada —dijo Abel, decidido—. Estoy dispuesto a pagarle lo justo o más, si es que usted logra resolver mis dudas.
—Estoy de acuerdo, señor…—El anticuario asintió aun con los ojos agrandados— ¿Su nombre es?
Abel estaba dispuesto a responder, pero pronto algo extraño comenzó a pasar… el hombre de la tercera edad comenzó a sudar, lo cual hizo que se extrañara antes de dar sus datos.
—¿Se siente bien, señor? —musitó Abel, con preocupación mientras presenciaba como el anciano soltaba el cuadro en el mostrador.
—¡Ese cuadro está hirviendo! —exclamó el anticuario mientras tiraba el retrato sobre el mostrador y con la misma comenzó a agitar las manos de dolor.
Abel frunció el ceño y escrutó el cuadro, no le veía nada de extraño, a excepción de ese tenue brillo inusual que solo hizo que él tomara el cuadro para verificar lo que ese señor decía.
—Yo no siento nada, a lo mejor fue porque venía bajo el sol. Usted debe estar bromeando —espetó Abel, mirando extrañado al anticuario.
Volvió su mirada hacia el retrato, pero antes de que pudiera siquiera pensar en seguir hablando, una luz lo envolvió en un halo que no sintió para nada desconocido, pero sí inesperado, y en un dos por tres él ya el entorno debajo y sobre sus pies era diferente en su totalidad.
Aquella ciudad moderna que tanto conocía se había desvanecido ante sus ojos y pronto se encontró en esa dimensión diferente… ¿antigua? No sabía cómo explicar o describir a alguien esa sensación de hallarse en lo desconocido sin saber siquiera si se va a volver de allí a su realidad. Parecía un vórtice sin salida.
«Karina no lo entendería… nadie lo entendería. Ni yo mismo me creo lo que ví», se dijo Abel para sus adentros, mientras escuchaba la leve respiración de su prometida al lado de él, sumida en un profundo sueño en el que era tan ajena a lo que él pasaba en esos momentos con su caótica mente.
Bufó de frustración al sentirse como un completo loco, odiaba con todas sus fuerzas sentirse así, pero no podía seguir en negación, así que, se dedicó a seguir recordando esa especie de colina donde se halló luego de haber estado donde el anticuario. El viento soplaba en su rostro, tan tangible en esa visión, era tan real la vista de la desconocida llanura por los alrededores.
Abel se removió un poco en su cama, y recordó haberse quedado ensimismado por la belleza del entorno, tan lleno de matices verdes y amarillos de la flora del lugar y del cielo celeste intenso.
Estaba seguro que se trataba de una colina el lugar donde estaba parado, parecía tan alejada de donde anteriormente había estado la casa sin energía eléctrica, pero a lo lejos sí que divisó construcciones, esperaba que se tratara de la civilización.
Dio un suspiro profundo y el aire fresco llenaba sus pulmones, porque panorama que le proporcionaba una sensación de pureza y tranquilidad, a pesar del intenso sol que continuaba quemando su rostro, tanto así que se limitó a hacerse sombra con su mano para poder ver mejor.
Mientras exploraba con la mirada, Abel descubrió una especie de rastro entre el pasto bicolor, como si alguien hubiera caminado allí, justo desde el punto en el que Abel estaba parado.
«Alguien estaba aquí conmigo y me abandonó».
Sin detenerse a analizar nada, se dejó llevar y el siguió el rastro hasta que escuchó un sollozo proveniente de detrás de un frondoso y majestuoso árbol.
Al acercarse también lo hacía al origen del sonido doloroso, esa voz la comenzaba a reconocer y cuando se acercó lo suficiente, sus ojos se expandieron con sorpresa, su boca se entreabrió en un sonido sobresaltado y su corazón dio un vuelco al saber que no estaba equivocado… Se había encontrado por segunda vez con la Doncella.
—Eres tú otra vez… —musitó Abel con suavidad, pero al parecer no fue escuchado.
La joven estaba llorando una vez más ¿Tanto sufrimiento habitaba en tan bella dama? Pero no solo eso, la notó sofocada, estaba respirando con dificultad. Podía observar ese detalle en su pecho y los suaves, prominentes atributos femeninos que dejaba ver el escote de su vestido color crema entre los que descansaba ese pendiente con la gema roja tan peculiar.
Abel se había quedado petrificado con la sola presencia de la Doncella y a la vez un remolino de preocupación comenzó a hacer estragos en su pecho. Unas inmensas ganas de ayudarla a salir de su sufrimiento, eso era lo que ella le provocaba y se sorprendió de él mismo, porque… estaba dispuesto a hacer lo que fuera por ella.