Ese mismo día del suceso de las goteras en la casona antigua, Abel caminaba por la acera con el rostro tenso, sus ojos se paseaban en su entorno con cierta urgencia y ansiedad, debía llegar a almorzar con Karina pero antes pasaría a ver qué había sido de aquel cuadro de la dama que había abandonado en ese vacío y oscuro apartamento, no podía vivir con esa incertidumbre, más cuando deseaba descartar que lo de la muerte del anticuario fue solo pura coincidencia.
Se detuvo en un pequeño puesto de comida variada para comprar algo que le gustase a Karina y a él, por fortuna él sabía qué era lo que a ella le apetecía, se sabía sus gustos de memoria y eso le facilitaba muchas cosas cuando no estaba con su prometida para tomar ciertas decisiones.
Justo al momento de hacer la compra y estaba a punto de irse, se encontró con Charlie, su viejo amigo y compañero en el negocio de bienes raíces.
—¡Abel! ¿Cómo estás, hermano? —Charlie había prácticamente corrido para saludarlo y su característica sonrisa era común en él—. Ahora sí que no te has dejado ver, entras más temprano y sales más tarde que yo.
—Hey, Charlie —respondió Abel, estrechando su mano brevemente—. Sí, te dije que iba en serio con obtener más ingresos, ahora no soy solo yo, Karina está conmigo y sabes que aun se está recuperando de su accidente.
—O sea que, prácticamente ya estás casado —dijo Charlie en son de broma y lo codeó.
—Creo que sí —Abel rió con suavidad—. Bueno, amigo, te dejo, lo siento pero estoy algo apurado.
Charlie notó aparte de prisa, cierta inquietud en la voz de Abel.
—¿Todo bien? Pareces… no sé, ¿alterado? ¿o solo es mi impresión? —inquirió un poco extrañado, mientras Abel lo estrechaba de nuevo en señal de despedida.
Antes de que Charlie pudiera seguir con su hilera de preguntas, que Abel sabía que padecía de ser demasiado curioso, él ya había comenzado a caminar hacia su auto.
—Hablamos luego, Charlie ¡Cuídate! —exclamó Abel con una sonrisa y al fin se metió a su vehículo.
Abel manejó apresurado, su corazón martilleaba en su pecho con una especie de taquicardia que no se podía explicar. Una sensación de angustia y mal presentimiento lo estaba invadiendo.
En cuanto menos se lo imaginó llegó al apartamento donde tenía guardado el cuadro de la Doncella y entró rápidamente.
Al llegar al cuarto del fondo, se detuvo en seco. La visión que tenía delante era aterradora: la expresión de la joven en el cuadro parecía de dolor nuevamente. Su blanca tez estaba salpicada de gotas rojizas, como si se tratara de salpicaduras de pintura o de algo más que no podía descifrar. A su alrededor, había algunas telas de araña que Abel quitó con cuidado.
—Pero, ¿qué diablos ha pasado en este lugar? —murmuró Abel, mientras examinaba el cuadro con detenimiento.
Siguió escrutando el lienzo y, con una mezcla de temor y curiosidad, tocó con sus dedos aquellas manchas que aparte de parecer gotas, parecían deslizarse hacia abajo y trazaban una hilera que llegaba hasta el cuello de la doncella, cerca de su colgante rojo.
De repente, una luz cegadora cubrió sus ojos, transportándolo nuevamente a esa otra dimensión. Esta vez, se encontraba en un molino antiguo, con un riachuelo que corría a un lado. Abel avanzó con cautela, sus pasos resonaban sobre las tablas de madera que parecían inestables.
—Dios… —susurró al ver a la joven en el suelo de aquel lugar, parecía que estaba desfalleciendo, con el rostro pálido y una expresión de agonía.
Sin pensarlo dos veces, Abel corrió hacia ella y se inclinó para levantarla sosteniendo su cabeza con una de sus manos y con la otra apartó su flequillo que se había pegado a su frente. Podía sentir la fragilidad de su tiritante cuerpo.
—¿Qué ocurrió? ¿Por qué estás aquí ahora? —preguntó Abel, con su voz rebosante de preocupación mientras examinaba las heridas visibles de su frente.
La joven apenas abrió los ojos y se sobresaltó, lo miraba con dolor pero al menos ya no con miedo. Ella intentó abrir su boca, pero de ella no salía palabras sino quejidos de dolor.
—Voy a sacarte de aquí, ¿está bien? —dijo Abel, con la determinación recorriendo su pecho, mientras miraba a sus alrededores, pero lo que divisaba fuera era solo naturaleza.
El entorno del interior del molino parecía volverse más oscuro y el crujir de la madera rayaba en lo opresivo, pero Abel no dejó que el miedo o la incertidumbre lo dominara, sentía que debía ayudarle y así entender lo que estaba pasando. Con la doncella entre sus brazos se levantó cuidadosamente y comenzó a avanzar con pasos decididos, esta vez se sentía que estaba entrando en lo desconocido.
Abel notó que, en efecto, la doncella estaba sudando sangre, un fenómeno tan extraño como perturbador. La preocupación y la incertidumbre se reflejaban en sus ojos azabaches mientras se detenía y se inclinaba hacia ella para vela mejor.
—¿Puedes hablar? —le preguntó suavemente a la dama, su voz sonaba más ansiosa que nunca.
Ella movió la cabeza en señal de negación, pero luego, una de sus delicadas manos apretó fuerte el brazo de Abel, quizá buscando consuelo. Sus miradas se encontraron y él tragó grueso, por alguna razón no podía soportar verla así, tan vulnerable y dolorida, sin saber cómo ayudarla con exactitud.
—Está bien… al menos respóndeme asintiendo o negando con la cabeza —dijo Abel con una sonrisa suave para tratar de mantener la calma—. Dime una cosa… ¿me recuerdas?
Ella, con sus ojos grises bien abiertos fijos en él, asintió con lentitud y aquella respuesta por alguna razón le alegró, saber el hecho de que lo hubiera recordado así como él la recordaba más que como en un sueño o ilusión, como un recuerdo.
—¿Eres real? —preguntó Abel, con más urgencia.
Nuevamente ella asintió y una extraña sensación de alivio y confusión hinchó el pecho de Abel, porque se sentía lo suficientemente consciente como para preguntarse ¿Cómo podría alguien de un cuadro antiguo, cobrar vida? Era absurdo hasta para él, que solo suspiró y se preparó para hacer otra pregunta.
—Cuando dices “volver”, ¿te refieres a algún lugar específico? —inquirió el joven, esperando una respuesta que pudiera darle algún sentido a todo aquello.
Ella asintió mientras se quejaba de dolor y con la misma volteó a ver y señaló hacia afuera del molino. Abel se levantó con ella en brazos, sentía lo ligera que era de peso y podía sentir el temblor de la vulnerabilidad de su cuerpo. Abel sacudió su cabeza y decidido a ayudarla se centró en su nueva misión.
—Señálame el camino y te llevaré a donde sea —dijo Abel, con firmeza y determinación.