Había transcurrido ya días desde aquel acontecimiento que parecía haberlo marcado más de lo que esperaba en realidad. Sus días pasaban y él estaba más distraído de lo normal. Dedicaba esos momentos libres para textearle a Karina o para leer, pero también para pensar en aquel acontecimiento y en lo que le siguió después de eso...
De cuando en cuando, recordaba de manera tan vívida como, en el interior de aquella casa que necesitaba de la luz de muchos candelabros para ser iluminada en la noche, allí se encontraba esa mujer que se veía tan frágil, tan asustada con su presencia mucho más que él, que olvidó por un instante que era él quien se sentía fuera de su realidad. Abel dejó el candelabro sobre una banca cercaba y comenzó a acercarse a ella.
—¿Quién eres? —se había atrevido a preguntar a la hermosa extraña asustadiza con su presencia—. Necesito que respondas, solo estamos tú y yo aquí, ni si quiera sé por qué todo cambió de repente, pero solo sé que este no es mi mundo y que tú tienes respuestas.
Quizá Abel había sonado demasiado desesperado y demandante para la joven, porque ella, asustada retrocedió hasta quedar contra la pared, llevando a su rostro sus delgadas manos envueltas en finos guantes.
Él estaba desconcertado, pensando que, no era un monstruo o un delincuente como para que ella se comportara de esa manera, pero la postura indefensa de la chica no le permitió seguir sintiendo esa molestia.
Abel se dio cuenta de que la vestimenta de ella -que no podía apreciar de cuerpo completo en el retrato-, constaba de un vestido largo de colores marrón y crema, abombado en el faldón, que a su parecer era de una tela bastante fina. Además del colgante con la piedra roja que rodeaba su cuello, llevaba joyería en sus orejas que juraría eran de oro puro, estas relucían a la luz de las candelas.
Pronto se dio cuenta que la chica sollozaba y eso solo elevó su nivel de estrés.
—¡Dime algo, por favor! —exclamó sin poder contener su desesperación y así tomó las finas muñecas de la joven para apartarlas de su rostro y que con eso lo encarara de una buena vez.
—Ni siquiera sé quién es usted ni de dónde viene...señor —musitó la aturdida joven que fijó sus brillosos ojos en los de él para desafiarlo.
El rostro de la joven era un enigma; sus mejillas y nariz estaban rojas, sus rojos labios carnosos, tensos y esos ojos grandes, profundos, de pestañas volteadas espesas, lo miraban con una intensidad que petrificó a Abel en ese mismo instante, él no pudo evitar quedar inmerso en esa mirada, que, si antes en el cuadro lo había cautivado, en vivo esa sensación incrementó diez veces más. Solo pudo pasar saliva y se preparó para hablar.
—Creí que me llamabas, pero confundí mi nombre con el que pronunciaste —dijo Abel sin soltar las muñecas de la muchacha, con el corazón latiendo fuerte en su pecho—. Solo dime quién eres y dónde estamos ¡Necesito saberlo!
La joven, al escuchar eso último se hizo el quite del agarre de Abel y se deslizó por la pared hasta llegar a la esquina de la capilla.
—No confío en usted y no hablo con hombres extraños... Yo esperaba a otra persona y apareció usted. Le ruego encarecidamente que se retire por donde vino —espetó la chica con su voz temblorosa.
Abel no podía creer lo refinada que sonaba, lo dulce que era quella voz, pero las palabras que escuchó no eran lo que esperaba, no le daban ninguna respuesta... se había exasperado y una vez más quiso abordar conversación.
Intentó acercarse a ella como antes había logrado, pero antes de que pudiera decir algo, solo vio un movimiento de la mano de ella, como queriendo bloquearle el paso y seguido de eso algo en ella brilló como el sol, cosa que lo encegueció al instante e hizo que se cubriera los ojos.
Aquella intensa luz lo había envuelto por completo y cubrió toda la capilla de igual manera. Abel solo recuerda haberse cubierto los ojos con ambas manos y pudo sentir como una fuerza lo arrojaba hacia atrás mientras perdía el conocimiento.
Abel recordó que, cuando recuperó la vista y la conciencia, se encontró acostado en el duro suelo de la habitación de huéspedes de la vieja casa de sus padres. Miró sus alrededores, se sentía desorientado y con el corazón latiendo con fuerza, aun acelerado.
Al levantarse solo pudo preguntarse... ¿Todo había sido un sueño? Esa sensación de realidad, tan vívida, le costaba aceptar que se pudiese tratar de una simple fantasía generada por su subconsciente a mitad de la madrugada.
—No puede ser... es que no me lo creo —murmuró para sí mismo, tan confundido, aturdido y en cierto punto, embelesado al recordar a aquella frágil joven.
El resto de la mañana, Abel se la había pasado ordenando más cosas, hasta pidió comida vegana a domicilio para concentrarse mejor en el quehacer y después de un par de horas decidió ir en dirección al ático. Había estado intentando ignorar ese lugar, pero simplemente no podía.
Estuvo debatiéndose qué carajos había pasado, él no era de los que utilizara alucinógenos ni nada por el estilo, el mundo del deporte le ayudaba a canalizar muchas cosas, entre ellas aquella etapa en la que estuvo a punto de caer en el mundo de la drogadicción por conflictos en su adolescencia que deseaba borrar de su mente.
«Estoy seguro de que aquí en este maldito ático hay alguna especie de hongo o espora alucinógena», era la explicación más clara que podía elaborar según su lógica.
Al fin se puso manos a la obra y con una mascarilla e implementos de limpieza se dispuso a deshacerse de todo lo que fuera innecesario en ese sitio y al fin encontró algo que podría dar respuesta a sus inquietudes. Justo en las paredes había humedad y hongos que habían crecido allí por la misma causa.
No lo pensó más y se deshizo de aquello que consideraba la causa de lo que había acontecido. Le tomó días dejar ese lugar como nuevo, pero aun así no se atrevía a tocar los cuadros, los había ignorado pero una vez más había caído en la incertidumbre cuando eran lo único que quedaba en el ático.
Abel suspiró con pesar y se llevó las manos a las sienes mientras debatía en su interior si debía tirarlos o quedárselos. Había embrocado la pila de cuadros para no ver el que tanto enigma le transmitía y así se inclinó con mayor decisión para examinar mejor todos los cuadros, se tensó porque no deseaba llegar al último de la pila.
«Soy un caso», se dijo, porque todas esas obras de arte le parecían de buena calidad. No sabía dónde los habían conseguido sus padres, pero seguramente eran obras de colección.
Sabiendo que no podía huir más de lo que se avecinaba, se dispuso a tomar el cuadro de la muchacha con manos temblorosas, pero a la vez firmes. Observó que estaba lleno de polvo por el reverso. Lo limpió con dedicación, como queriendo atrasar un poco más la situación y al fin encaró nuevamente ese retrato magnífico.
—¿Debo tirarte a la basura? ¿Debo conservarte y arriesgarme a parecer el hombre más loco de la existencia? Dime tú... —le habló al retrato, como hablándole nuevamente a aquella deslumbrante dama.
Rio para sus adentros por lo estúpido que le parecía hablar con un cuadro de una mujer, que realmente era ficticia para él. Con esa idea en mente se decidió a verlo quizá por última vez antes de conservarlo y tener más episodios alucinógenos como aquel, pero algo le llamó la atención al ver el reverso con detenimiento...
—Mil setecientos veinte... ¿Acaso es una fecha o algo más? —se dijo entre susurros, para quedar con más dudas, que con ganas de deshacerse del cuadro de esa mujer.