Una voz entre tinieblas

1261 Words
—¿Abel? —resonaba la voz como si se tratara de un eco; parecía desesperada, desahuciada y eso le quitó la poca paz que logró reunir en lo que quedaba de la noche. Abrió los ojos y se levantó agitado. Se restregó los ojos para alejar la sensación de sueño porque temía estar escuchando a Karina nada más en su mente. —Abel… —Escuchaba su nombre, sonaba cercano, pero lejos a la vez. Era Karina, no podía estar equivocado y de pronto la angustia comenzó a hacer estragos en su estómago. Se vio obligado a levantarse, pero algo andaba muy mal y esas eran palabras que no llegaban a describir ni un poco el sentimiento que se anclaba a su pecho al ver como las rústicas paredes de la habitación en ese momento se lograban ver y parecían nuevas… era como si hubieran acabado de construir dicha estructura; hasta podía sentir el olor a marcos de madera nuevos y concreto recién mezclado; eso en definitiva era todo lo contrario a la sensación que le daba la casa de sus padres. «Carajo… esto es una maldita locura». Estaba boquiabierto al ver los alrededores, que le era un tanto difícil hacerlo porque estaba oscuro. Buscó los interruptores de luz y no habían… definitivamente era como estar en otro lugar. Abel sacudió la cabeza, eso no podía estar pasando, si él siempre se consideró un hombre que tenía los pies sobre la tierra. Se tuvo que levantar para comenzar a inspeccionar su entorno y como pudo llegó hasta la puerta. —Ayuda… por favor —escuchó nuevamente Abel y se alarmó una vez más. —¿Karina? ¡Dime donde estás! —exclamó exasperado al no saber exactamente de donde provenía su voz. Su vista se comenzaba a acostumbrar un poco y notó que, a pesar de que los muebles eran nuevos, se veían muy ornamentados como para que fueran los que solía ver en cualquier casa a la que entraba. En lo que alcanzaba a distinguir parecían tallados a mano. Y donde debía ir la mesa que era de sus padres había un candelabro y cerillos. Era una locura total, pero no tenía mucho tiempo, debía llegar hasta la voz y con eso en mente buscó con el tacto algo en la mesa para encender el candelabro que tenía cuatro candelas que estaban a medio consumir. Al fin encontró los cerillos. Con las manos temblorosas logró iluminar la sala. No podía creer que se encontrara en otro lugar que ni por asomo se asemejaba a su realidad. Era evidente que no era su casa, aunque el desorden de cajas y demás parecía estar en los mismos lugares donde él y Karina habían colocado lo que iban a desechar. Abel pudo haberse quedado a explorar un poco más, pero al levantar el candelabro se dio cuenta de que la puerta de la salida estaba abierta. Estaba seguro de que alguien había salido de allí. No lo pensó dos veces y con determinación en su mirada se encaminó hacia el lugar. «Solo espero no perderme y volver a reconocer esta casa cuando encuentre a Karina». —Ayuda… —la voz resonaba ahora más lejana y eso solo motivó a Abel a caminar entre la salida adoquinada. Abel iba descalzo mientras bajaba el candelabro porque en definitiva una hilera de faroles iluminaba el sendero que en su camino, que no era en nada parecido al concreto al que estaba acostumbrado a recorrer en su auto; y hablando de eso, en lugar de un auto se encontró con un carruaje y agitó su cabeza, porque todo parecía una pesadilla. —Por favor… ¡sigue hablando para que pueda encontrarte! —gritó Abel, con un poco de temor a despertar a alguien. «Las personas también lucirán diferentes», se dijo, pero no había mucho tiempo para pensar. La voz femenina comenzaba a convertirse en sollozos en alguna parte de la desolada calle y Abel seguía su paso en línea recta por la banqueta de lo que parecía un condominio del todo singular: las estructuras eran de diseño antiguo. Algunas casas eran en verdad preciosas con adornos magníficos y algunas otras eran casi covachas de adobe con techos de paja. A cada cierta distancia del tramo se topaba con más faroles que parecían guiarlo entre una sutil niebla que comenzaba a envolver todo el lugar. De repente, los llantos de mujer se escuchaban más sonoros con cada paso que daba, Abel se sentía cerca de Karina. En cuanto la encontrara al fin podría detenerse a pensar cómo saldría de esa situación tan bizarra. —Karina… pareciera que te escondes de mí ¿a qué juegas? —dijo Abel ya desesperado a ese punto—. En verdad eres Karina… ¿verdad? Comenzaba a dudar de todo a esas alturas. Luego de decir eso, Abel se detuvo en una casa que parecía ser la más lujosa del lugar. La puerta estaba abierta y Abel juraría que estaba invitándolo a pasar de alguna manera y el crujido cuando se abrió más se lo confirmó, pero a la vez lo hizo sentir un escalofrío en toda su espalda al saber que no había nadie visible más que él y su sombra. No había tiempo para el miedo, Abel ya había llegado hasta allí y su segundo nombre era “valiente”. Nunca le había temido a lanzarse hacia lo desconocido, era una de las enseñanzas que su querido padre le había dejado, así que, con el pecho inflado de coraje y la mano afianzada al candelabro, se atrevió a entrar con la esperanza de encontrar a su amada. Al iluminar el lugar, Abel una vez más se sorprendió, porque se encontró con un recinto lleno de lujos y decoraciones que en verdad le terminaban de confirmar lo lejos que estaba de su ciudad, de su casa. Él se hizo paso por un largo pasillo que lo condujo hacia la voz, esa que lo había llamado tanto. Abel llegó presuroso hasta el final del pasillo, donde había una especie de comedor y cruzando esa habitación, se detuvo frente a un jardín exquisito que en el centro tenía una fuente que funcionaba y más al fondo había una capilla que tenía la figura de dos ángeles en la entrada. —Karina… ¿estás aquí? —inquirió Abel, porque claramente podía escuchar los sollozos, ahora tan cerca de él. —Por favor… Abed, apresúrate —musitó la entrecortada voz. Abel se quedó paralizado, había dicho Abed, no su nombre… y definitivamente al haber escuchado la melodiosa voz de cerca, era en su totalidad diferente a la voz de su prometida. En esos momentos Abel se dispuso a salir del engaño de una vez por todas y lo que vio fue a una joven temblorosa, con un vestido largo como su cabello, acuclillada en el suelo y que cubría su rostro con sus manos cubiertas por unos guantes. Él se agachó para tocar su hombro y se dio cuenta de que no era Karina. —¿Quién… eres? —preguntó Abel con la sorpresa y la exasperación arremolinándose en todo su ser. Cuando la joven se incorporó, se secó las lágrimas con premura y volteó a ver en su dirección con una mirada esperanzadora, al ver el rostro de Abel se sobresaltó tanto que cayó sentada en el suelo, al parecer tampoco esperaba verlo a él. Ahora el semblante de sorpresa lo tenían los dos. —¿Tú? —preguntó Abel, desafiando aquellos ojos que conoció tan bien, escrutando aquel retrato en el ático.
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