Una semana completa se había pasado como agua en un río, entre el trabajo de bienes raíces con diversos clientes, las visitas a Karina en el hospital y convivencia con los familiares y amigas de ella, además de su entrenamiento físico y en la culminación de la limpieza de la casa.
Abel deseaba con todas sus fuerzas estar más concentrado en todo eso, pero si podía ser sincero con él mismo, había algo que no lo dejaba en paz, que lo tenía en una intriga obsesiva de la que difícilmente lograba salir en ocasiones.
Esa cifra de cuatro números rondaba por su cabeza día y noche, no sabía por qué, pero el descubrir aquello lo había dejado con una curiosa intranquilidad que no lo dejaba en paz hasta averiguar de qué se trataba y qué tenía que ver él con todo eso para haber tenido aquel acontecimiento tan extraño que no podía explicar.
Dicho episodio permanecía como tinta indeleble en su mente el recuerdo de lo vivido su primera noche solo en esa casa, cuando se sintió en otro mundo y había visto a esa misteriosa joven que por una extraña razón no se podía sacar de la mente. La recordaba tan temerosa y obstinada a tal punto que, no quiso brindarle respuestas. Fue tan esquiva y reticente al diálogo.
Abel pensaba, si no estaba mal, 1720 podría ser una fecha, por ejemplo, el año en que fue elaborado el retrato o… la época en que esa mujer vivió o murió -si es que acaso existió-, pero también podría significar muchas otras cosas más y eso solo le hacía pensar… ¿Tan antigua era esa casa? Nunca se había interesado por aquello, aunque juró haber escuchado de sus padres que era un legado familiar.
Con todo eso invadiendo su cabeza, se resignó y tomó la decisión de colgar los cuadros en distintos puntos de la casa, con lo cual descubrió que todos los demás también tenían aquellos números intrigantes, como el de la mujer en los reversos de cada uno; definitivamente no podía deshacerse de ninguno, al menos hasta que averiguara todo, solo así estaba seguro de que podría pasar página de ese tema.
—Oye, Abel, ¿qué te pasa, hermano? Te noto raro, como distraído —La voz de Charlie lo había sacado de sus recuerdos y conflictos internos de todo lo sucedido.
Ambos estaban sentados en un comedor que solían frecuentar antes de partir a sus labores de bienes raíces. Abel solo se limitó a sonreír, a tomar un sorbo de café para quitarle importancia a lo que le pasaba y se dispuso a responder a su observador amigo.
—Es que ya sabes mis problemas… lo de mis padres y Karina me tiene mal, que pierdo la tranquilidad. Por cierto, mañana la dan de alta. Pero, para ser sincero, es más la cuestión con mis suegros, ya te he contado lo que pasa con ellos —se quejó Abel con el ceño fruncido.
—Otra vez esos dos viejos se andan entrometiendo donde no les importa, ¿verdad? ¿Es que no se cansan nunca? —comentó Charlie y con la misma le dio un mordisco a su croissant de queso crema.
—No es tan malo una vez que te acostumbras a lidiar con las cosas buenas y malas de las personas —Abel se encogió de hombros para ya no seguir hablando del tema de la familia de su prometida.
—Tienes razón y si tú estás bien con eso, sigue adelante con lo de tu boda —comentó Charlie—, pero siento que detrás de lo de Karina hay algo más ¿Estás seguro de que solo es eso?
Abel casi traga mal ese último sorbo de café, estaba más que claro que Charlie lo conocía bien, pero que supiera sobre ese otro acontecimiento… no estaba preparado para comentar algo así, a menos que quisiera que su amigo lo comenzara a ver como un fenómeno y eso, jamás.
—Sí, sí, te lo juro —dijo Abel un poco nervioso—. Ya sabes cómo están las cosas a veces. Pero estoy seguro que cuando Karina salga de ese hospital todo va a ir sobre ruedas.
—Ese es mi amigo… Y ahora que lo mencionas, no puedo creer que vayas a sentar cabeza antes que yo, hermano —comentó Charlie para palmear la espalda de su amigo y siguieron desayunando como si nada.
Abel sonrió y dejó que Charlie terminara tranquilo su desayuno, pero en el fondo sabía que la verdadera razón de sus mayores distracciones era la situación con la mujer del retrato y la enigmática imagen de ella, además de aquel brillo cegador del dije en su cuello. En definitiva, debía llevar ese tema solo, si quería que su vida fuera lo más normal posible.
De pronto notó que, su amigo ya lo estaba viendo algo preocupado y eso lo hizo sobresaltarse internamente. Creyó que lo que le había respondido había sido más que suficiente, pero estaba equivocado.
—¿Qué? ¿Tengo algo en la cara o qué carajos? —preguntó Abel, sonando un poco molesto—. En serio, Charlie, solo es estrés. Todo volverá a la normalidad pronto.
Charlie suspiró y negó con la cabeza.
—Está bien, te creeré, pero si necesitas hablar, sabes que cuentas conmigo, ¿verdad?
Abel asintió, agradecido y devolvió aquel gesto, palmeando la espalda de su amigo.
—Lo sé, muchas gracias —musitó y ambos se dedicaron a pedir la cuenta.
Las horas pasaron y después de un largo día de trabajo, en el que tuvo que lidiar con muchos clientes desconformes -era una de esas jornadas difíciles-, regresó a la casa muy cansado, podía sentir que la frustración pesaba en sus hombros con cada paso.
Aunque aun no se había mudado oficialmente a la casa antigua, Abel había decidido prolongar su estancia en el lugar e incluso ya había llevado muchas de sus cosas personales, así que estaba claro que algo lo motivaba a seguir quedándose en ese lugar y sabía el porqué.
Subió las escaleras con pesadez para dirigirse a una de las habitaciones más cómodas comparadas con la de huéspedes. Al llegar se despojó de su pesado saco y se comenzó a desvestir. Se dio una ducha con agua tibia que recorría su fornida figura y sus músculos al fin se destensaron.
Después, se puso cómodo con una pijama suya y salió al pasillo que conducía a la sala en la que había una televisión. Fue en ese momento en que recordó el cuadro de la joven que había colocado recientemente en ese lugar.
Tragó saliva con dificultad, porque la razón por la que recordó ese detalle había sido la presencia que sintió y que lo puso alerta. Giró la cabeza con lentitud para encarar el cuadro y lo que vio lo dejó paralizado.
La doncella del retrato, que recordaba tenía una expresión serena, en esos momentos parecía triste y no solo eso… Una lágrima surcaba su mejilla y al apreciarla mejor brillaba con una tenue luz en la penumbra del pasillo.
—No puede ser… Pero, ¡qué diablos! —murmuró Abel, mientras se frotaba los ojos, convencido de que estaba viendo cosas por el cansancio; pero cuando volvió a mirar, aquella lágrima seguía allí.
La tristeza en el rostro de la joven era inconfundible, tanto así que un escalofrío recorrió su columna al instante. Eso tenía que ser una ilusión.