Sofía sufría terriblemente por su amiga, ella no deseaba que Alice recibiera tal castigo, no obstante estaba atada de manos y no le quedaba más que bajar la cabeza y no volver a desafiar a sus dueños, y es que esa era la verdad ella le pertenecía a su padre por ser mujer. Una y otra vez se repetía en su mente que debía ser como sus hermanas y aceptar la cruda realidad a la que estaba destinada.
Estaba segura de que sus hermanas no era felices en sus matrimonios, sin embargo, ellas nunca se atrevieron a hacer nada parecido a lo que ella había hecho en el despacho del barón, ¿Por qué ella no podía ser igual? ¿Por qué no podía comportarse complacida con la decisión que se había tomado con respecto a ella? Se preguntaba sin cesar en su mente, estaba enamora, y era la fuerza de ese sentimiento el impulso que la había lanzado a cometer semejante ofensa en contra de su prometido.
En ningún momento pensó en las consecuencias que eso conllevaría y ahora devastada trataba de mantenerse serena bajo la dura mirada de su padre que parado frente a ella esperaba a que se atreviera a pronunciar una sola palabra más. Ahogo el llanto que pugnaba por salir y se dijo así misma que encontraría la forma de escapar y llevarse con ella a Alice, para que no volviera a pasar por una tortura igual a la que la había condenado en ese momento.
—Vuestro prometido, el Coronel Alejandro Del Castillo, vendrá a visitaros el día de mañana, espero de todo corazón sepáis comportaros —anuncio su padre antes de girar sobre sus talones y salir de la recámara de su hija.
Una hija que realmente no amaba como a ninguna de sus otras hijas, únicamente sus hijos varones eran el orgullo de aquel hombre con corazón de piedra, dispuesto a deshacerse de lo que él creía, un error de su mujer al no haber parido exclusivamente hombres que perpetuaran su linaje.
Alice se sobresaltó a ver al barón salir de la habitación envuelto en un aura oscura que no presagiaba nada bueno, la mirada que recibió de su parte la hizo temblar obligándose a bajar la mirada ante su señor. Esperaba no hacerlo enfurecer más, sin embargo, el barón Mortimer curvo los labios en una sonrisa perversa, él disfruta ver como las sirvientes eran disciplinados purgando su alma de la desobediencia e impregnándola del más puro terror.
Esta demás decir que todos los sirvientes temían de su presencia y hacían todo lo posible por no desatar su ira, más de uno había sido víctima de sus abusos, llegando incluso a pasar muchos días en cama sin poderse mover o morir al no soportar el dolor de las heridas.
Cuando el barón se retiró, Alice se introdujo nuevamente en la habitación donde encontró a una muy abatida Sofía. Por su parte, el barón se encaminó a su despacho en donde mando a llamar a Emiliano con su mayordomo, un hombre de mirada penetrante y aspecto de serpiente que obedecía en todo a su amo. Husmeaba por toda la casa recolectando los chismes que normalmente circulaban entre los sirvientes para luego hacérselos saber al barón de manera cizañosa.
Mientras el padre de Sofía revisaba los documentos dispuestos sobre su escritorio, no podía dejar de pensar en la actitud de su hija, ella nunca había sido una joven de alzar su voz ni mucho menos había demostrado desobediencia y se vio recordando que en algún momento se dijo así mismo estar orgulloso de ella, la única de sus hijas que le agradaba. No dudaba de la obediencia de las otras, sin embargo, Sofía no solo era obediente, sino que ciertamente su belleza rivalizaba con la de una diosa, llamando así la atención de muchos jóvenes, no obstante el barón era un hombre de palabra y ya se la había prometido al coronel.
—Mi señor, el sirviente Emiliano, espera vuestra autorización para entrar a vuestra distinguida presencia —dijo el mayordomo con adulación.
—Hacedlo pasar ¿Qué esperáis? —ordeno con cierto matiz perverso en el tono.
—Mi señor, estoy a sus órdenes —dijo Emiliano con respeto inclinándose delante de su amo.
El barón se incorporó de su asiento y camino hacia donde se encontraba Emiliano en posición de respeto, lo rodeo sin dejar de mirarlo mientras este permanecía en silencio y pensando a que se debía su presencia ante el padre de su amada Sofía.
—Os he mandado a llamar porque deseo que llevéis a cabo un castigo —anuncio el barón causando confusión en su sirviente.
—Mi señor, con todo respeto entre sus sirvientes, existen personas mejores que yo para llevar a cabo la tarea que me encomienda —respondió temiendo enfadar a su señor.
—No has comprendido, es mi deseo que el castigo sea ejecutado por tu mano —endureció el tono—. De nada me sirve un sirviente que solo sabe cortar flores —declaro con soberbia.
Con esas palabras, Emiliano comprendió que el barón quería corromper su alma bondadosa, quería convertirlo en algo que él no deseaba y que no sabía como impedirlo. Él nunca había tomado un látigo ni había mancillado la vida de uno de sus iguales.
—Os aseguro que haré lo que me ordenáis, mi señor —respondió sabiendo que era la mejor opción para él—. Pero…—se detuvo cuando el barón lo miro amenazante.
Para el barón Mortimer no había “peros” y Emiliano se atrevió a pronunciar uno que podría significarle la vida.
—Os suplico que me digáis a quien debo castigar —dijo antes de que la ira de su señor se volviese en su contra.
—Será mucho más divertido ver vuestra cara cuando conozcáis a la condenada —dijo haciendo una señal con la mano para que se retirase.
El mayordomo lo saco prácticamente a empujones del despacho y le ordeno salir por la cocina sin ser visto por las señoras de la casa debido a que, a estas le desagradaban ver su imagen harapienta. Mientras el mayordomo volvía al despacho, Emiliano sintió su corazón convulsionar cuando el aroma de su amaba lo envolvió, sin poder evitarlo, dirigió su mirada hacia las escaleras y allí la vio.
Detenida al pie de la escalera y sin aliento al igual que él, las preguntas sobre el motivo que lo habían llevado a la puerta del despacho de su padre se anularon en el momento que sus miradas se conectaron. Ella llevaba sus ojos enrojecidos lo que le indico a su amado lo mucho que había estado llorando, se le estrujó el alma y el corazón le dolió al punto de que un jadeo lastimero salió de sus labios entreabiertos.
—Sofía —murmuro sin conciencia.
—Emiliano —dijo ella en un murmullo.
Estaban hipnotizados el uno en el otro, tanto que no se dieron cuenta de la sirvienta que los observaba rojo de la rabia al descubrir quien le había robado el amor del hombre que ella quería desde hacía mucho. No aceptaba que otra ocupara el lugar que ella anhelaba ocupar en el corazón de Emiliano, solo ansiaba que él la mirara de la misma manera en la que ahora miraba a la señorita de la casa.
—Emiliano, no es correcto que te dejéis ver por la señorita Sofía o por mi señora —dijo desde su sitio sin poder disimular la molestia en el tono de su voz.
—No os preocupéis, Martha, Emiliano es quien trae las flores que decoran cada espacio del palacio —intervino Sofía en defensa de su amado.
—Como diga mi señora, pero le recuerdo que por orden de vuestro padre los sirvientes hombres, tienen prohibido dejarse ver dentro del palacio por mi señora y por usted —la actitud de la doncella de su madre era desafiante.
—Emiliano, retiraos por favor —dijo Sofía disimulando no verlo, cuando cada uno de sus pasos fueron capturados por su mirada hasta perderlo de vista—. ¿Vosotros que esperáis para iros de mi vista? —cuestiono a la desagradable doncella.
—Con su permiso… mi señora —dijo con énfasis.
—Alice, vayamos a mi habitación nuevamente —pidió volviendo sobre sus pasos.
La doncella la siguió en silencio, aún no podía creer el castigo al cual sería sometida, sin embargo, la promesa de su señora de llevarla con ella la reconfortaba y le hacía tener las fuerzas necesarias. Al llegar a la habitación se adrentaron en ella, Sofía sentía el corazón desbocado latir en sus propios oídos, no podía entender como él la hacía sentir tanto con solo mirarla de esa manera en la que lo hacía.
En su alma se debatían las emociones y los sentimientos, por un lado, la felicidad y el amor que sentía por Emiliano, además de saber que pronto serian libres y por el otro lado, el dolor y la tristeza de saber que alguien tan puro deberá cargar con las marcas que aferrarse aun amor prohibido le causaban a Alice, siendo inocente.
—No veo la hora de sabernos libres —declaro Sofía cargada de esperanza.