Marcus Santoro, el hombre más rico y poderoso de Rivercrest, se encontraba en su oficina, un lujoso espacio que emanaba un aura de autoridad y éxito. Con vistas panorámicas de la ciudad, el paisaje urbano brillaba con luces que reflejaban el poder que él había construido con su propio sudor. Sin embargo, esa noche, su mirada estaba oscura, llena de rabia contenida.
La noticia del escándalo en el hotel se había esparcido como pólvora. Marcus, conocido por su despiadada estrategia en los negocios y su control absoluto sobre cada transacción, no podía aceptar que se hubiera visto atrapado en una trampa tan burda. La idea de que una mujer desconocida, en quien había puesto su interés por razones que iban más allá de lo físico, lo hubiera manipulado, lo llenaba de furia. Su reputación y su imperio estaban en juego.
—¡Encuéntrenla! —gritó, su voz resonando en las paredes de la oficina. Sus empleados, temerosos de su reacción, se apresuraron a tomar notas y a salir corriendo, mientras él golpeaba el escritorio con un puño.
Sus guardaespaldas intercambiaron miradas nerviosas; conocían bien el temperamento de su jefe. Marcus había sido conocido por llevar a cabo su venganza sin dudar, y cada uno de ellos recordaba las historias sobre aquellos que habían cruzado su camino y pagado un alto precio por sus errores.
—¿Cómo pude ser tan estúpido? —se dijo a sí mismo, recorriendo la habitación con pasos agitados—. Esa niña no tiene idea de con quién se ha metido.
Mientras su mente trabajaba en un plan, su asistente personal, Gavin, se acercó con cautela. Él sabía que cualquier palabra mal colocada podría desatar su ira.
—Señor, tal vez debería calmarse un poco. No es como si…
—¡Cállate! —lo interrumpió, lanzando una mirada fulminante—. No entiendes lo que está en juego aquí.
—Podríamos manejarlo. Después de todo, el escándalo solo puede durar un tiempo… —Gavin intentó razonar con él, pero su voz se apagó cuando él levantó una mano, pidiéndole silencio.
Marcus respiró hondo, tratando de contener su rabia. Sabía que debía actuar rápido.
Marcus Santoro se dejó caer en su silla, observando a sus hombres con un aire de desdén. En la sala, el silencio era denso, tenso, como si el aire mismo temiera desobedecer su presencia. Él sabía que estaban aterrorizados, y eso le proporcionaba un cierto placer. Cada uno de ellos había fallado en su deber, y esa falta de competencia sería recordada.
—Entonces, ¿ninguno de ustedes se molestó en seguir a la mujer que me drogaron? —la voz de Marcus resonó con frialdad, un eco helado que atravesaba la habitación.
—Lo sentimos, jefe —dijo uno de los guardaespaldas, su voz temblorosa mientras evitaba la mirada de su jefe—. Pero la mujer... nadie sabe quién es.
Marcus se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa, sus ojos chispeando con una furia contenida.
—¿No saben? —repitió, cada palabra saliendo como un susurro helado—. ¿No saben que eso es inaceptable? Tienen 24 horas para encontrarla. O les aseguro que lo lamentarán.
La amenaza estaba implícita y cada hombre en la habitación lo entendió. Con un movimiento brusco, Marcus se puso de pie, su figura imponente llenando el espacio mientras se paseaba de un lado a otro. Su mente estaba en ebullición. La situación era mucho más que un simple error; era un ataque directo a su poder, a su imagen, y él no podía permitir que eso se quedara sin respuesta.
—Vamos a encontrarla —ordenó, su voz volviendo a ser controlada—. No quiero que nada de esto se escape. Averigüen cada movimiento que ha hecho desde esa noche. Y cuando la encuentren… no la lastimen. Quiero que venga a mí.
Mientras sus hombres comenzaban a dispersarse, él sintió una punzada de preocupación al recordar a Dylan, su sobrino. La culpa lo asaltó nuevamente. Desde que había tomado la responsabilidad de cuidar de él tras la muerte de su hermano, había estado más concentrado en su imperio que en el bienestar del niño.
Marcus recorrió su oficina, su rostro tan impenetrable como siempre, pero una sombra de preocupación se escondía en sus ojos. La noticia de que Dilan, su sobrino de seis años, estaba otra vez llorando y resistiéndose a tomar su medicamento, lo sacudió más de lo que estaba dispuesto a admitir. El niño había pasado por tanto desde la pérdida de su padre, y el vínculo entre ellos era la única conexión que Marcus conservaba con su hermano fallecido.
—Señor Santoro, el niño no ha querido salir de su habitación en todo el día —explicó la empleada en voz baja, manteniendo la cabeza inclinada, casi como si temiera mirar a su jefe a los ojos—. Se rehúsa a comer y no quiere ver a nadie. Dice que no tomará su medicamento.
El ceño de Marcus se frunció. Mantuvo una expresión fría, pero por dentro, el dolor por su sobrino se hacía más profundo. No obstante, la impaciencia le ganó, y alzó la voz con una severidad que llenó la habitación.
—¿Es que ninguno de ustedes puede hacer algo para calmar a un niño? ¡Para eso les p**o, para que sean competentes! —Su voz retumbó, y la empleada dio un paso atrás, con el rostro desencajado, asustada y abrumada.
Ella asintió rápidamente y murmuró una disculpa antes de salir casi corriendo de la oficina. Apenas había cerrado la puerta cuando Marcus sintió el peso de la culpa asomarse en su mente. Sabía que la culpa era más profunda de lo que estaba dispuesto a admitir.
Con un suspiro, se desplomó en su silla, pasando una mano por su cabello mientras trataba de ordenar sus pensamientos. Los problemas de Dilan parecían aumentar con cada niñera que contrataba, pero ninguna parecía ser capaz de entender al niño o de soportar los estándares exigentes que él mismo imponía. Las últimas tres habían renunciado, argumentando que el pequeño era retraído y demasiado difícil de consolar, y que el temperamento de Marcus hacía imposible mantener el empleo.
Pensó en su hermano, en la promesa que le había hecho de cuidar a Dilan si algo le sucedía. Se sentía incapaz de encontrar una manera de sanar el dolor de su sobrino, y cada nuevo rechazo de Dilan hacia la ayuda que le ofrecían solo intensificaba su frustración y su sensación de fracaso.
Justo en ese momento, su teléfono sonó. Al ver el nombre de su asistente en la pantalla, lo tomó, y su voz sonó firme y fría.
—Dime.
—Señor Santoro, hemos encontrado una posible candidata para el puesto de niñera de Dilan. Su perfil es distinto al de las anteriores; tiene experiencia con niños con necesidades emocionales complejas y no parece intimidarse fácilmente. Podría hacer una entrevista hoy mismo, si lo desea.
Marcus meditó la propuesta unos instantes. No tenía mucha esperanza de que esta candidata fuera diferente, pero algo en su interior le dijo que debía darle una oportunidad. El recuerdo de Dilan, acurrucado y solitario en su habitación, lo empujó a aceptar.
—Que venga esta misma tarde —ordenó con voz tajante—. Pero asegúrate de que sepa que no acepto errores.
La llamada terminó, y Marcus se quedó un momento en silencio, observando la ciudad a través de la enorme ventana de su oficina. La distancia entre su mundo de poder y el de un niño vulnerable y roto como Dilan parecía imposible de superar, y la brecha lo atormentaba en silencio. Por primera vez en años, Marcus sintió que había algo en su vida que no podía controlar, algo que le dolía y que ninguna suma de dinero o poder podía resolver.
Una vez que la posible niñera estuviera allí, sabría si finalmente había encontrado a alguien que pudiera ayudar a su sobrino. Y si no, si esta también fallaba, estaba decidido a encontrar otro camino. Marcus Santoro nunca se rendía.