CAPÍTULO II
Toda mi vida cambió aquella mañana de mayo cuando mi madre me llamó mientras yo arreglaba unas flores. Ella es la única que me llama Gwendolyn, que es el nombre que recibí en mi bautismo. Era el nombre de su madre y naturalmente, le tiene afecto. A los demás no les gusta, y desde niña me llamaron “Lyn”. Pero mi madre no se deja convencer por las opiniones ajenas.
—Gwendolyn— llamó—, ven aquí.
Dejé las flores con un suspiro. Apenas estoy terminando una tarea cuando ella ya me está llamando para comenzar otra. ¡Hay tanto que hacer por la mañana! Peinar y cepillar a los perros, arreglar las flores, sacar el polvo a la porcelana de la sala, llevar innumerables mensajes del comedor a la cocina, preparar la lista de alimentos que deben comprarse en el pueblo. Era yo quien tenía que ocuparse de todo, pues mamá se había pasado el invierno con artritis y debía mantener la pierna en alto. Por la mañana, se sentaba en un sofá y no se movía de allí, como no fuese para comer, hasta la hora de acostarse.
—¡Voy— grité y corrí a través del vestíbulo, subiendo luego la escalera que conducía a la salita!
Mi madre estaba en su lugar habitual junto a la ventana. El sol bañaba sus cabellos, que siguen conservando todo su esplendor dorado y me miró con una sonrisa radiante.
—Tengo novedades para ti, Gwendolyn— dijo.
—¿Novedades para mí?— pregunté. Me mostró una carta de Angela.
—Angela quiere que te hospedes con ella en Londres— añadió—. ¿Te gustaría ir?— sentí que mi corazón latía alegremente.
—¿Cuándo?— pregunté.
—Apenas podamos prescindir de ti— replicó mi madre—. Angela dice que había pensado pedírtelo el año pasado; pero, con la muerte del tío Granville, fue imposible. Ahora piensa que ya ha pasado el luto y que debes salir un poco. Ha escrito preguntando si ya puedes presentarte en sociedad y ha recibido el mandato para la tercera Corte.
—.Oh, madre— exclamé.
Mi madre se puso los espejuelos; siempre los usa para leer.
—Agrega que no necesitas preocuparte por la ropa. “Henry ha sido tan generoso”, dice en su carta “que cuando le expliqué que las cosas se habían puesto difíciles para ustedes, dijo que él se encargaría del ajuar”.
—¿Cuándo puedo marcharme?— pregunté. Mi madre me miró.
—Te extrañaré— dijo amablemente.
—¡Pero, mamá, debo ir, debo hacerlo!
—Por supuesto, querida— respondió ella—. Quiero que vayas y que lo pases muy bien. A veces me siento culpable por no haberte mandado a la escuela. Angela pasó un año con mademoiselle Jacques, pero tú comprendes que los impuestos son ahora mucho peores que entonces.
—No me quejo, madre— respondí—, pero me gustaría ir a Londres.
—Espero que no te desilusione— comentó y me miró con una sonrisa. Yo lo odié cuando estuve por primera vez.
—Pero tuviste un problema grave— dije.
—Fue más tarde, no el primer año. Pero las muchachas son diferentes hoy en día. Yo era tímida, terriblemente tímida, y conocía a muy poca gente.
—Yo no conozco a nadie— dije—, salvo a Angela y, desde luego, a Henry; pero, por eso mismo, parece más interesante. Será como salir en un viaje de exploración. ¿No me imaginas, madre, como un viajero en una tierra extraña?
—¡Oh, Gwendolyn, qué imaginación la tuya! —rió mi madre—. Temo que algún día tengas problemas por eso.
—¿Por mi imaginación? Te refieres a ella como si fuese una deformidad. Mi madre me miró con una expresión extraña en los ojos.
—Desde que eras muy pequeña— confesó—, me he preguntado hasta qué punto percibías todo lo que ocurría a tu alrededor y hasta qué punto vivías dentro de tu propio mundo.
Me reí, casi avergonzada. Siempre resulta desconcertante descubrir que otra gente percibe cosas que uno apenas ha advertido.
—Me encargaré de vigilar mi imaginación— prometí—. ¿Cuánto tiempo puedo permanecer con Angela?
—Ella no me dice nada— replicó mi madre—. Pero calculo que la tercera Corte no se celebrará hasta antes de mediados .de julio.
—¡Más de dos meses!— grité— ¡Qué maravilla! ¿Puedo marcharme mañana?
—Está la feria el sábado— repuso mi madre—. Debes permanecer aquí, se lo prometí al vicario.
—¿El domingo entonces?— pregunté.
—Angela me dice que estará fuera el fin de semana. Mejor será que vayas el lunes y llegues a la hora del té.
—Puedo tomar el de las 2:45— sugerí, recordando cuántas veces había acompañado a los huéspedes a la estación para alcanzar el tren que partía hacia Londres—. ¿Qué me pondré para el viaje?
—¿Qué ropa tienes?— preguntó mi madre.
Sabía que ella no la recordaría. Mi madre nunca se interesó por la ropa, ni por la suya ni por la nuestra. Recuerdo a mi niñera diciendo:
—Pero señora, la niña no tiene nada que ponerse y los zapatos están muy gastados.
Mi madre escuchaba, con una mirada de ansiedad.
—¡Cuánto lo siento!— decía—, creo que tendremos que pedir algunos moldes a Londres.
Cuando estos llegaban, mi niñera los llevaba a mi madre con alegría para encontrarse con la sorpresa:
—¿Ropa? ¿Estás segura que Gwendolyn necesita algo? Creo que no hace un mes que le compré algo.
—Tendrá que ser el vestido de sarga azul— dije—. Está muy gastado, pero estoy más delgada, así que tal vez pueda usar alguna ropa de Angela hasta que pueda ir de compras.
Caminé a lo largo de la habitación y me miré en el gran espejo Reina Ana, oscuro por el tiempo, situado entre las dos estanterías. Estaba en efecto, más delgada, pero mi silueta se veía algo voluptuosa. Al verme recordé las palabras de mi niñera: “Es hermosa, señora; su carne es firme, sin grasa alguna”. Me temo que, no podía vanagloriarme de poseer una figura delgada, casi desprovista de senos, como estaba de moda, y que Angela había logrado tener desde los diecisiete años.
Era muy alta, para mi gusto. Mis pies eran bonitos, pero calzaba treinta y ocho, aunque mi cuello era blanco y firme. Me odiaba, y me alejé del espejo.
—Espero que Henry esté preparado para gastar mucho dinero en mí— dije con amargura—. Lo necesitará si quiere que, por lo menos, esté a tono con la temporada londinense.
«¿Y si fracaso?» pensé. ¿Y si los avergüenzo? La idea me causaba terror. ¿No sería preferible no ir, evitar arriesgarse a ser humillada?
—¿Estás segura que Angela quiere que vaya?— le pregunté a mi madre con desesperación, ella se mostró sorprendida por mi tono de voz.
—Por supuesto— me respondió—, y lo dice en su carta.
Tomó sus anteojos y volvió las páginas para leerlas.
—Sí, aquí está… “Sabes cuánto me gustaría tener a Lyn conmigo, mi querida madre, y como la cuidaría con el mayor cariño. Te prometo que pasará una temporada hermosa, de manera que no te inquietes ni por un momento”.
—¿Es un ángel, verdad?— grité aliviada.
—Le escribí diciendo que aceptas— dijo mi madre—. Saldrás en el tren de las 2:45 el lunes.
—¿Estás segura que sale a esa hora?
—Estoy segura— me respondió—, llamaré a la estación para cerciorarme.
Me dirigí a la puerta, pero al llegar a ella escuché decir a mi madre:
—Te prestaré un collar de perlas, Gwendolyn. ¿Lo cuidarás mientras estés fuera, ¿verdad querida?
—¡Oh, madre, qué maravilla!
Amo las joyas. Cuando era niña, solía entrar en la habitación de mi madre cuando ella no estaba, y revisaba su joyero sobre el tocador. Me probaba los anillos, las pulseras con diamantes, los camafeos. Una vez, mi padre volvió a la habitación en busca de algo y me descubrió. Yo estaba aterrorizada, pero él se rió y me tomó en sus brazos. Luego me dijeron que tuviera mucho cuidado con las joyas que algún día pertenecerían a la esposa de David.
Es ridículo pensar en Maysfield, lleno de tesoros familiares, cuadros, tapices que son como tesoros nacionales, en las joyas de mi madre, que valen miles de libras, y por otra parte, en nuestras estrecheces económicas. Pienso en las doncellas, que tratan, inútilmente, de mantener limpio un lugar tan enorme; y en la comida escasa, servida en pesadas bandejas de plata que pule el viejo Grayson, quien ha estado con papá durante más de cincuenta años. Quiero reír y llorar al mismo tiempo al ver los establos vacíos, los jardines arruinados por falta de dinero, y los frutales, que rematamos a un hombre que nos vende a precio de costo nuestras propias verduras y papas. Y lo más terrible es que nuestra única esperanza de sobrevivir es que David se case por dinero. Nunca mencionamos algo. Ni papá ni mamá caerían en semejante vulgaridad, pero todos pensamos lo mismo en lo más profundo de nuestros corazones, y supongo que también David. Cuando muera papá, no podréis seguir sosteniendo a las dos sirvientas y al viejo Grayson, a menos que consigamos dinero en otra parte. Tal vez David encuentre a una heredera en la India; tal vez tenga suerte, como Angela. En caso contrario, será el fin de Maysfield. Supongo que tendremos que venderla como escuela y que David tratará de guardar los cuadros, los tapices, los objetos de plata que un hijo suyo habrá de heredar algún día, en alguna pequeña finca en Aldershot o en un departamento moderno en Londres.
Sólo cuando lo abandoné, supe cuánto significaba Maysfield para mí. Durante esos días estuve muy excitada con mi viaje y no pude concentrarme en nada. Había olvidado mis tareas de rutina. La feria, que se realizó a instancias del vicario para pagar las deudas de la iglesia, fue un éxito social y, como siempre, un desastre financiero. Sólo sacamos quince libras cuando esperábamos, por lo menos, treinta; pero toda la vecindad acudió aquella tarde para charlar y disfrutar de una taza de té.
Yo fui parte de la atracción.
—¿Te marchas a Londres?— me preguntó alguien cuando me saludó. La noticia, por supuesto, se había extendido ya por todo el condado. Y más de un vecino agregó:
—La echaremos de menos, Lyn, no será lo mismo sin usted.
Yo me sentí halagada. Estaba tan acostumbrada a ocupar un lugar secundario con respecto a papá y mamá, que me sorprendí al descubrir que alguien reparaba en mi presencia.
Luego vino la despedida del vicario. Fui después del té, el domingo, para decirle adiós. No entré por la puerta delantera, sino por el jardín, desde donde pude verlo caminando de un lado a otro, pensando en su sermón.
—Vine a despedirme— dije.
Él extendió sus manos y tomó las mías y exclamó:
—¡Lyn, querida! Espero que seas muy feliz y que regreses sana y salva.
—Lo dice porque voy a emprender un largo viaje— repuse—, yo también pienso lo mismo. Todo es muy extraño y siento un poco de temor.
—Por supuesto— me respondió él dulcemente—. Has vivido con tanta paz aquí. . . pero no creo que debas sentir temor alguno. Es sorprendente descubrir cuán fácilmente nos habituamos a horizontes más amplios.
—Yo deseaba salir de aquí— dije—, pero ahora tengo miedo, aunque quizá sólo tema que pueda ocurrir algo que no permita marcharme.
—Mañana iré a la estación para asegurarme de que te marchas— dijo él.
—¡Oh, muy bien! ¡Me encantaría! De lo contrario, me sentiré un poco sola; porque mi madre, desde luego, no puede ir a despedirme y papá tiene una cacería a las dos de la tarde.
—Te lo prometo. ¡Dios te bendiga hija mía!— me dijo.
Tomando sus libros, se dirigió a la pequeña puerta que comunicaba el jardín con el patio de la iglesia y despidiéndose desapareció.
Cuando se marchó, me senté en un banco de madera y observé el jardín a mi alrededor. Me era muy querido y familiar, con el columpio que yo misma había estrenado diez años atrás; la rama del árbol que había quedado trunca por un rayo, la fuente: aquello era, sin duda, una parte de mí misma.
Allí escuché la historia de la Toma de Quebec. Nos sentábamos juntos a leer a Browning y aquí mismo había comenzado Childe Harolde y lo leí de un tirón mientras el vicario cortaba el césped frente a mi. Sí, aquellos muros de ladrillo rojo no sólo limitaban el jardín sino también mi educación.
Después de un largo rato, me levanté y caminé lentamente hacia la casa y a la biblioteca. Contemplé los estantes, los libros mal cuidados y el polvo que lo cubría todo, ya que la única doncella de la vicaría no tenía tiempo de limpiar.
Quería llevarme algo para leer a Londres; algo que pudiera ayudarme a escapar de tanta confusión. Abrí uno o dos libros. ¿Cuál sería mejor? Los conocía casi todos. Eran mis amigos, mis verdaderos amigos, que pronto dejaría atrás.
Oí un portazo y luego una voz en el vestíbulo. No deseaba ver a nadie, ni siquiera a la chica que compartía las lecciones conmigo. Tomé el libro que encontré más a mano y me marché por el jardín, tal como había llegado.