CAPÍTULO III La casa de Angela era impresionante. Yo suponía que era lujosa y amplia, pero excedía todo lo que pude imaginar. Al parecer, Henry había contratado a los decoradores londinenses más caros y ellos no habían reparado en gastos. Había tapices, muebles de época, cuadros de los antepasados de todos, menos de Henry; estatuas realizadas por los más modernos y sensacionales escultores y candelabros que resplandecían con velas que se cambiaban todos los días. Como era de esperar, enmudecía de perplejidad al contemplar todo aquello. Por suerte, no tuve que saludar a muchas personas. Angela, como era su costumbre, se encontraba acostada en el sofá y parecía salida de una fotografía de Vogue. Henry, estaba de pie junto a la chimenea, que, como era verano, se adornaba con flores. La seño