CAPÍTULO I
Es muy difícil precisar cuándo empieza esta historia. El nacimiento, suele ser el comienzo previsible de cualquier narración, así como la muerte puede ser el final. ¿Y como podría contar la historia de estos últimos meses dramáticos sin referirme a los años previos, al lento transcurso del tiempo que los precedió?
Fueron años sombríos y, sin embargo, parecen haber tenido un propósito que explicó los acontecimientos posteriores, de manera que, pese a su oscuridad, puedo advertir un hilo dorado, una nota de color que sincroniza con el todo. No puedo escapar de ellos; están conmigo, como lo está mi cuerpo, alternándose, desarrollándose, madurando, formando parte indisoluble de mí y de mi vida. Debo, por lo tanto, incluirlos en este relato, si éste aspira a constituir una relación coherente y verdadera de mi persona.
Creo que a lo largo de toda mi vida he tratado de evitar conocerme. Quizá me haya sentido instintivamente temerosa de aprender demasiado acerca de mí, o acaso fuese una forma deliberada de evitar que afloraran mis emociones.
Yo me odiaba. Me acuerdo de la primera vez que vi mi cara reflejada en el espejo. No recuerdo la habitación ni el momento en que ello se produjo, pero sí mi imagen: las mejillas rosadas y regordetas, pelo color maíz, y la expresión a medias enfadada y perpleja de mis ojos azules.
Me detesté. Sin duda alguna, era muy joven. Lucía un lazo de satén azul a un costado de la cabeza y un vestido con un cuello fruncido de muselina blanca.
Recuerdo, más vívidamente aún, otro momento de mi niñez: se celebraba una fiesta en el jardín de mi casa y una orquesta tocaba sobre el prado. La música me causó una emoción muy viva, cierto tipo de música solía suscitarme extrañas sensaciones, y empecé a bailar. Por primera vez en mi vida, me di cuenta de que la gente me observaba y sentí el deseo de que me aplaudieran. Creí flotar con ligereza sobre el césped. Creí ser un cisne en el aire; pero, de pronto, lo recuerdo aun vívidamente, reparé en mi rodilla. Gruesa y desnuda, se elevaba torpemente por encima del volante de mi vestido almidonado. Interrumpí la danza y hui. Corrí locamente, no supe por cuánto tiempo ni hacia dónde, pero aún persiste en mí la humillación de aquel momento.
Siempre he admirado a mi madre y creo que, a sus sesenta años, es la mujer más encantadora que conozco. Es más alta que yo y posee más dignidad de la que yo pueda llegar a tener nunca. Tal vez su encanto resida en su serenidad, nada parece inquietarla. Va por la vida como un buque a plena vela, aceptando las cosas tal como se presentan.
De niña, recuerdo que me disgustaba enormemente que me llamaran “pimpollo”. Deseaba parecerme a Angela, y la admiraba apasionadamente, pues era mi única hermana. Era mucho mayor que yo, tenía casi once años más y David era tres años menor que ella.
Mi nacimiento fue tardío. Mi padre solía recordármelo y, en más de una oportunidad, mi madre me contó cuánto le había disgustado tener que empezar nuevamente a la tarea de cuidar niños.
Durante mi niñez padecí una infinita soledad. Mis padres eran muy viejos y no comprendían mis sentimientos de niña. Angela estaba siempre en la habitación escolar con una institutriz que no se llevaba bien con mi niñera.
Rara vez veía a David, quien concurría a la escuela preparatoria, y cuando fui un poco mayor él ya había llegado a la etapa en que se desdeña a las niñas.
Angela tenía piel morena, facciones bien definidas y una esbelta y cimbreante figura, característica de la familia de mi padre.
¡Deseaba tanto ser como ella! Llegué a oscurecerme el pelo con polvo de carbón cuando tenía ocho años, y me castigaron por ello.
A los dieciséis años, Angela asistía a la escuela, por lo que no solía verla con frecuencia. Cuando salía, mis padres le permitían pasar un tiempo en Londres. Yo aún era una niña, pero ya tenía edad para tomar lecciones. Mi niñera solía enseñarme a leer y a escribir todas las mañanas mientras lavaba y planchaba mis vestidos.
Es curioso; pero, en la niñez, uno no advierte el significado ni la importancia del dinero. A medida que yo iba creciendo, se iban clausurando habitaciones en mi casa, había menos sirvientes y cambiábamos nuestro guardarropa con menos frecuencia.
Solía oír hablar a mi padre acerca de los planes, que tenía para economizar, agregando, a la hora de comer, que le costaba trabajo enfrentar las dificultades económicas que lo agobiaban. Ello no me causaba entonces la menor impresión, pero ahora comprendo cuán difíciles fueron aquellos años. David asistía a una escuela muy cara y Angela quería divertirse como las niñas de su edad.
Es extraño que diga esto, pero de niña no fui feliz, aunque tuve todo lo que cualquier niño podría desear: un gran jardín, un pony para cabalgar, y poca vigilancia. Recuerdo que me sentaba a mirar por la ventana y que me sentía muy desdichada. A menudo tenía pesadillas y gritaba a veces por la noche, lo cual preocupaba a mi madre, pues ello no correspondía al temperamento plácido, satisfecho, que ella esperaba de mí.
Algún tiempo después, tuve una institutriz que compartía con dos niñas de la vecindad, y mi niñera quedó a cargo de cuidar de mi seguridad personal y de mi ropa. Estaba atrasada para mi edad y odiaba estudiar. Todo lo que me enseñaban me parecía aburrido, carente de interés. Me atrevería a afirmar que no me enseñaban bien. Nuestra institutriz era una mujercita amable y fatigada, que no acertaba a hacerse cargo de tres niñas de diferentes edades, por lo que se limitaba a hacernos recitar, durante horas y horas, una larga serie de fechas y acontecimientos.
A través de ella, sin embargo, entré en contacto con algo de gran interés. Teníamos en casa, un gramófono viejo y algo deteriorado que David había recibido como regalo cuando empezó la escuela. Los discos también eran viejos y consistían en su mayoría, de estridentes canciones o piezas de jazz. En el verano con motivo de mi cumpleaños, la señorita Jenkins me compró dos discos. El regalo me desilusionó, y después de darle las gracias los olvidé durante casi quince días. Pero un sábado lluvioso me dispuse a escucharlos y apenas comenzaron a sonar los primeros acordes de la música, se abrió un nuevo mundo para mí. Jamás había experimentado una emoción semejante. Escuché aquellos discos, una y otra vez, y aún los conservo.
Cuando cumplí dieciséis años, se habló de enviarme a la escuela, pero la idea no prosperó porque papá no podía pagarla. Creo que mis padres, en realidad, estimando que yo era bonita y que lo sería más con el tiempo, llegaron a la conclusión de que no me hacía falta una educación sólida.
“Después de todo”, decían, “Angela se ha casado pronto y muy bien”.
Ella, en efecto, había conocido a Henry Watson, único hijo y heredero de uno de los cerveceros más grandes del país, y a pesar de que no le agradaba del todo, mi padre estaba encantado pensando que Angela sería rica, y no padecería los problemas que habían acosado a la familia durante tantos años.
Henry Watson tenía casi treinta y siete años cuando se casó con ella. Era m*****o del Parlamento y un hombre apuesto, algo pomposo, pero agradable.
Maysfield, nuestra casa, pertenecía a la familia desde hacía más de un siglo, y siempre supimos que nuestro padre era importante. Desde que David era muy pequeño, sabía que algún día heredaría la propiedad y el apellido de mi padre.
Yo tenía ocho años cuando Angela se casó, y por ello recuerdo poco de la ceremonia, o de Henry Watson y sus parientes.
Cinco años más tarde, cuando mis padres fueron a Londres y se hospedaron con ellos en Ascot, recuerdo que, al regresar, mi padre hizo un comentario desairado acerca del padre de Henry y mi madre le replicó:
“Uno no puede tenerlo todo, Arthur, después de todo, Angela tiene una hermosa casa”. Me pregunté por qué no había dicho “un buen esposo”, o “lindos niños”, porque Angela ya tenía dos entonces.
En los años que siguieron vi a mi hermana sólo dos o tres veces. Ella y Henry vinieron alguna vez de paso un fin de semana a tomar el té o a comer, y recuerdo que, cuando yo tenía dieciséis años, ella me saludó diciéndome: “Querida, estás terriblemente gorda” y yo la odié en ese momento. Ella lucía muy hermosa; llevaba bellas ropas, joyas, y tenía una figura de hombros altos y cuadrados, adecuada a la moda moderna. Era brillante y alegre, pero de una manera febril, como si temiese perder algo o tuviese que seguir esforzándose para lograr un objetivo que no alcanzaría jamás.
Tenía un amigo en Maysfield, el vicario, un anciano de más de sesenta años cuya comprensión y generosidad impulsaban a todos a hacerle confidencias. Su hija, que tomaba clases conmigo, era débil y algo plañidera, y él demostraba una paciencia infinita con ella, aunque más por deber que de un modo espontáneo. Conmigo siempre era agradable. Admiraba mucho a mi padre, pero creo que también se sentía aliviado por el hecho de que el costo de la educación de su hija fuese compartido por mí y por otra chica de la vecindad. Vivía frugalmente en la vicaría, pues su esposa había muerto hacía unos años.
Tomábamos lecciones en la vicaría y, apenas terminábamos corríamos al jardín. Las otras dos chicas se decían secretos y comían caramelos, y yo buscaba a mi anfitrión. Solía encontrarlo arreglando el jardín, que era la única pasión de su vida. Fue él quien me hizo entender a las flores y advertir que cualquier pequeña planta podía resplandecer como una joya.
Pero no siempre hablaba de flores, sino de gente, de acontecimientos, de historia, de literatura. Conservo cada una de sus palabras en mi mente, y en cambio he olvidado todas las lecciones.
Quizá en esos momentos yo era realmente feliz: cuando me perdía detrás de algún explorador en el Sáhara, o en alguna intriga de la corte del Rei Luis XIV o lloraba la muerte de la Reina María de Escocia.
—Nunca pensé que tendría una hija que es como rata de biblioteca—comentaba mi padre, pues como él pasaba su vida fuera de casa, sólo leía de vez en vez el Times, por la tarde, antes que comenzara a dormirse junto a la chimenea.
A mi madre casi nunca la vi leer. Cosía y tejía, y, a veces, escribía cartas.
Mi madre pertenecía a la vieja escuela, y mantenía una correspondencia frecuente y animada-con todos sus parientes y hasta con amigos que hacía años que no veía. Una vez por semana le escribía a David, quien estaba en la India con su regimiento.
Cuando yo tenía dieciocho años, murió el hermano de mi padre y estuvimos de luto durante seis meses. Por ese motivo, no se me permitió “salir” o aceptar invitaciones. Como mi cumpleaños es en junio, me perdí todo el año, y esperaba que mi padre me arreglara alguna visita a casa de gente amiga. Me sentí desilusionada, pues deseaba pasar un tiempo fuera de casa. Había visitado a parientes una o dos veces el año pasado, pero nunca había estado en el extranjero, y sólo pasé una vez una noche en Londres. Más allá de unos cuarenta kilómetros de mi casa, no sabía prácticamente nada del mundo ni del país en que vivía.
Mis padres, no eran personas que aceptasen quejas, de manera que no intenté siquiera hacerlo nunca. Sólo esperaba poder salir, confiando en que eso acarrearía algún cambio, al menos por un tiempo.
Cuando me comunicaron que el tío Granville había muerto, me eché a llorar. Creo que a mi padre le conmovió mi pena, pues él era su hermano favorito y había pasado mucho tiempo en Maysfield. Era juez de la Suprema Corte. Yo lo encontraba aburrido, pomposo y totalmente narcisista, como suelen ser los viejos solterones. Y como no pude explicar que mi duelo no era por él, sino por la pérdida de mis esperanzas, comencé a llorar en honor a su recuerdo.