Capítulo XXVII

3978 Words
Camille Lucho contra su boca pero no sé si es por la razón correcta, ya que mi mundo vuelve a reducirse a esos labios agridulces que tanto deseé en algún punto de mi vida. No entiendo que es lo que sucede con mi cordura, con los principios en los cuales forjé mi vida, porque por más que mi subconsciente me grita "apártate" “aléjate” “huye” todos los sentidos de mi cuerpo se aferran a su boca con una furia desmedida, con ímpetu y vehemencia. No puedo soltarlo. Quizá no quiero. Necesito llenarme de ese sabor que desprende su piel, su boca y desquitarme de todo lo que me ha hecho y que para mi mala suerte, me sigue haciendo. Porque estoy lejos de aborrecerlo como lo he intentando, tal y como me he propuesto desde aquel día y sé que le estoy fallando a la persona que en realidad me merece, lo tengo muy presente pero no puedo alejarme, no quiero hacerlo, y no entiendo que es esta maldita locura que me extasía el pecho con una infinita emoción y la que hace que mi pulso se acelere con solo el ardiente roce que acaricia la carne de mis labios. Estoy en llamas y siento que estoy quemándome viva en un fuego que ni siquiera la moralidad puede apagar. Descontrolada, gimo contra su boca y él suelta un gutural gruñido que me arquea la espalda con ese escalofrío tan conocido. He perdido mi habilidad para pensar con claridad y lo peor que puedo hacer es ceder, sin embargo, en contra de mi voluntad, me pierdo en el torrente de sensaciones que me asaltan; lo saboreo, lento y delicadamente, intento preservar el momento en que sus labios se apoderan de los míos porque sé perfectamente que en el instante en que mis labios abandonen los suyos, volveré a ser la persona que lo repudia con todo su ser y él volverá a ser el jodido demonio de ojos verdes que rompió mi corazón tres años atrás. Sus grandes manos viajan mis caderas con desesperación, las sostiene con fuerza, aprieta mi piel por encima de la ropa y me estrecha contra su cuerpo que desprende ese calor infernal, restregándome la dura erección que no quiero sentir, no en este instante. Me encuentro hechizada, con sus labios húmedos y ardientes, que no puedo dejar de besarlos como si me pertenecieran. Estoy reducida al implacable instante que jamás pensé que volvería a ocurrir, no hay una explicación lógica que describa la realidad porque está vez él me sujeta con firmeza y presiento que no tiene intenciones de dejarme ir nunca. Sus jadeos entrecortados me hielan los sentidos, no reacciono con coherencia y le permito adueñarse de mis pensamientos una vez más y, aunque no lo quiera, pierdo la capacidad de gestionar mis emociones cuando me amasa los muslos y me devora los labios como si estuviera hambriento de mí y no pudiera saciarse, como si el tiempo se hubiera eclipsado para dar paso a una situación que no advertí ni en mis más oscuras pesadillas. Porque este hombre no me pertenece y nunca me ha pertenecido, precisamente por eso tengo que parar esta locura. O al menos eso me sigo repitiendo, aunque su beso me devuelve al principio de nuestra historia, tiene el mismo deleite que me prende y me enloquece; ningún ápice de delicadeza, solo dolor, frustración, arrebatamiento, que me transmite todo y nada a la vez. Yo también le devuelvo la misma intensidad, le rodeo el cuello con ambas manos queriendo profundizar nuestra unión porque irónicamente siento que vuelvo a respirar aunque este beso me deja con todo menos con eso. Me alejo de él por la falta de oxígeno en mis pulmones, la respiración hecha en un lío y mi pobre corazón galopando como un loco. Intento poner distancia entre nosotros, pero antes de que tenga oportunidad de hacerlo, Alexander acuna mi rostro y me mira fijamente con esos ojos brillantes de deseo y esperanza, respirándome en las mejillas y dejándome ver todo el tormento que se desata en nuestros ojos, porque verlo directamente me provoca todo lo que no quiero y siento que vuelvo a caer a ese abismo en donde es él la persona que me somete a su oscuridad. —Alexander... —su nombre se repite una y mil veces en mi cabeza como un recordatorio de la locura que acabamos de cometer, mi corazón está punto de sufrir un infarto—. No, maldición, ¿qué hicimos? ¿qué hiciste? —pregunto aturdida y sin poder creerme lo que acaba de pasar. Él ladea una media sonrisa, prepotente, me quema el corazón y deja mi alma expuesta. —No me arrepiento —acaricia mi mejilla con su pulgar y suelto un suspiro; agitada, trémula, por el torrente de emociones que se me atascan en el tórax—, no me arrepiento de haberte besado, preciosa. —¡¿Por qué?! —enfurezco e intento zafarme de su agarre pero no me lo permite, ya que me sujeta con una fuerza innata. Sigue con sus ojos puestos sobre mí. —No pienso disculparme por haberte besado. Lo volvería a hacer. Lo volvería a hacer. Toda la magia desaparece con esa frase y la realidad de nuestra situación me abofetea con fuerza, vuelvo a recordar la razón por la que me juré no volver a besarlo, todo lo malo que conlleva caer ante él regresa y me pasa factura de moral porque siento que me fallo a mí misma y vuelvo a dejar que una persona me manipule a sus anchas. Su rostro decae, se vuelve demasiado expresivo, me deja ver lo que siente y no quiero que se así porque me siento acorralada, me asfixia que me mire así, como si esperara que le diese la respuestas que oculta el universo, pero en realidad no sé qué espera de mí cuando lo único que quiero hacer es echarme a llorar porque no puedo con tanta confusión que se apila en mi cabeza. Un ápice de tristeza e inseguridad brilla en sus orbes verdes. —No lo digas, por favor. —pide en un susurro al darse cuenta del lío en la expresión de mi rostro. Pero no puedo evitar decirlo. Es la verdad. —Esto ha sido un error —me lamento y cierro los ojos con la oleada de culpa que me golpea—. ¡Esto ha sido un jodido error y lo sabes! La sonrisa que adorna la comisura de sus labios se borra de golpe y hago hasta lo imposible para no sentir que mi corazón se sale del pecho, exigiendo volver a latir por la persona que no ha hecho nada más que dañarlo. —Camille... —escucho la súplica en su voz—, hablemos, solo quiero hablar contigo. Nada de peleas ni discusiones. Te pido una negociación —me observa impaciente. Su ajuste se mantiene firme. Mi cuerpo se sacude por la oleada de nervios y pánico que me entra al sospechar que el causante del cosquilleo que me recorre de pies a cabeza puede ser él: la única persona que no quiero que provoque esto en mí. La única persona por la cual daría hasta mi vida para no volver a sentir lo que siento en este mismo instante. Alexander es ese pasado al cual no quiero volver, pero haber correspondido a su beso ha cambiado todo porque vuelvo a cuestionarme cada aspecto de mi vida y siento que me desmorono pieza por pieza. Mi herida no va a sanar si sigo bebiendo del mismo veneno que me intoxicó el corazón. No quiero dejarlo entrar. No quiero que regrese a mi vida. No quiero volver a su oscuridad. —Camille... —su voz retumba en mis oídos como un maldito recordatorio de lo que acabo de hacer. Y aunque esté aterrada, me armo de valor y alzo la mirada, nuestros ojos se encuentran en medio del caos, dejó escapar un suspiro agobiada y me preparo para lo que tengo que hacer. Aunque esta vez desee algo completamente distinto, que no voy a admitir. —No quiero que vuelvas a besarme —no hay ningún atisbo de emoción en mi voz—, nuestra historia concluyó hace tres años porque tú así lo quisiste y ya no te culpo de nada. Tomaste la mejor decisión porque yo nunca lo hubiese hecho, yo nunca habría podido deslindarme de ti. Hemos cambiado... —Escúchame primero —me corta al percatarse de la dirección que están tomando mis palabras—, solo escúchame antes. Niego con la cabeza, indignada, mientras aprovecho su desconcentración para zafarme de su agarre, poniendo una distancia razonable en un intento de poder decir lo que tengo atorado en la garganta. —Déjame terminar —lo miro fijo, mi pecho contrayéndose de dolor. Él hace un gesto con la cabeza, dudoso. —No somos los mismos de antes, Alexander, y por esa misma razón te pido que dejes de hacer esto porque no entiendo que ganas volviendo a mi vida cuando eras tú el que pidió salir de ella. Me lanza esa mirada cargada de dolor e impotencia, como si quisiera decirme algo y no tuviera la suficiente confianza o quizá valentía para admitirlo. Puede ver el lío que lleva por dentro y aunque me intriga saber qué hay detrás de todo lo que no me dice, yo tampoco no soy lo suficientemente valiente como para insistir, porque puede que las respuestas que encuentre me destruyan todavía más. —No tienes idea de nada —se pasa la mano por la cara, frustrado consigo mismo. Suelto una risa amarga. Pongo los ojos en blanco, irritada y en parte dolida, porque me sigue importando el hecho de que no se sincere conmigo. —¡Entonces explícame porque ya no estoy para tratar de entenderte! —vocifero con la respiración agitada—, dime porque haces todo esto, necesito una explicación a tanto caos en mi vida. Mi voz se quiebra en el proceso y con dificultad, me trago las lágrimas para que él no las vea. —Te prometo que te daré esa explicación que tanto quieres pero no ahora —hace el amago acercarse, pero con una mirada gélida y distante le advierto que ni lo intente. Él me observa exasperado, su cuerpo irradiando esa enorme tensión. Su mandíbula endurecida como clara muestra de que está al límite. —¡La quiero ahora! ¡Dime porque razón has regresado a mi vida! No me dice nada, se queda callado, y la escena me da un deja vu, regresándome a dónde yo era una completa estúpida que exigía explicaciones y él era un egoísta que no le importaba herirme o dejarme con dudas e inseguridades. Lo observo incrédula y también herida, esperando algo de su parte. Lo que sea. Él se limita a repararme fijamente, con los ojos salvajes puestos sobre mí. El silencio me hiere y me dice más de lo que él me ha dicho en toda su vida. Y es que nunca ha habido ningún interés de su parte, siempre fui yo la que buscó su redención y solo obtuve un corazón roto que nadie ha sido capaz de reparar, ni siquiera el tiempo. Con la decepción atascada en la garganta, me vuelvo hacia el ascensor y me llevo la dignidad que no quiero perder, esa que no deseo darle más porque Alexander nunca se ha merecido nada de mí. Presiono el botón para bajar, las puertas se abren y mis piernas no responden, me deshago del nudo que empieza a formarse en mi garganta y obligo a mi cuerpo a reaccionar, sin embargo, pierdo el autocontrol cuando él vuelve a hablar y me deja sin soporte porque de nuevo siento que vuelvo a estar colgada de un hilo que puede romperse fácilmente y que si eso ocurre, volveré a caer al vacío. En ese abismo lleno de oscuridad. —Un café, Camille —musita débilmente, juraría que está desesperado por detener mi huida—, acepta tomar un café conmigo, por favor. Te prometo intentar resolver todas tus dudas. Puedo distinguir la nota de vulnerabilidad escondida en su voz y no me gusta, no quiero percibirla, no quiero ablandar mi corazón y dejar que Alexander tome terreno sobre mí porque sé perfectamente dónde voy a acabar. No es muy difícil de deducir y precisamente por eso necesito resguardar la poca cordura que poseo. Me vuelvo hacia él y lo miro, cauta. Debo de admitir que su porte varonil, con las hebras negras más largas de lo que acostumbra, que resaltan el verde vivo del iris que posee me sigue cautivando de sobremanera. Todo en él es una belleza completamente inhumana. Pero aún así no me fío de él. Tal vez nunca lo he hecho. —¿Un café? ¿En serio? —arqueo una ceja, casi burlándome. Su cuerpo se pone rígido ante mi tono de voz, entorna la mirada, y en nanosegundos ya lo tengo a escasos centímetros de mi cuerpo haciendo que pierda toda la valentía que creí tener, resopla lentamente y me es inevitable no distraerme con cada movimiento que hace su boca, porque siento la necesidad de aspirar todo de él y la sensación no es nada placentera. —Sólo será un café, Camille, ¿qué podría salir mal? —inclinándose hacia mí, respira contra mis labios y tengo que obligarme a no mostrar una reacción—. Prometo portarme como un angelito. Esboza una sonrisa tirante, dándome a entender que solo miente y sin saber el verdadero motivo que me impulsa a hacerlo, me veo haciendo lo mismo, le regalo una sonrisa que me nace de lo más profundo de mi ser. La tensión que reposaba alrededor de nosotros se esfuma, ya no hay más incomodidad y la tranquilidad que me llena el corazón comienza a aterrarme. —¿Es qué acaso eso debería reconfortarme? —inquiero con sorna, fingiendo una tranquilidad que no siento. Él niega, adquiriendo ese brillo de diversión en las pupilas. —Creo que es lo mejor que puedo ofrecerte. Meneo la cabeza en señal de desaprobación, después me alejo de él y me subo al ascensor, no sin antes decirle: —Los demonios no pueden ser ángeles, mucho menos comportarse como ellos. Espero a que las puertas del ascensor se cierren, pero eso no sucede ya que él se interpone entre ellas impidiendo mi ida triunfal y a cambio me sonríe con arrogancia, dejándome con el corazón acelerado y con la respiración bloqueándome el habla. —¿Eso es un sí, preciosa? —entra al ascensor y se postra enfrente de mí intimidándome con su enorme tamaño—, ¿aceptas salir conmigo? —sonríe esperanzado. Las señales de emergencia dentro de mi cuerpo se activan cuando advierten su cercanía. Desesperada, me aclaro la garganta, intentando no hacer una estupidez. —¿Qué ocurrirá si digo que no? —tanteo, nerviosa. Un brillo de diversión se adueña de sus ojos, dejando el oxígeno atascado en mi pecho. —En el peor de los casos, te secuestro —dice al tiempo que lanza un suspiro, luciendo una actitud despreocupada. Le miro incrédula. —¿Y se supone que eso tiene que convencerme a acceder? —Puede que no sean las palabras adecuadas, pero está funcionando, ¿no? —¡Claro que no! —reniego. Él sólo ríe. —Ambos sabemos que estás mintiendo —endereza el cuerpo y sin que lo vea venir, acorta nuestra distancia—, ahora, ¿qué va a ser, preciosa? ¿Vas a salir conmigo o no? Mis vías respiratorias se cierran cuando se inclina todavía más cerca que soy incapaz de respirar, lo reparo con intensidad y sin querer ceder ante él, parpadeo dos veces mientras doy un paso atrás e intento decir algo coherente antes de que se salga con la suya. —No será una cita —me adelanto a decir—, que te quede muy claro. Una sonrisa de suficiencia se dibuja en sus labios al saber que ha obtenido lo que quiere. Entretenido, mete las manos en los bolsillos de sus pantalones al tiempo que mira fijo mientras se recarga en la barandilla del ascensor, una sonrisa traviesa curvando sus labios. Meneo la cabeza para salir de mi trance y sin más vacilaciones presiono el botón que nos lleva a la planta más baja donde se encuentra el aparcamiento de la empresa o eso creo. —Entonces vamos en mi auto —me dice al salir del ascensor. Me detengo en seco, obviada por lo que acaba de decir. No pienso ir en el mismo auto con él. Sus pasos cesan cuando nota que he parado de caminar, se vuelve hacia mí con confusión. —¿Ya te arrepentiste? —pasa saliva y puedo jurar que me mira con un ápice de miedo en los ojos. —No es eso, solo que no necesito que me lleves, yo tengo mi auto —explico—, dime el lugar y ahí te alcanzo. Su carcajada hace eco en el aparcamiento, mis mejillas no tardan en sonrojarse por el sonido de su risa; cálido y tan jodidamente reconfortante, sacudo la cabeza alejando esos pensamientos y me concentro en el hecho de que mis manos empiezan a picar con el deseo de ahorcarlo. Me muerdo el interior de las mejillas conteniendo los insultos que buscan salir a cómo dé lugar. —¿Qué es lo que te da risa? —espeto, enojada. Se encoge de hombros y sonríe, con calidez, como si me conociera de toda la vida. Mi corazón da un vuelco inesperado y aparto la vista de inmediato. —¿Me crees tan estúpido? —pregunta retóricamente—, si es así, me ofende mucho, preciosa. Entorno los ojos, incrédula. —No creo que quieras que responda a eso —suelto con sarcasmo—, lo dejo a tu criterio. Sonríe divertido y aprieto los labios intentando reprimir una risa, que no se merece. Al percatarse de mí constante negación, deja salir un suspiro y se acerca solo dos pasos. —Deja te lo explico para que me entiendas, si te llevas tu auto me dejarás plantado —expresa con absoluta seguridad, sin sonar un poco molesto—, y quiero evitar eso, así que te llevaré en el mío. Trago en seco, tomada por sorpresa por sus aseveraciones erróneas. Aunque tampoco tengo ganas de sacarlo de sus dudas. Prefiero abstenerme de darle alguna esperanza de que nuestra relación puede mejorar cuando sé muy bien que no es así. —No haría eso. —Claro que si lo harías. Pongo los ojos en blanco y tomo un respiro, necesito un jodido impulso para volver a hablar. —No, no lo haría porque la diferencia entre tú y yo es que yo sí tengo palabra. —me observa como si le hubiese dado una guantada en la boca del estómago—, si te he dicho que iré, es porque lo haré. —Entiendo, pero me sentiría más seguro si fueras conmigo. Lo miro incrédula, él achina los ojos queriendo convencerme. Resoplo resignada y paso de largo, caminando en busca de su auto sin saber por qué cedo a sus estúpidos caprichos. —¿Cuál es el tuyo? —pregunto, viendo la hilera de autos de diferentes modelos. —Todos —espeta con arrogancia. Intento disimular mi confusión, pero en cuanto me alcanza, sonríe. —Estamos en el aparcamiento privado, preciosa, aquí está una parte de los autos que me pertenecen —susurra despacio. Asiento, desentendida, quiero ignorar la oleada de calor que me atraviesa el cuerpo, aunque dudo que pueda cuando la razón de dicho estado está junto a mí. Él sigue caminando con pasos seguros hasta que llega a un Range Rover n***o, si mi escaso conocimiento sobre coches no me falla. Se adelanta, me abre la puerta y me hace un gesto para que entre. Quito la sonrisa que quiere escapar de mis labios y subo al auto con el cuerpo hecho un desastre por los estúpidos nervios, espero a que cierre la puerta pero hace lo contrario, se acerca y coge el cinturón de seguridad, mi corazón comienza a latir desbocado cuando anticipo a sus intenciones, niego rápidamente, entrando en pánico. —Yo puedo hacerlo sola —protesto, alarmada. Mi mente comienza a recordar cosas que quiero dejar en el pasado. Pero no puedo porque esta escena me da otro deja vu y siento que dejo de respirar cuando su aroma a menta penetra mis fosas nasales de golpe. —Alexander... —quiero alejarlo antes de que pierda mi racionalidad. —Camille, sé perfectamente que eres capaz de hacerlo por ti misma, pero quiero hacerlo yo —esclarece firme, luego escucho el clic del seguro, tira de él con fuerza para ajustarlo y me sonríe en el momento en que nuestros ojos se vuelven a encontrar. Contengo la respiración, tratando de no perder la cordura, y solo hasta que cierra la puerta de nuevo siento que vuelvo a respirar con tranquilidad. Maldito seas, Alexander. Maldito seas, demonio. Entra en el auto y se pone rápidamente el cinturón de seguridad, mis ojos fijos en sus movimientos. El aire se comprime en el ambiente tenso, no puedo respirar cuando me mira y sonríe como un niño pequeño que acaba de recibir un caramelo. Mi corazón vuelve a latir desbocado y, aunque me digo a mí misma que él no provoca nada, él lo sigue provocando todo. —¿Lista, preciosa? —pregunta, emocionado. —¿Tengo otra opción? Sonríe mostrándome su perfecta dentadura. —No lo creo, porque esta vez no te dejaré ir. Chasqueo la lengua con nerviosismo, y hago hasta lo imposible para ignorar el tono amenazante impreso en sus palabras, no quiero darles importancia ya que no la tienen. —Entonces sí, lo estoy —respondo, jugando con el bordado de mi chaqueta en un intento de ignorar la manera en que el corazón me taladra en los oídos. —Sé que lo estás —replica—. Ahora pongámonos en marcha, quiero que veas este lugar —dice con un matiz de emoción y un tono suspicaz que me eriza la piel. Paso saliva, nerviosa. —¿Sueles frecuentar este lugar? —pregunto mirándolo de reojo, queriendo seguir escuchando su voz. Él esboza una sonrisa nostálgica. —Sí, intento ir todas las mañanas —admite pensativo—, aunque a veces se me dificulta hacerlo. Lo miro con intensidad. —Entonces debe ser importante para ti. —Lo es, como no tienes idea —se vuelve a mirarme, noto que se me dificulta demasiado respirar con el brillo fogoso que vislumbro en sus ojos sombríos—, una chica preciosa me lo recomendó hace unos años. Y aunque no lo diga del todo, lo sé. El significado detrás de sus palabras me confunden demasiado y por más que intento no albergar ninguna ilusión sobre lo que acaba de suceder, no puedo encontrar un equilibrio en todas mis emociones cuando me dice cosas así. Me limito a asentir sin agregar nada más, siento la garganta crispada, tengo la boca seca, parece una estupidez pero mi subconsciente no para de recopilar todas sus jodidas palabras que hacen a mi corazón galopar con emoción,"porque esta vez no te dejaré ir" "una chica preciosa me lo recomendó hace unos años." Suspiro abrumada al tiempo que él me dedica una última sonrisa antes de centrar los ojos en la carretera, con los hombros manteniendo esa rígida postura y la mandíbula destensa. No demora en asegurar las puertas y dirigiéndome una mirada fugaz que cree que no noto, empieza a conducir sin dejarme cambiar de opinión. Aunque dudo que quiera hacerlo porque otra vez me encuentro en desventaja. Con Alexander siempre estoy en desventaja.
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