Camille
El tiempo vuela tan rápido estando en la oficina que me doy cuenta de que es hora de volver a casa hasta que empieza a oscurecer fuera.
Ava se levanta de su asiento, recoge todo y se lleva sus cosas sobre el escritorio.
—Hasta mañana, Camille —se despide de mí cuando termina de recoger sus pertenencias—. Ha sido un placer trabajar contigo —dice con una sonrisa más confiada que la que me dio por la mañana.
—Puedo decir lo mismo de ti. Hasta mañana, Ava —le respondo con cortesía. Asiente con la cabeza y se marcha, dejándome de nuevo a solas con mis pensamientos. Esos pensamientos que convierten mi cabeza en una zona de combate porque nunca me permiten tomar una decisión.
Dejando escapar un resoplido de cansancio, meto la mano en el bolso, saco el móvil y lo miro esperanzada mientras siento una opresión en el pecho al ver varias llamadas perdidas de Aarón. Estaba tan absorta en entender mis tareas para el trabajo con Ava que ni siquiera me molesté en mirar el móvil.
Vacilo por unos minutos recordando la manera en que dejamos las cosas la última vez que nos vimos, pero termino presionando en su contacto y le devuelvo la llamada, el contesta al tercer pitido.
"Camille..." su voz es un susurro, suena consternado. Me preocupa que algo malo pueda estar sucediendo.
"Aarón, apenas vi tus llamadas perdidas, ¿estás bien?" le pregunto, indecisa.
Suspira. Tarda en responder a mi pregunta.
"Si, lo estoy, solo que sé que hoy fue tu primer día trabajando para él. Quería saber como estabas, si todo había ido bien. Estoy preocupado" suena tan derrotado, que me empieza a escocer la garganta. Me siento tan mal. Tan culpable.
Me muerdo el labio inferior mientras camino hasta situarme cerca de la enorme ventana para observar las luces de la ciudad. Necesito algo de claridad. Siento mi pecho pesado. Diversas emociones recorriendo mi cuerpo.
"Todo está bien. Ahora estoy por terminar mi turno de trabajo y ha sido muy tranquilo, pero gracias por llamarme para preguntar" no profundizo en mi día y me abstengo de darle detalles. No creo que los quiera escuchar. Y yo tampoco quiero hablar de ello.
"Mmm, ¿te apetece cenar juntos esta noche? No me gusta estar enojado contigo. Quiero verte. Te extraño mucho."
Sonrío aunque no pueda verme, sintiendo un aleteo en el pecho.
"Claro que me apetece cenar contigo. Te veo esta noche. Te mandaré un mensaje cuando llegue a casa" accedo a salir con Aarón.
Ya no quiero seguir enojada con él, me interesa arreglar las cosas entre nosotros. Estar bien y recuperar lo que tenemos.
"Gracias, muñeca. Pasaré por ti. Prometo que no te arrepentirás."
"Lo sé"
"Te quiero"
Inspiro hondo cuando siento un cúmulo de nervios en la boca del estómago. No obstante, al hacerlo, percibo un ligero aroma a menta reposando en la atmósfera, y mi cuerpo se pone rígido. Debo estar imaginando cosas.
"¿Camille? ¿Sigues ahí?" La voz de Aarón al otro lado de la línea me devuelve a la realidad.
"Eh, ¿si?" Inquiero un tanto perdida.
Lo escucho reír.
"He dicho que te quiero, muñeca." Repite, apuesto que debe estar sonriendo.
"Yo también, Aarón" le respondo con sinceridad.
Se despide de mí asegurándome que pasará a recogerme en cuanto le avise que he llegado a casa. Me despido de él por igual. Cuelgo la llamada sintiendo una presión sobre mis hombros y me quedo observando la deslumbrante vista que me permite apreciar la ciudad de Seattle en la noche. Todo se ve tan tranquilo y pacifico. Sumergido en la tenue luz de la luna.
—¿Disfrutando de la vista, preciosa? —Esa áspera e inconfundible voz que envía miles de corrientes eléctricas a mi cuerpo retumba por toda la oficina, haciéndome respingar en mi lugar.
Suelto un grito de sorpresa y rápidamente vuelvo la mirada para enfocarlo.
Esta de pie junto a la puerta con las manos metidas en sus bolsillos. Luce intacto. Con su traje de alta costura a la medida. Su cabello está perfectamente arreglado. Manteniendo una postura rígida y peligrosa que me grita autoridad. Estrecha la mirada y me repara con cierta delicadeza, pero un brillo lúgubre se encienden en sus ojos, que ahora se encuentran de un color n***o como la noche que presencié desde la ventana.
Me toca pasar saliva. Nerviosa.
—¡Alexander, joder! Me vas a matar de un susto —reprendo llevándome la mano donde tengo el móvil al pecho—, ¿qué diablos haces aquí?
La esquina de su boca se curva en lo que parece ser una sonrisa.
—No pensé que tendría que recordártelo, pero estás en mi empresa —expresa con obviedad.
Lo fulmino con la mirada al instante.
—No te hagas el chistoso conmigo, sabes a lo que me refiero.
Un ápice de diversión aparece en su rostro.
—Quería verte —confiesa mientras avanza hasta quedar al otro extremo del escritorio, se detiene y me lanza una mirada desafiante que me hace estremecer—, ¿suficiente razón para ti?
Siento mi corazón latiendo de manera errática dentro de mi pecho.
—¿Por qué no llamaste a la puerta antes de entrar? —inquiero en su lugar, ignorando lo que acaba de decir. No pienso caer en sus malditos trucos.
Él lo nota, pero lo deja pasar.
—Lo hice, pero estabas distraída —responde con un matiz de recelo palpando en su voz. Mi cuerpo se tensa de pies a cabeza cuando recuerdo que estaba hablando con Aarón hace apenas unos minutos.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí en mi oficina? —pregunto con la respiración agitada.
Un brillo salvaje ensombrece su mirada cuando sus ojos se clavan en los míos.
—Lo suficiente —se limita a decir. El tono que emplea me hace estremecer, porque aunque no elabora en su respuesta, puedo asegurar que ha escuchado toda mi llamada telefónica.
Intento deshacer el nudo que se comienza a formar en mi garganta y me obligo a decir algo.
—No vuelvas a entrar de esa forma a menos que yo te de permiso —le digo con firmeza, pero temblando por dentro.
Noto su cuerpo entero tensarse ante mi imposición, pero no hace ninguna protesta.
—Si así lo quieres, así será —accede sin más. Lo miro con una ceja arqueada, sin creerme lo que dice, pero tampoco se lo hago saber.
—¿Qué es lo que se te ofrece? ¿Por qué has venido a verme hasta ahora? —pregunto en un intento de cambiar de tema.
Su cuerpo parece perder parte de la tensión. Adquiere una postura más relajada.
—Sólo quería saber cómo te había ido en tu primer día.
Lo observo detenidamente. Desconfiada de sus intenciones.
—Ha ido mejor de lo que esperaba —revelo con un suspiro.
—Me alegra escucharte decirlo. Porque eso significa que los siguientes meses te serán más llevaderos, no tendrás problemas —expresa con un tono entretenido. Una sonrisa petulante dibujada en sus labios.
Siento un fuerte tirón en el estómago. Me marea sentirlo tan cerca. Poder percibir ese aroma. No puedo evitarlo.
—Oh, no te equivoques, contigo como mi jefe lo veo muy difícil —respondo sarcásticamente.
—¿Por qué? —casi suena ofendido—. Tienes un jefe bastante atento, comprensivo, flexible e incluso demasiado atractivo. Yo diría que prácticamente te has sacado la lotería.
Aprieto los labios con fuerza. Intento no reírme de las incoherencias que salen de su boca.
—¿Hablas en serio? —inquiero incrédula.
—Muy en serio, preciosa.
—¿Es que acaso te has golpeado la cabeza recientemente? ¿Desde cuándo tú eres una persona atenta, comprensiva y flexible? —imito su tono de voz, haciéndole reír de esa manera que me cosquillea las entrañas.
—Contigo lo soy —espeta con simpleza—. Solamente contigo.
Una sensación cálida invade mi cuerpo. Mis manos comienzan a sudar. Me pone nerviosa estar en un lugar cerrado con él.
—¿Estás seguro? —lo miro dudosa.
—Te he traído tu tarta y café favorito hasta tu oficina, ¿tú qué crees, Camille? —espeta con una voz áspera, grave, sin apartar la mirada de mí, como si no quisiera perderse ningún detalle de mi reacción.
Trago grueso. Sintiendo mi corazón latiendo con más fuerza ante la confirmación de lo que ha hecho por mí. Lo sabía, pero que él lo admita frente a mí me hace perder el equilibrio.
—No debiste tomarte el atrevimiento —digo con la boca seca.
Me mira con suspicacia. Con un atisbo de vulnerabilidad. Sus labios tensos.
—¿Por qué? ¿No te gustó la tarta? —saca las manos de sus bolsillos y las recarga sobre el cristal, inclinándose hacia mí. De repente me siento intimidada por su enorme figura.
Mis emociones empiezan a tomar las riendas de las cosas, me resulta difícil pensar con claridad, y entro en pánico. No puedo permitirme mostrarle debilidad. No puedo admitirle que amé esa bendita tarta.
—Ni siquiera la probé —me esfuerzo por sonar convincente, sintiéndome demasiado expuesta ante él.
—¿No? —esboza una sonrisa maliciosa.
Asiento rápidamente.
—La tiré a la basura —digo lo primero que se me viene a la cabeza, queriendo cubrir mi mentira.
Siento un malestar agitándose en mi pecho al mentirle y espero ver un centelleo de furia o incluso decepción en su mirada, pero solo me encuentro con algo parecido a la diversión. Esto no está funcionando. Alexander es demasiado inteligente para creérselo.
—¿Así que no la probaste y la tiraste a la basura? —repite mis palabras con un tono cargado de burla. Siento los latidos de mi corazón yendo más rápido de lo normal.
—Si, eso hice —asiento con la cabeza, nerviosa.
—¿Qué raro, no? Ava me dijo que te habías acabado todo y que no tenías ninguna queja al respecto.
La sangre se me calienta al instante. Siento mis mejillas ardiendo ante su mirada llena de diversión y arrogancia.
Carraspeo la garganta, incómoda.
—Tal vez Ava se confundió y estaba hablando de otra empleada más, eso habrá sido —inquiero en un susurro demasiado torpe, obligándome a no apartar la mirada pese a la vergüenza que me corroe después de haber sido descubierta.
—Lo dudo mucho, preciosa —sigue sonriendo de esa manera victoriosa que me nubla el juicio y sólo quiero borrársela con un golpe.
—Es muy posible que estuviera hablando de alguien más.
Me mira sumamente entretenido. Con un brillo peligroso danzando en sus orbes. Mi cuerpo comienza a reaccionar cuando se inclina todavía más hacia mí, haciéndome retroceder un paso, temiendo lo que pueda suceder.
—Deja de mentir cuando sabes que tú eres la única persona por la cual hago este tipo de cosas —su tono de voz áspera y sincero me acelera las pulsaciones—. Eres la primera y última mujer a la que me interesa hornearle una jodida tarta de chocolate. Así que sí, Camille, estoy muy seguro de que se trata de ti.
Todo mi interior se remueve a causa de sus palabras que consiguen dejarme sin aliento y con un millón de dudas atravesando por mi cabeza.
Mis manos comienzan a temblar. Siento mis piernas flaquear.
—Eso no es algo que deberías decirle a una de tus empleadas, Alexander —le digo débilmente para restarle importancia a lo que ha dicho, porque me niego a dejar que juegue conmigo.
Su postura sigue siendo la misma. Su rostro es neutro e ilegible, pero puedo ver un atisbo de amarga decepción en sus ojos. Se me corta la respiración de repente. Siento un nudo empezando a formarse en mi garganta.
—No eres sólo mi empleada —espeta con un gruñido rasposo.
—Eso es todo lo que quiero ser para ti —consigo decir, manteniendo el control de mis emociones—, será mejor que evites hacer este tipo de cosas. Sólo eres mi jefe. Nada menos y nada más —esclarezco sin ningún atisbo de vulnerabilidad.
Me mira intensamente, casi como si estuviera asimilando mis palabras. Me siento desnuda bajo sus ojos oscuros. Mi piel bulle de excitación y de algo más que me asusta. Que me aterra.
Se aprovecha de mi momento de distracción. Me toma desprevenida y, sin ningún atisbo de arrepentimiento por lo que está haciendo, empieza a rodear escritorio de cristal y me acorrala hasta que lo tengo tan cerca que puedo olerlo e incluso tocarlo. Se me vuelve a secar la boca. No puedo objetar nada.
Vuelvo a caer en ese abismo.
—Deténte —le advierto.
No me escucha. Nunca lo hace.
—No lo haré —suelto un pequeño grito ahogado cuando me acerca a él agarrándome del brazo y tirando de mí.
—¡Alexander, joder! —increpo, presa del pánico. Él se ríe de mi reacción.
—Tu capacidad para mentir no mejora —se inclina sobre mí y menciona sutilmente, respirando fuerte contra mis mejillas.
Abro los labios y vuelvo a cerrarlos, la indignación me invade.
—Y tu capacidad para respetar los deseos de la gente tampoco mejora —le contesto con tono descarado, negándome a dejarle ganar.
Él sonríe. Sus dientes blancos y perfectos hacen acto de presencia. Siento una oleada de calor en las mejillas.
—Qué pareja más imperfecta somos, ¿verdad? —Se burla de mí. Le fulmino con la mirada, con la rabia creciendo en mi interior.
—No somos ninguna pareja —gruño malhumorada. Sus ojos brillan desafiantes y siento que me flaquean las piernas, que casi me alegro de que me sostenga contra su cuerpo tenso.
—Ya lo veremos —insinúa con una voz que me hace hervir la sangre.
Intento zafarme de él, pero su fuerza me mantiene en el mismo sitio. No me suelta. En lugar de eso, me rodea la cintura con un sólo brazo y me aprieta aún más contra él. Mi respiración empieza a ir más rápido de lo normal y otra vez siento todo lo que no debería.
—¡Suéltame! Se está haciendo tarde y mi turno ya ha terminado —siseo apretando los dientes.
Me ignora deliberadamente. Un sonido áspero retumba en su garganta.
—¿Para qué? ¿Para que te vayas con él? —Su respuesta me deja helada. Percibo la nota de algo parecido a los celos.
Lo miro con incredulidad, parpadeando dos veces, mientras intento procesar lo que acaba de preguntarme.
—¡Vete a la mierda, Alexander! —Le golpeo en el pecho con ambas manos, furiosa de que se sienta con el derecho de exigirme explicaciones cuando no es nadie en mi vida.
Ni siquiera parpadea o se inmuta ante mis golpes. Sólo me mira con intensidad. Casi fulminante. Estoy tentando su paciencia pero él también lo está haciendo con la mía.
—¿Eso es todo lo que tienes, preciosa? —Se burla. La rabia vuelve a invadirme.
Ya no controlo mi reacción. Lo que hago. Sin pensar siquiera en las consecuencias que pueda desencadenar, levanto la mano y le doy una bofetada tan fuerte que el sonido retumba en toda la oficina. Se crea un silencio entre nosotros. Paso saliva mientras lo veo inhalar con fuerza y hacer una mueca de dolor, pero todavía se niega a soltarme.
Si antes estaba nerviosa, ahora estoy a punto de un colapso.
—Me has abofeteado —no es una pregunta, es sólo una afirmación que hace temblar cada centímetro de mi cuerpo.
Trago grueso sin apartar la mirada.
—Lo he hecho —musito.
La comisura de sus labios se curvan en una sonrisa torcida.
—Debería hacer algo con tu maldita insolencia —dice mientras su mano comienza a descender a mi espalda baja.
Siento que me arde el cuerpo. La piel. Absolutamente todo.
—¿Acaso vas a abofetearme también? —le pregunto en un susurro. Me tiemblan los labios.
Me sonríe. Pero no hay nada suave ni dulce en ese gesto.
—Voy a hacer algo mucho peor, preciosa —increpa con voz oscura y retorcida.
Lo miro fijamente con un poco de miedo y también desconfianza porque no sé sus intenciones, aunque tampoco llego a preguntar nada cuando sus labios se estrellan contra los míos, robándome el aliento, la paz, e incluso todos los pensamientos racionales de mi cabeza. Esos que me gritan que debo apartarlo y correr, porque solo así podré salvarme.
No se detiene. No pierda la mínima oportunidad. Me levanta del suelo sin ninguna dificultad y me insta a que le rodee la cintura con las piernas. Me besa tan fuerte y hambriento, es exigente y feroz, como un loco que ya no tiene control de sus actos. Se apodera de mi boca como una bestia. No puedo evitar gemir en sus labios, que me saben a pecado y a algo prohibido de lo que no puedo saciarme.
Enreda su puño en mi cabello y tira de mí con fuerza para profundizar el beso mientras se encarga de ponerme sobre el escritorio. Jadeo ansiosa en el momento en que levanta una de mis piernas, la acaricia con la yema de los dedos y entonces se refriega contra mí, creando fricción sobre la tela. Todo se vuelve demasiado y mi mente se pone en blanco debido al enorme torrente de excitación que me avasalla. Pierdo la capacidad de pensar o reaccionar.
Noto su palpitante erección golpeando mi pelvis cuando se acomoda entre mis piernas y me estremezco en el instante en que un deseo incontrolable empieza a inundar mi cuerpo. No puedo detenerlo. No puedo pensar. Su forma salvaje de tomar dominio de mis labios mientras explora mi boca con su lengua hace que mi moral se esfume. Desaparezca. El temblor en mi sexo que ahora se encuentra empapado empeora. Quiero más.
Vuelvo a gemir en busca de más. Hace un ruido más rudo que me hace hervir la sangre de necesidad.
Recuesta mi cuerpo sobre el cristal, apartando todo lo demás con movimientos torpes y bruscos, mis oídos registran el sonido de varias cosas impactando el suelo, pero ni uno de los dos le toma importancia a ello. Mi corazón late vehemente en anticipación. Él no pierde el tiempo y sin abandonar mi boca, empieza a tocar cada parte de mi cuerpo con sus manos ásperas, amasa mi piel siendo implacable, pero cuando hace el amago de despojarme de mi ropa, la imagen de Aarón aparece en mi mente de golpe.
Mi deseo empieza a remitir. Se extingue. Recupero parte de mi cordura. Es como si alguien me hubiera echado un balde de agua fría.
En ese momento pongo fin al beso. Detengo la locura que estaba haciendo. Me enderezo sobre el escritorio. Él me mira confuso, con los ojos turbados mientras los dos jadeamos con la respiración agitada, intentando recuperar el aliento que perdimos en nuestras bocas.
Siento que me arden las mejillas. Sus labios hinchados y apetitosos. Joder. Soy tan estúpida, ¿por qué dejé que me besara, por qué le devolví el maldito beso?
—Bájame, por favor —le pido con la voz aguda, la culpa recorre mi cuerpo al recordar que tengo una cena pendiente con Aarón y acabo de besar y tocar al hombre que más desprecia.
—¿Por qué? —parece confuso. Como si no supiera qué ha hecho mal. Se me aprieta el pecho.
—Tengo que irme ya.
—Con él, ¿verdad? —responde con tono sarcástico e incluso celoso, yo mantengo una expresión tranquila que no le transmite ninguna emoción—, bien, cuando le veas esta noche y le beses, quiero que compruebes quien lo hace mejor. Quién consigue robarte el aliento y hacer que te deshagas en su boca.
Lo miro boquiabierta. Un tanto aturdida. Siento la garganta rasposa. Mi cuerpo empieza a temblar, pero me niego a dejar que se apodere de mí más de lo que ya lo ha hecho. Tengo que poner en orden mis prioridades. Tengo que dejar de permitir esto.
—No necesito comprobar nada, Alexander. Ya sé la respuesta y créeme que no te va a gustar —suelto enfadada.
—Mentirosa —se burla. Su risa me cosquillea la piel.
Me muerdo el interior de las mejillas.
—¡Imbécil arrogante!
Sus gestos se llenan de diversión.
—¡Cobarde! —contraataca.
Entrecierro los ojos con indignación y le fulmino con la mirada.
—¡Egoísta!
—¡Testaruda!
—¡Bájame ya! Quiero irme.
Esta vez me hace caso. Me baja del escritorio con delicadeza y me mantiene firme hasta que recupero el equilibrio. Cuando me aseguro de que no me voy a caer, tomo distancia de él. Mi respiración sigue acelerada mientras intento arreglar mi ropa y mi cabello alborotada.
Cuando creo estar lo suficientemente presentable, me armo de valor para levantar la mirada y encontrarme con la suya después de lo que acabamos de hacer, más bien, de lo que estábamos a punto de hacer.
Me percato de que su expresión cambia a una neutra, pero en sus ojos todavía yace un atisbo de diversión. También de algo que interpreto como tristeza. El corazón me da un vuelco.
—Vete, por favor —pido al ver que no se inmuta. Él se queda en silencio. Casi analizándome—. Alexander...
Alcanzo a vislumbrar la vacilación en su mirada antes de que me haga un gesto de resignación con la cabeza.
—Te veo mañana, Camille —dice finalmente mientras se gira y se aleja de mí con pasos decisivos, lo sigo con la mirada y en cuanto llega a la puerta se detiene, pero esta vez no se vuelve a verme—, espero que mientras estés con él, en la única persona en la que puedas pensar sea yo. Que no puedas sacarme de tu mente, de tú cuerpo, y no puedas concentrarte en él porque soy yo él que está ocupando todos tus pensamientos, aunque lo odies. Aunque te odies por ello.
Sus palabras se hacen realidad. Y tiene razón. Lo odio.