Capítulo 3: Horace

951 Words
Capítulo 3: Horace ―Por eso necesitaba sincerarme contigo inmediatamente, por si recibías un correo electrónico sobre inicios de sesión no autorizados en dispositivos o algo así ―dijo Horace, moviendo los brazos. ―Está bien. ―Evie se encogió de hombros, abrazándose las piernas en la cama. Llevaba su pijama floral y estaba despeinada, pero Horace la veía bonita igual. Era una chica negra muy guapa, la única que había conocido, en realidad, con carita redonda y pelo rizado en tonos marrones y dorados. ―Sé que no hiciste nada más. Aunque debería cambiar mi contraseña en algún momento, creo que también la he usado en otro lugar. ―Sí, deberías. Su apartamento era pequeño, hecho para una persona. Una habitación, algo separada de la pequeña cocina-mesa-recibidor y un pequeño baño con ducha. La lavadora ocupaba la mayor parte de dicho baño, Horace tenía que doblarse de lado cada vez que necesitaba orinar. Horace se fijó en las ilustraciones que tenía impresas. Eran damas de fantasía, vestidas con armadura, empuñando armas o bastones que brillaban con energía, montando dragones o en la cima de un montón de esqueletos caídos. Le pareció gracioso haberla convertido al lado oscuro. Hace un par de años Evie consideraba todo aquello estúpido, y lo decía en voz alta en cada oportunidad. Pero cuando finalmente encontró el juego perfecto para ella, le fascinó y se enganchó. Era un juego de fantasía en el que era una reina poderosa, mataba enemigos, reunía cada vez más poder mágico y llevaba un traje increíble con exquisito detalle. Fue la primera lámina que imprimió del juego y colgó en la pared. Hubo muchas más después, en la progresión típica de todos los juegos de rol de ordenador. Cada vez más grandes, voluminosas y brillantes, se podía ver de un solo vistazo la progresión de su personaje en el juego, desde la humilde princesa hasta la poderosa reina y, finalmente, la gran emperatriz. Horace no había visto las últimas, debían ser nuevas. Después de todo, él no tenía tiempo para jugar con ella, pero ella sí. Debió notar que él miraba alrededor y se cohibió. ―Lo siento por el desorden ―dijo, con la garganta seca. ―Por favor. Soy soltero. Está mucho mejor que la mía. En fin, aquí está la carta. Su amiga la abrió, aspirando por la nariz mientras leía. Sus ojos se abrieron de par en par. ―¡Vaya! ¿Cómo lo conseguiste? Horace se encogió de hombros. ―Lo chantajeé. ―¿Qué tú qué? ―lo miró fijamente―. Maldita sea, tenía que haber estado ahí para verlo. ¡Bien hecho, Horace! ―Le dio un puñetazo en el hombro. ―No, ¿por qué querrías volver a ese sitio deprimente? Espero que esto ayude un poco. ―Lo hará, Horace. Gracias ―dijo Evie sinceramente―. No es que no me guste, pero esto, contraatacar, es muy poco característico de ti.―Ella le hizo un gesto con la mano y añadió―: No es una queja. Horace se frotó el cuello. ―Sí, fue raro, en realidad. Había una extraña mujer en la oficina que nunca antes había visto. Soberbia. Un nombre raro, lo sé. Ella me empujó a hacerlo. Y lo hice. Y entonces me fui a tomar un café para calmarme, porque el corazón me iba a mil y no podía creer lo que yo mismo acababa de hacer, y ahí estaba de nuevo. ―Espera ―interrumpió Evie con la palma hacia arriba―, ¿ella te siguió? ¿Hasta dónde? ―Eh… No tan lejos, no era el café de la esquina porque no quería toparme con nadie del trabajo. Así que caminé un par de cuadras, por lo menos, y me senté en el primer café que vi. Definitivamente no estaba al alcance para hacer una escapada del trabajo, pero tampoco lejos. ―¿Y qué te dijo ella? ―preguntó Evie, aparentemente interesada―. ¿Estaba buena? ―Levantó una ceja. Él se rió nerviosamente. ―Sí, estaba buena. Y decía cosas rarísimas. Me hizo descargar una aplicación, luego me dio un token en realidad aumentada con la palabra orgullo escrita en griego y siguió hablando de pruebas, peligros y recompensas. Ahí me harté de ella y le dije que estaba loca, y se fue cabreada. Evie se rió. ―Atrevido… Nunca te imaginé haciendo algo así. ―Estoy diciendo la verdad, Evie. ―Y te creo. Por eso digo que nunca habría esperado eso de ti. Es genial.― Se puso de pie―. ¿Quieres zumo de naranja? ―Claro. Ella trajo el zumo fresquito. Había sido un día caluroso y Horace venía de cargar su caja en el calor del metro. Evie vivía en el centro, en Pangrati. Estaba lo suficientemente bien situado como para que fuera soportable el viaje a dondequiera que encontrara trabajo. Horace, por otro lado, tenía que hacer al menos una hora de trayecto y dos o tres transbordos para llegar a alguna parte. Ah, bueno. Tenía un pequeño ventilador que movía un poco el aire de la ventana. No hacía mucho, había visto tiempos mejores. ―¿Hace demasiado calor? ¿Quieres que ponga el aire acondicionado? Estoy ahorrando, pero contigo aquí puedo hacer una excepción. ―No, me voy a casa de todos modos. Está bastante fresco, gracias. ¿Tienes alguna entrevista? Un tema delicado. Miró hacia otro lado, acurrucándose. ―No…, tengo una la próxima semana. Ayer solicité la prestación de desempleo y, cuando eso se resuelva, estaré bien por un tiempo. Bueno, por un par de meses si estiro los gastos. ―Está bien, algo surgirá. ―Dudó, y luego repitió su invitación―: Sabes que siempre puedes quedarte conmigo si las cosas se ponen difíciles, ¿verdad? Ella le sonrió algo tensa y asintió. ―Bueno, Evie, me voy. Sólo quería venir a ver en qué estás y darte la carta de recomendación. ¡Buena suerte con la búsqueda de trabajo! ¡A los dos! Ella lo saludó en la puerta, asintiendo y doblando los brazos hacia su pecho. Horace se fue, pero no dejó de pensar en su amiga. Parecía vulnerable, y la parte masculina de su cerebro quería protegerla y cuidarla. ¿Pero a quién quería engañar? No estaba en posición de cuidar a nadie, ni siquiera a sí mismo. Tomó el largo viaje hacia el norte, de regreso a casa.
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