Capítulo 1: Horace
Capítulo 1: Horace
Horace ya no podía más con la vida.
―¡Y lárgate de mi vista, interino inútil! ―le gritó el hombre en la cara. El hombre, en este caso, el hombre. Su jefe.
Fue la gota que colmó el vaso. De inmediato tiró todas sus cosas personales en una caja y vació su espacio de oficina.
―¿Vas a dejar que te hable así? ―dijo una voz femenina a su lado.
Se dio la vuelta, todavía recogiendo. Era preciosa, con un escote perfecto que se aseguraba de mostrar levantando bien la nariz.
―¿Qué? ¿Quién es usted?
―Soy Soberbia. Ahora, volvamos al asunto. ¿Vas a dejar que te hable así? ¿El jefe? Ya te ha despedido, ¿no? ¿Por qué te lo tomas como un cagón? ―Giró un dedo en el aire, como señalando toda la situación.
Él se apoyó en la caja.
―Lo siento señora, no la he visto antes por aquí. Debe ser nueva. Si es así, lo siento mucho por usted, pero espero que saque más de este infierno que yo. Ahora, en cuanto a que me llame cagón…
Tenía los labios rojos y carnosos. Ella los hizo resonar, exhalando y repitiendo la palabra, «cagón».
―No, mira, aquí…
―Ah, mira, todavía te queda sistema nervioso después de todo. Ahora apúntalo hacia donde deberías ―le interrumpió ella y señaló con el dedo a la oficina del jefe.
Horace no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Lo que sí sabía era que la bella e irritante mujer tenía su parte de razón. ¿De qué tenía tanto miedo? ¿De que le despidiese otra vez? ¿De que le gritase? El jefe le había aterrorizado durante tanto tiempo que quizás sí se había convertido en un cagón.
Pero ya no.
Horace apretó los puños e irrumpió en la oficina del jefe.
Él se puso de pie, con el teléfono en la mano.
―¿Todavía estás aquí? Horace Cadmus, ya que eres demasiado cortito para metértelo en la cabeza: ¡Estás despedido!
Volvió al teléfono, atendiendo su conversación.
Horace tragó saliva, se adelantó y presionó el botón para colgar la llamada.
―¿Qué hac…? ¡Horace! ¡Esa era una llamada importante…!
―Quiero una carta de recomendación ―dijo Horace con calma, plantándose.
Su antiguo jefe se rió.
―¿Una carta de recomendación? No te recomendaría ni para recoger basura. Si te dijera que te quedaras ahí amontonando mierda en tu pellejo inútil, encontrarías la manera de salpicarla por todas partes.
No era gracioso, era mezquino. Ni siquiera inteligente, dada la situación. Horace apretó los dientes y no se movió.
―Lárgate de mi vista antes de que llame a seguridad. ―El jefe le hizo señas para que se fuera, pulsando números del teléfono.
Horace vaciló. Estaba a punto de irse. Había dado su última batalla, ¿no?
Vio a la rubia linda sentada encima de su escritorio, revisando sus cosas, riéndose con lo que encontraba. Sabía exactamente de qué se estaba riendo. De sus figuras de acción. Eran juguetes, pero a Horace le gustaba tenerlos cerca. Especialmente las muñecas.
Horace apretó el botón y canceló la llamada de su ex jefe otra vez.
Estaba muy cabreado.
―¡Inútil de mierda, ahora te echo yo mismo!
―Voy a contar a todo el mundo lo de Evie.
Toda la furia del jefe se evaporó. Murmuró algunas frases, luego se apresuró y cerró la puerta.
―No hay nada que contar. Vas de farol.
―Oh, claro que lo hay. Verás, yo soy amigo de Evie, y me lo ha contado todo. No es que hiciera falta, tengo ojos. Vi tus insinuaciones sexuales. Y tengo aquí las fotitos que le enviaste.
El jefe se puso pálido. Se sentó en su silla de jefazo.
Horace arrastró el dedo por su teléfono y entró en el Agora de Evie.
»Tengo su contraseña. No le importará que haga esto, de hecho, creo que le quitará un peso de encima. Aquí la tienes, simpática y peluda.
El jefe reconoció la foto. Era lo que veía todos los días cuando miraba hacia abajo para aliviarse.
»Con fecha y hora y todo. Prueba del acoso s****l durante el tiempo que ella estuvo trabajando aquí, en el que usted hizo de su vida un infierno. ¿De verdad tengo que deletrearlo para que lo entiendas? ¡Espera, qué egoísta por mi parte! ―Horace dio un toquecito con el dedo en el costado de su boca―. Solo pienso en mí mismo. Haz dos cartas de recomendación, una para mí, otra para Evie. Lleva dos meses sin trabajo, la pobre chica ya ha ido a cincuenta entrevistas y no ha tenido suerte.
El jefe se aclaró la garganta, pero no habló. Se quedó mirándolo fijamente, con los ojos muy abiertos.
Horace se inclinó hacia delante, apoyándose en el escritorio con los brazos.
»No te veo escribir ―dijo, gruñendo las palabras.