Capítulo 2: Horace
Sin nada que hacer en aquel lado de Atenas, Horace fue a un café y se dejó caer frente a su caja. Pidió vodka en lugar de café, porque estaba de los nervios.
Todavía no podía creer lo que había hecho. Esto no era nada propio de él. Leyó y releyó las cartas de recomendación impresas para él y para Evie. Palabras brillantes para los dos, firmadas por el propio jefe.
Su vodka con lima llegó y se lo bebió de un trago. Le dio un ligero mareo, pero eso era exactamente lo que necesitaba ahora mismo.
―Nada de cagón, entonces ―dijo una voz familiar por detrás.
Se dio la vuelta y vio a la misma señora de antes tomándose un café con leche en la mesa detrás de él. Y parecía que llevaba allí un rato.
Horace la miró con extrañeza.
―Gracias por la patada en los huevos, ¿pero quién eres?
Ella suspiró, pero estaba más sexy que molesta.
―Soberbia Hyperephania. Llámame Soberbia. Y no paso ni una.
―No, claro. Yo soy Horace. Cadmus. O sea que me llamo Horace, y mi apellido es Cadmus ―tartamudeó.
―De acuerdo, Horace, ¿por qué no te vienes a mi mesa? ―Estaba muy seductora y… bueno, sexy.
―Apenas nos conocemos ―contestó Horace débilmente.
Ella le hizo señas con la mano.
―¡Oh, Horace, hoy nos hemos enfrentado a un pitbull de la empresa y hemos ganado! Deberías estar contento. Ven a celebrar conmigo.
Lo pensó por un segundo, luego agarró su caja y su vaso de agua y se sentó al lado de Soberbia. La pilló sonriendo a la caja, pero decidió dejarlo pasar. Después de todo, ella le había incitado a que se plantara. Dios, todavía no podía creerlo.
―¿Otro vodka? O no, no hagamos feliz a Gula tan pronto.
―¿A quién?
Ella chasqueó la lengua.
―Ya lo entenderás. Ahora, Horace, déjame darte mi token. Descarga la aplicación para poder recogerlo.
Horace frunció el ceño.
―¿El qué? No, señora, no tiene que darme nada.
―Descarga la aplicación Pensamientos Malignos, por favor.
Él agitó la cabeza, pero la curiosidad pudo con él. Encontró la aplicación, lo que le sorprendió mucho, y la instaló. Aparecieron los términos y condiciones de servicio y Horace los aceptó instantáneamente con su pulgar. Le llevó más o menos un minuto, que aprovechó para mirar más de cerca a la mujer. Su traje de falda violeta, a pesar de ser modesto, llamaba mucho la atención sobre sus hermosas piernas. Tenía un pelo rubio perfecto, labios gruesos y un maquillaje que hacía magnéticos sus ojos azules.
Si el día no fuese tan raro, tendría tiempo de preguntarse por qué una mujer tan hermosa le daría la hora siquiera.
La aplicación terminó de instalarse y él la abrió, apuntando con su teléfono a Soberbia.
Entre los dos había un objeto en realidad aumentada, semitransparente y visible para cualquiera que tuviera una aplicación de RA. Era algo así como una ficha, con la palabra orgullo escrita en griego, ΥΠΕΡΗΦΑΝΙΑ
―¿Y qué hago con esto? ―preguntó Horace, rascándose la nariz.
―Tómalo. Es tuyo, te lo has ganado. ―Soberbia parecía muy orgullosa de aquello.
―Bueno. ―Horace se encogió de hombros y tocó la aplicación. El token fue recogido y lo vio añadirse un contador que marcaba uno de siete―. No entiendo, Soberbia, ¿qué es esto? Un videojuego, ¿o qué?
―Es una especie de juego, pero lo que se juega es mucho más importante ―dijo de forma enigmática. Y añadió con una voz más grave: ―Y también las recompensas. Hizo un cambio de piernas cruzadas dándole un Instinto Básico completo.
Horace tragó saliva. Se quedó sin palabras por un momento.
―No entiendo nada, el token, tú, nada.
Ella levantó la cabeza, prácticamente mirándole por encima.
―Tú, Horace Cadmus, vas a pasar por la prueba de los Pensamientos Malignos. Muchos, muchos mortales han pasado por ella, pero pocos han sobrevivido. Los peligros son grandes, pero también lo son las recompensas, como te he dicho. Conocerás a mis hermanas y te ayudaremos en tu vida, empujándote en la dirección correcta. Si logras satisfacernos a las siete y pasas la prueba, estarás entre los pocos hombres que han logrado sus sueños.
Horace pasó por una docena de emociones. Frunció el ceño, gimió, sonrió, apretó los dientes, le miró las piernas, se frotó la cara.
Finalmente, se levantó y dijo:
―Usted, señora, está loca. Adiós.
Cogió su caja y se fue del café.