Sofía
Existía maldad hasta en el hombre más bueno.
Eso ya lo sabía de memoria, puesto que estaba convencida de que no debía sorprenderme si era testigo de como Romero Greco se convertía en un patán frente a mis ojos.
A nadie le resultaba sencillo lidiar con la muerte de uno de los padres, mucho menos con el que creía era el autor intelectual de su asesinato. Tampoco con sus más allegados.
Luché con la secretaría para que me dejara ingresar a la oficina sin una cita previa. Tras una riña de casi veinte minutos, me permitió el acceso de mala gana.
Abrió la puerta de la amplia oficina y me topé con la figura pálida del mismo Romeo en persona. Se refugiaba tras una computadora para sobrellevar toda su panorama actual, o eso más o menos me pareció cuando lo vi teclear en dicho ordenador
