Capítulo: La paciencia de una amante

949 Words
Davina tomó un taxi de regreso a casa con una pesadez que iba más allá de la resaca. Sus ojos enrojecidos reflejaban el dolor de la noche anterior. Cuando el taxi se detuvo frente a su edificio, notó varias patrullas estacionadas en la entrada. La alarma se encendió en su interior, un presentimiento que le erizó la piel. Pagó rápidamente y corrió hacia el departamento, su corazón latiendo con fuerza. Al entrar, el panorama era aterrador: su hermana Valeria estaba rodeada de detectives, sus hombros temblaban por un llanto silencioso. Davina se acercó de inmediato, sintiendo que el suelo bajo sus pies se volvía inestable. —¡Valeria! —exclamó, su voz quebrada por la preocupación. Valeria alzó la vista, sus ojos llenos de pánico y tristeza. —¡Davina! —intentó decir más, pero antes de que pudiera alcanzarla, dos oficiales se acercaron a Davina con expresión seria y distante. —¿Davina Bianchi? —preguntaron. Ella asintió, mirando entre el desconcierto y el temor a su hermana y luego a los oficiales. —Sí… ¿Qué está pasando? Uno de los oficiales, con voz fría y profesional, le respondió: —Queda detenida por el delito de posesión de drogas ilegales. Las palabras la golpearon como una bofetada. Davina sintió que su mundo se desplomaba; el horror se reflejó en sus ojos mientras Valeria rompía en llanto. —¡Soy inocente! —exclamó Davina, pero sus protestas se perdieron en la formalidad del arresto. Los oficiales comenzaron a leerle sus derechos mientras le colocaban las esposas con una indiferencia impersonal. Ella apenas podía asimilar lo que estaba ocurriendo. —¡Hermana, prometo que te salvaré! —sollozó Valeria, sus manos temblando—. Conseguiré a un abogado para que te saque de esto. Davina miró a su hermana mientras era escoltada hacia la patrulla, y en su rostro se leía una mezcla de incredulidad, angustia y miedo. *** En la comisaria. La celda fría y oscura en la que fue encerrada le parecía un escenario surrealista. Davina no dejaba de repetir que era inocente, pero sus palabras se estrellaban contra las paredes, resonando en el vacío, sin que nadie le prestara atención. La soledad la envolvía como una manta áspera, pero el ambiente era demasiado hostil para siquiera darse un respiro. Pronto, una de las prisioneras, una mujer con una cicatriz que cruzaba su ceja, se le acercó con una mirada intimidante. —Dame tu collar —exigió, señalando la delicada joya que Davina llevaba al cuello. Davina, temblando, retrocedió. —No… es lo único que tengo de mi madre —murmuró, aferrándose a la cadena. La otra mujer se lanzó sobre ella, y Davina, presa del miedo, intentó defenderse. Las dos mujeres rodaron por el suelo en una pelea desesperada, hasta que el estruendo de un golpe en los barrotes las separó. —¡No quiero peleas aquí! —bramó la guardia, su voz firme y amenazante. La mujer se alejó con una mirada de advertencia hacia Davina, quien se acurrucó en una esquina, sintiendo que su cuerpo temblaba tanto por la pelea como por la desolación de saberse atrapada. Unos minutos después, la guardia reapareció, esta vez con una expresión más formal. —Davina Bianchi, venga conmigo, tiene una visita. El corazón de Davina dio un vuelco; ¿sería Valeria? ¿O quizá el abogado que prometió su hermana? Sin entender del todo, se levantó y siguió a la guardia por un largo pasillo. Sus ojos recorrieron las celdas sucias, y las miradas de las otras prisioneras la envolvían como cuchillas. Al llegar a la sala de visitas, notó que la guía no se detenía allí, sino que seguía avanzando hacia una puerta privada. Davina sintió una mezcla de temor e incertidumbre. ¿Quién tenía el poder para pedir una visita en una sala tan reservada? Cuando la puerta se abrió, su corazón se congeló. Sentado allí, con una sonrisa retorcida y arrogante, estaba su exnovio, Miguel. El mismo que la había dejado plantada en el altar. —Hola, querida ex —dijo él, su tono cargado de burla. La rabia y la confusión hicieron que las palabras de Davina salieran en un susurro ácido. —¿Qué haces aquí? Miguel se levantó lentamente, caminando hacia ella con una expresión perversa en el rostro. —¿Todavía no lo entiendes? —preguntó, su tono adoptando una falsa dulzura—. Estás aquí porque yo te puse aquí. Las palabras la golpearon como una bofetada. Davina sintió que sus piernas temblaban de puro desconcierto. —¿Qué? ¿Por qué? —preguntó, sin poder ocultar la rabia que comenzaba a brotar. Miguel se acercó más, posando sus manos en los hombros de Davina como si quisiera controlarla, ella sintió escalofríos. —Lo que pasa, Davina, es que tengo un plan… Sí, te dejé plantada en el altar, pero eso era solo parte de algo más grande. No entiendes. Para conseguir una vida perfecta, necesito hacer ciertos sacrificios. Y tú eres uno de ellos… pero de una manera temporal, claro. —¿De qué estás hablando? —dijo Davina, tratando de zafarse de su agarre. Miguel esbozó una sonrisa que reflejaba una locura calculada. —Mi plan es simple. Me casaré con una heredera rica, conseguiré su fortuna, y cuando me canse de ella, regresaré contigo. Solo tienes que esperar. Te convertirás en mi amante mientras yo conquisto mi lugar. Después, cumpliré mi palabra, tú vas a ser mi esposa, solo ten paciencia. Las palabras de Miguel fueron la chispa que encendió toda la ira acumulada en el corazón de Davina. Sin pensarlo dos veces, levantó la mano y le dio una bofetada que resonó en la sala.
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