Un auto lujoso se deslizaba por las calles, casi en la madrugada.
—¿A su pent-house, señor Rinier? —preguntó el conductor con voz neutra.
Lexter asintió, aunque su mente estaba lejos de allí. Observó su teléfono, frustrado. La mujer que ocupaba sus pensamientos no respondía a sus llamadas ni a sus mensajes. Un rayo de rabia atravesó su pecho. Pensó en su hermana y en cómo se sentía al ver a Amelia comprometida con un hombre que parecía estar por debajo de su estatus. No era un hombre clasista, pero había algo en Miguel Aranda que le desagradaba profundamente.
Desde que él y Amelia habían quedado huérfanos y bajo el cuidado de su abuela, Lexter siempre había protegido a su hermana. No quería que eligiera a alguien que pudiera romperle el corazón.
El auto se detuvo bruscamente.
—¡¿Qué sucede?! —exclamó Lexter, irritado.
—¡Es una loca, señor! —respondió el conductor, señalando hacia la calle.
Al mirar por la ventana, Lexter vio a una joven bailando descontroladamente en medio de la vía. Sin pensarlo dos veces, bajó del auto.
—¡Retírate del camino, jovencita! Ve a hacer espectáculos a otro lado —gritó con firmeza.
La mujer giró sobre sus talones, casi perdiendo el equilibrio. Lexter se apresuró y la sostuvo en sus brazos. Sus miradas se encontraron por un instante, y él quedó perplejo. Era hermosa, pero evidentemente ebria.
—¿Quién eres? —preguntó.
La joven empezó a reír, como si hubiera escuchado el mejor chiste del mundo.
—¡Eres guapo! —murmuró Davina—. ¿Y eres rico?
Lexter dudó ante su pregunta, mientras ella miraba el auto en el que viajaba.
—¡Oh, sí, eres rico! Hoy busco a un hombre muy rico. ¡Él me abandonó por una rica estirada! Yo ahora lo dejo por ti —sentenció, mostrando una seguridad desbordante. Sin previo aviso, acarició el rostro de Lexter y lo besó.
Él sintió el contacto de sus labios sobre los suyos, con los ojos desorbitados, sin comprender del todo qué estaba sucediendo. Pero, por un instante, una energía extraña recorrió su cuerpo, una sensación de placer lo invadió. Sin pensarlo, estrechó su diminuta cintura y, en un arranque de pasión, besó a la mujer con fervor.
Davina, en un estado de locura momentánea, sintió cómo su lengua exploraba su boca. Su cuerpo se estremeció y se entregó al momento.
Pero Lexter, interrumpiendo el beso, la miró intensamente.
—¿Qué haces, mujer? Dime, ¿a dónde debo llevarte ahora? No te dejaré aquí.
Ella volvió a reír.
—Llévame a tu cama —dijo, mientras sus dedos se deslizaban por su cara, provocando que Lexter sintiera un escalofrío.
Él tomó su mano y la condujo al auto.
—¿Señor… a dónde vamos? —preguntó el chofer, confundido.
Lexter estaba perdido en sus pensamientos, observando a la joven que reía escandalosamente y miraba por la ventana. Tras un rato, ella se quedó quieta, y su cabeza cayó sobre el respaldo, profundamente dormida.
—¡Maldita sea! No te duermas, niña. Dime, ¿dónde vives?
Con un suspiro frustrado, Lexter tomó una decisión.
—Vamos a mí pent-house —sentenció.
El chofer mostró una expresión de sorpresa, pero no dijo nada mientras conducía hasta su destino.
Cuando llegaron, Lexter tomó a Davina en sus brazos, que parecía completamente dormida, y la llevó hasta su alcoba. Se sintió confundido, sin saber qué hacer con ella. La dejó suavemente en el sofá y la cobijó con una manta.
Al buscar en su bolso, encontró una identificación.
«Davina Bianchi».
El nombre le sonó familiar. Regresó a su computadora y revisó su correo. Su sorpresa fue mayúscula al descubrir que había investigado a su futuro cuñado, Miguel Aranda, y sabía que tenía una prometida que estaba a punto de dejar por su hermana. Lexter había sido quien le dio la noticia a Amelia, y su reacción había sido devastadora, cuando ella intentó suicidarse.
Aterrorizado, Lexter había confrontado a Miguel, ofreciéndole un ultimátum: si se casaba con su hermana, recibiría el cinco por ciento de las acciones de la empresa y se convertiría en CEO. Pero eso significaba dejar atrás su vida, incluida a esa mujer, pero si aceptaba esa oferta y engañaba a su hermana, Lexter Rinier prometió destruirlo.
Miguel, encantado por la oferta, aceptó sin dudarlo.
—Qué pequeño es el mundo. Así que esta es la mujer que Miguel Aranda desechó para hacerse rico.
Lexter volvió a la alcoba, observando a Davina dormir. Era hermosa y, en ese momento, parecía vulnerable. Recordó sus palabras y una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro.
«Al menos tiene claro que Miguel Aranda es una escoria», pensó.
Decidido a despejar su mente, Lexter fue al baño y tomó una ducha fría.
Davina despertó, ya más sobria, y miró a su alrededor, confusa. No recordaba cómo había llegado allí. Al levantarse, el recuerdo del hombre que la había besado la golpeó de repente.
—¡Dios mío! ¿Dónde estoy? ¿Qué estoy haciendo aquí? —exclamó, aterrorizada.
Estaba a punto de huir cuando Lexter salió del baño, solo con una toalla anudada a la cintura.
Davina se quedó paralizada, admirando su torso tonificado y sus fuertes brazos, mientras gotas de agua deslizaban por su piel.
Era un hombre tan atractivo como imponente.
Cuando él se acercó, ella retrocedió.
—¿Quién es usted? ¿Qué hago aquí? —preguntó, alarmada.
Lexter dio un paso más cerca, pero ella se retorció, intentando alejarse.
—No me conoces, pero yo a ti sí. Eres Davina Bianchi, la exprometida de Miguel Aranda, a quien dejó plantada en el altar por Amelia Rinier, ¿verdad?
Los ojos de Davina se abrieron, llenos de miedo. ¿Qué significaba eso?
—¿Cómo lo sabes? ¿Quién demonios eres tú?
Lexter esbozó una sonrisa casi maliciosa.
—Lexter Rinier. Soy el hermano de la nueva prometida de Miguel, el hombre que no te dejará destruir la vida de su hermana.
Lexter avanzó hacia ella, pero Davina puso sus manos en su pecho, intentando detenerlo. Sin embargo, el contacto la electrizó.
—No me toques a menos que yo lo diga.
—¡Aléjese de mí! Quiero irme. ¿Qué quiere? ¿Atormentarme más? ¡He tenido suficiente! Dile a tu hermana que no voy a pelear por ese cobarde. Si quiere a un traidor en su cama, ¡que se lo quede!
Lexter la tomó entre sus brazos, acercándola a su cuerpo.
—No te atrevas a dañar a mi hermana, o acabaré contigo.
Sus miradas se encontraron, sus rostros estaban peligrosamente cerca, y de repente, él la besó con pasión y desesperación.
Davina lo detuvo y le abofeteó el rostro con fuerza.
Lexter la miró, atónito.
—¡Nadie me ha pegado nunca!
Ella lo miró con rabia.
—Felicitaciones. Siempre hay una primera vez.
Sin más, Davina tomó su bolso y salió corriendo